Todos los
que valoramos el aporte humano, espiritual, intelectual, cultural y apostólico
de la vida religiosa, queremos que pueda seguir existiendo y desarrollándose en
medio de la realidad actual; sin embargo, nos encontramos con que muchas
órdenes y congregaciones están despareciendo a un ritmo acelerado, aunque otras
-afortunadamente- continúan creciendo. Ante esto, conviene preguntarse, ¿cómo
salir de la crisis? Y la respuesta es muy sencilla y, al mismo tiempo,
compleja: volver al carisma
fundacional, a las raíces tal y como lo pidió el Concilio Vaticano II.
No se trata de “resucitar” a los fundadores, sino de mantener vivo el espíritu
que los animó. Pueden variar las formas, pero nunca el fondo. Quienes han
querido reinventar la esencia basados en criterios más sociológicos que
evangélicos, están en peligro de extinción. ¿La razón? Un programa social o
meramente activista no atrae como para consagrar la vida. En cambio, el
carisma, como fruto de la acción real del Espíritu Santo, tiene una “chispa”
que fascina, enamora y plantea la posibilidad de dejarlo todo para unirse a un
instituto. Algunas congregaciones han conseguido nuevas vocaciones a partir de
espacios de voluntariado pero que, además de estar relacionados con la
necesaria acción social, se ven enriquecidos por espacios fuertes de oración
personal y comunitaria. No es ayudar por ayudar, sino hacerlo viendo a Cristo
en los destinatarios. Cuando se tiene dicho ángulo de visión, el carisma aparece y conquista.
Se podrán
hacer una y mil planeaciones pastorales, pero si falla la puesta en práctica de
la propia identidad, todo termina en un rotundo fracaso. Por ejemplo, si una
congregación nació para fines educativos, en la medida en que sean fieles a
esos ejes rectores, estarán expresando adecuadamente el carisma fundacional. A
lo mejor comenzaron solamente con escuelas primarias y hoy la realidad exige
darle prioridad a las preparatorias o licenciaturas. Pues bien, eso sí que
puede cambiar, variar, adaptarse, porque las estructuras necesitan siempre una
puesta al día, pero el caso es que continúen educando. Si, de pronto, dejan las
escuelas para meterse en proyectos que bien pueden ser desarrollados por una
ONG cualquiera o se sustituye la liturgia de las horas por los viajes astrales,
no habrá poder humano que levante el número de vocaciones, porque solamente
Cristo, expresado en el carisma que les dio vida, puede dar paso a una nueva
etapa de promoción y crecimiento vocacional, en el que la calidad y la cantidad
sean dos puntos posibles.
Ahora
bien, además de dar a conocer el carisma del instituto y ofrecer acompañamiento
en el descubrimiento de la propia vocación, hay que llevar a cabo un trabajo
previo de evangelización. La antesala de la promoción vocacional, tiene que ser
necesariamente el anuncio del evangelio. Si no se conoce a Cristo, ¿quién va a
querer seguirlo? Es como si nos quisiéramos casar con una mujer que nunca hemos
visto ni en fotografía. Por lo tanto, en lugar de seguir añorando las glorias
pasadas o subrayando lo mal que está la situación, conviene dar pasos
tendientes a superar los desafíos del momento presente y el carisma fundacional
es la mejor carta que nos queda por jugar a todos los que nos interesamos en
esta tarea. Por ejemplo, rechazar la liturgia bien celebrada es un síntoma de
secularización hacia dentro. Sobre este punto, hay que darle el uso de la voz a
un pensamiento del Papa emérito Benedicto XVI: “En el trato que le demos a la liturgia se decide el destino de la fe y de la
Iglesia”.
El
carisma viene de Dios y eso es lo que lo vuelve atractivo, capaz de marcar un
antes y un después. El reto es redescubrirlo para poderlo proponer a las nuevas
generaciones a partir de las plataformas que se tengan. Preguntarse, ¿cuál es
la esencia que nos distingue de las demás espirituales y que, al mismo tiempo,
nos hace ser Iglesia? El cambio o, mejor dicho, la reforma hacia el origen es
una necesidad. Así como en tiempos de Teresa de Ávila hubo que hacerlo, ahora
toca llevar a cabo una hazaña parecida. Vale la pena y la situación así lo
exige. La vida religiosa es un tesoro para todos.
Carlos J. Díaz
Rodríguez
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