La segunda parte de esta interesante y accesible explicación del Padre Nuestro. Esta semana lo que significa "santificado sea tu nombre
I. «Una
vez llegados a la dignidad de hijos de Dios, nos abrasará la ternura que mora
en el corazón de todos los verdaderos hijos; y, sin pensar más en nuestros
propios intereses, sólo tendremos celo por la gloria de nuestro Padre. Le
diremos: Santificado sea tu nombre, atestiguando así que su gloria constituye
todo nuestro deseo y nuestra alegría» (1)
En esta
primera petición de las siete del Padrenuestro, «pedimos que Dios sea conocido,
amado, honrado y servido de todo el mundo y de nosotros en particular» (2).
Jesús nos enseña el orden en que hemos de pedir habitualmente en nuestras
oraciones. Lo primero que debemos pedir, por muy urgentes que sean nuestras
necesidades, es la gloria de Dios. Es realmente lo más urgente, también para
nosotros, que andamos preocupados por necesidades inmediatas. «Ocúpate de Mí
–decía Jesús a Santa Catalina de Siena-, y Yo me ocuparé de ti». El Señor no
nos dejará solos.
Santificado
sea tu nombre. En la Sagrada Escritura el nombre equivale a la persona misma,
es su identidad más profunda. Por eso, dirá Jesús al final de su vida, como
resumiendo sus enseñanzas: Manifesté tu nombre a los hombres (3). Nos reveló el
misterio de Dios. En el Padrenuestro formulamos el deseo amoroso de que el
nombre de Dios, de nuestro Padre Dios, sea conocido y reverenciado por toda la
tierra; también debemos expresar nuestro dolor por las ocasiones en que es
profanado, silenciado o empleado con ligereza. «Al decir santificado sea tu
nombre nos amonestamos a nosotros mismos para que deseemos que el nombre del
Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los
hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos» (4).
En
determinados ambientes parece que los hombres no quieren nombrar a Dios. En
lugar del Creador hablan de «la sabia naturaleza», o llaman «destino» a la
Providencia divina, etc. En ocasiones son sólo modos de decir, pero, en otras,
el silencio del nombre de Dios es intencionado. En esos casos, venciendo los
respetos humanos, debemos nosotros, intencionadamente también, honrar a nuestro
Padre. Sin afectación, nos mantendremos fieles a los modos cristianos de
hablar, que expresan externamente la fe de nuestra alma. Las expresiones
tradicionales de muchos países, tales como «gracias a Dios» o «si Dios quiere»
(5), etc., pueden servir de ayuda en algunas ocasiones para tener presente al
Señor en la conversación. Tampoco hemos de ser como esas personas que hacen
intervenir, de modo inconsiderado e inoportuno, el nombre de Dios en los acontecimientos
y en las cosas («Dios le ha castigado» … ). El segundo precepto del Decálogo
nos prohíbe tomar el nombre de Dios en vano.
Si amamos
a Dios amaremos su santo nombre y jamás lo mencionaremos con falta de respeto o
de reverencia, como expresión de impaciencia o de sorpresa. Este amor al nombre
de Dios se extenderá también al de Santa María, su Madre, al de sus amigos, los
santos, y a todas las personas y cosas a Él consagradas.
Honramos
a Dios en nuestro corazón cuando hacemos un acto de reparación cada vez que, en
nuestra presencia, se falta al respeto debido al nombre de Dios o de Jesús, al
enterarnos de que se ha cometido un sacrilegio o al tener noticia de
acontecimientos que ofenden el buen nombre del Padre común. No debemos tampoco
olvidar el actualizar personalmente los actos de reparación y de desagravio
públicos siempre que nos unimos a las alabanzas que se rezan en la Bendición
con el Santísimo. Allí, el sacerdote, en nombre de todos, reza: Bendito sea
Dios, Bendito sea su santo nombre… Son jaculatorias que nosotros podemos
repetir a lo largo del día, especialmente cuando debamos reparar.
La
reverencia al nombre de Dios nos llevará además a amar de un modo especial esas
oraciones esencialmente de alabanza, como el Gloria al Padre y al Hijo y al
Espíritu Santo, que debiéramos repetir con mucha frecuencia, el Gloria y el,
Sanctus de la Misa, etc.
«Mirad
-dice Santa Teresa- que perdéis un gran tesoro y que hacéis mucho más con una
palabra de cuando en cuando del Pater noster, que con decirle muchas veces
aprisa; estad muy junto a quien pedís, no os dejará de oír; y creed que aquí es
el verdadero alabar y santificar su nombre» (6).
Quizá nos
pueda ayudar alguna de estas jaculatorias a mantener la presencia de Dios en el
día de hoy: Padre, santificado sea tu nombre, Bendito sea Dios, Bendito sea su
santo nombre, Bendito sea el nombre de Jesús, Bendito sea el nombre de María,
Virgen y Madre…
II. Venga
a nosotros tu Reino, pedimos a continuación en el Padrenuestro. Y comenta San
Juan Crisóstomo que el Señor «nos ha mandado que deseemos los bienes que están
por llegar y que apresuremos el paso en nuestro viaje hacia el Cielo; mas en
tanto el viaje no termina, viviendo aún en la tierra, quiere que nos esforcemos
por llevar vida del Cielo» (7).
