Queridos hermanos y hermanas,
buenos días.
Cada vez que renovamos nuestra
profesión de fe recitando el "Credo", afirmamos que la Iglesia es
"una" y "santa". Es una, porque tiene su origen en Dios
Trinidad, misterio de unidad y de plena comunión. La Iglesia también es santa,
en cuanto que está fundada en Jesucristo, animada por su Espíritu Santo,
colmada de su amor y de su salvación. Al mismo tiempo, sin embargo, está
compuesta de pecadores, todos nosotros, pecadores que cada día experimentan las
propias fragilidades y las propias miserias. Entonces, esta fe que profesamos
nos empuja a la conversión, a tener la valentía de vivir cotidianamente la
unidad y la santidad y si nosotros no estamos unidos, si no somos santos, ¡es
porque no somos fieles a Jesús! Pero Él, Jesús, no nos deja solos, no abandona
a su Iglesia. Él camina con nosotros, Él nos entiende. Entiende nuestras
debilidades, nuestros pecados, nos perdona, siempre que nosotros nos dejemos
perdonar. Él está siempre con nosotros, ayudándonos a ser menos pecadores, más
santos, más unidos.
El primer consuelo nos viene del
hecho que Jesús ha rezado mucho por la unidad de los discípulos. Es la oración
de la Última Cena, Jesús ha pedido mucho: 'Padre, que sean una sola cosa'. Ha
rezado por la unidad y lo ha hecho en la inminencia de la Pasión, cuando iba a
ofrecer toda su vida por nosotros. Es eso a lo que estamos enviados
continuamente a releer y meditar, en una de las páginas más intensas y
conmovedoras del Evangelio de Juan, el capítulo diecisiete. ¡Que bonito es
saber que el Señor, justo antes de morir, no se preocupó de sí mismo, sino que
pensó en nosotros! Y en su diálogo sincero con el Padre, ha rezado precisamente
para que podamos ser una sola cosa con Él y entre nosotros. Con estas palabras,
Jesús se ha hecho nuestro intercesor ante el Padre, para que podamos entrar
también nosotros en la plena comunión de amor con Él; al mismo tiempo, nos
confía a Él como su testamento espiritual, para que la unidad pueda convertirse
cada vez más en la nota distintiva de nuestras comunidades cristianas y la
respuesta más bella a quien nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros.
"Que todos sean uno: como
tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para
que el mundo crea que tú me enviaste". La Iglesia ha buscado desde el
principio realizar este propósito que está tan en el corazón de Jesús. Los
Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que los primeros cristianos se
distinguían por el hecho de tener "un solo corazón y una sola alma";
el apóstol Pablo, después, exhortaba a sus comunidades a no olvidar que son
"un solo cuerpo". La experiencia, sin embargo, nos dice que son
muchos los pecados contra la unidad. Y no pensamos solo a las grandes herejías,
los cismas, pensamos a faltas muy comunes en nuestras comunidades, en pecados
"parroquiales", a esos pecados en las parroquias. A veces, de hecho, nuestras
parroquias, llamadas a ser lugares de compartir y de comunión, están
tristemente marcadas por envidias, celos, antipatías... Y el chismorreo está a
mano de todos. ¡Cuánto se chismorrea en las parroquias! Esto no es bueno. Por
ejemplo, cuando alguien es elegido presidente de tal asociación, se chismorrea
contra él. Y si otra es elegida presidenta de la catequesis, las otras
chismorrean contra ella. Pero, esta no es la Iglesia. Esto no se debe hacer,
¡no debemos hacerlo! No os digo que os cortéis la lengua, tanto no. Pero pedid
a Dios que dé la gracia de no hacerlo.
¡Esto es humano, sí, pero no es
cristiano! Esto sucede cuando apuntamos hacia los primeros puestos; cuando nos
ponemos a nosotros mismos en el centro, con nuestras ambiciones personales y nuestras
formas de ver las cosas, y juzgamos a los otros; cuando miramos a los defectos
de los hermanos, en vez de a sus dones; cuando damos más peso a lo que nos
divide, en vez de a lo que nos reúne.
Una vez, en la otra diócesis que
tenía antes, escuché un comentario interesante y bonito. Se hablaba de una
anciana que toda la vida había trabajado en la parroquia, y una persona que la
conocía bien, dijo: 'Esta mujer no ha hablado nunca mal, nunca ha chismorreado,
siempre era una sonrisa'. ¡Una mujer así puede ser canonizada mañana! Este es
un bonito ejemplo. Y si miramos a la historia de la Iglesia, cuántas divisiones
entre nosotros cristianos. También ahora estamos divididos.
También en la historia, los
cristianos hemos hecho la guerra entre nosotros por divisiones teológicas.
Pensemos en la de los 30 años. Pero, esto no es cristiano. Debemos trabajar
también por la unidad de todos los cristianos, ir por el camino de la unidad
que es el que Jesús quiere y por el que ha rezado.
Frente a todo esto, debemos hacer
seriamente un examen de conciencia. En una comunidad cristiana, la división es
uno de los pecados más graves, porque la hace signo no de la obra de Dios, sino
de la del diablo, el cual es por definición el que separa, que rompe las
relaciones, que insinúa prejuicios... La división en una comunidad cristiana,
ya sea una escuela, una parroquia o una asociación, es un pecado gravísimo,
porque es obra del demonio. Dios, sin embargo, quiere que crezcamos en nuestra
capacidad de acogernos, de perdonarnos, de querernos, para parecernos cada vez
más a Él que es comunión y amor. En esto está la santidad de la Iglesia: en el
reconocer a imagen de Dios, colmada de su misericordia y de su gracia.
Queridos amigos, hagamos resonar
en nuestro corazón estas palabras de Jesús: "Bienaventurados los que
trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Pidamos sinceramente
perdón por todas las veces en la que hemos sido ocasión de división o de
incomprensión dentro de nuestras comunidades, aún sabiendo que no se llega a la
comunión sino a través de una continua conversión. ¿Qué es la conversión? Es
pedir al Señor la gracia de no hablar mal, de no criticar, de no chismorrear,
de querer a todos. Es una gracia que el Señor nos da. Esto es convertir el
corazón. Y pidamos que el tejido cotidiano de nuestras relaciones pueda
convertirse en un reflejo cada vez más bonito y feliz de la relación entre
Jesús y el Padre.
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