La expresión
Reino de Dios tiene un triple significado: el Reino de Dios en nosotros, que es
la gracia; el Reino de Dios en la tierra, que es la Iglesia; y el Reino de Dios
en el Cielo, o eterna bienaventuranza. En orden a la gracia, pedimos que Dios
reine en nosotros con su gracia santificante, por la cual se complace en cada
uno como rey en su corte, y que nos conserve unidos a Sí con las virtudes de la
fe, la esperanza y la caridad, por las cuales reina en el entendimiento, en el
corazón y en la voluntad (8). Al rezar cada día por la llegada del Reino de
Dios, pedimos también que Él nos ayude en la lucha diaria contra las
tentaciones. Es un reinado, el de Jesús en el alma, que avanza o retrocede
según correspondamos o rechacemos las continuas gracias y ayudas que
recibirnos.
También
se cumplen en el corazón las parábolas del Reino. Antes de adquirir su plenitud
definitiva en el alma de cada uno de sus fieles, el Reino de Dios es como el
grano de trigo que, hundido en el suelo, prepara la espiga de la cosecha; como
la levadura, va transformando el corazón hasta que todo éI sea de Dios; como el
grano de mostaza, pues quizá comenzó corno una pequeña semilla en el alma y, si
no ponemos obstáculos, irá creciendo sin más límite que el de nuestras
resistencias y negaciones. El Reino de Dios se establece ahora, por la gracia,
en el corazón de los hombres, pero espera su definitiva manifestación en el
encuentro último con Dios, después de la muerte. El Reino de Dios está ahí,
dijo Jesús, está dentro de vosotros (9). Y se percibe su presencia en el alma a
través de los afectos y mociones del Espíritu Santo.
Cuando
decimos venga a nosotros tu Reino, pedimos que Dios habite en nosotros de una
manera más plena, que seamos todo de Dios, que nos ayude a luchar eficazmente
para que, por fin, desaparezcan esos obstáculos que cada uno pone a la acción
de la gracia divina. «Antes éramos esclavos, y ahora pedimos reinar bajo la
soberanía de Cristo» (10).
Si
nuestra oración es confiada, constante y sincera, seremos oídos con toda seguridad,
pues, como nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa (11), quien pide
recibe, quien busca halla y al que llama, se le abre. ¿Qué padre entre
vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?… ¡Qué confianza tan
grande nos han de dar estas palabras de Jesús!
III.
Cuando rezamos venga a nosotros tu Reino también pedimos, en relación a la
Iglesia, que se dilate y propague por todo el mundo para la salvación de los
hombres. Rogamos entonces por el apostolado que se realiza en toda la tierra, y
nos sentimos comprometidos a poner los medios a nuestro alcance para la
extensión del Reino de Dios. Porque «no es suficiente pedir con insistencia el
Reino de Dios si no añadimos a nuestra petición todas aquellas cosas con que se
busca y se halla» (12), con los medios, por pequeños que sean, con las
iniciativas apostólicas que podamos poner en práctica.
En un
mundo que se presenta en no pocos aspectos como si hubiese vuelto al paganismo,
se nos impone a todos los cristianos «la dulcísima obligación de trabajar para
que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los
hombres de cualquier lugar de la tierra» (13).
La
primera obligación será, de ordinario, orientar el apostolado hacia las
personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a quienes están más cerca, a los
que tratamos con frecuencia. En este apostolado, del que no podemos excusarnos,
está en primer lugar todo aquello que se refiere a la salvación eterna de las
personas que tratamos. Esto es lo primero; inmediatamente después, hemos de
preocuparnos los cristianos de ordenar realmente todo el universo hacia Cristo:
la dignidad de la persona humana, los derechos de la conciencia, el respeto
debido al trabajo, la preocupación por un más equitativo reparto de bienes, el
sincero deseo de paz entre los pueblos, etc., es un quehacer de todos los
cristianos, junto a los hombres de buena voluntad que trabajan en el mundo por
estos mismos ideales.
Venga a
nosotros tu Reino. Y «Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a
terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), si vosotros me colocáis en la
cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada
momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece
pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre
vosotros será una realidad! ( … ).
»A esto
hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán
que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no
haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte
y pacífico del amor. Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y
fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo
que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su
fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado» (14).
Comencemos, como siempre, por lo pequeño, por lo que está a nuestro alcance en
la convivencia normal de todos los días.
1
CASIANO, Colaciones, 9, 18.
2
CATECISMO MAYOR, n. 290, ?
3 Jn 17,
6. –
4 SAN
AGUSTíN, Carta 130, a Proba.
5 Sant 4,
15.
6 SANTA
TERESA, Camino de perfección, 31, 13.
7 SAN
JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 19, 5.
8 Cfr.
CATECISMO MAYOR, nn. 294?295. –
9 Lc 17,
21.
10 SAN
CIPRIANO, Tratado de la oración del Señor, 13.
11 Lc 11,
5?13.
12
CATECISMO ROMANO, IV, 10, n. 2. –
13 CONC.
VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3.
14 J.
ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa. 183.
Francisco
Fernández Carvajal
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