¿Por qué
los católicos tenemos que confesar los pecados a un sacerdote y fiarnos de que
así Dios nos perdone?
Resumen: Jesucristo no mandó confesarse
directamente con Dios, sino que dio el poder de perdonar pecados a los
apóstoles, para que lo transmitieran a sus sucesores. De este modo, el hombre
tiene la certeza de que Dios le perdona; hace un acto externo y sincero de
arrepentimiento; y el sacerdote, hombre débil como los demás, le ayuda a experimentar
la misericordia de Dios y a ir comprendiendo y superando poco a poco sus
debilidades.
En el Antiguo Testamento Dios revela a Israel que
para que se perdonen sus pecados, son necesarios los sacrificios, pero esto no
lo hacía porque realmente la sangre de los animales pudiera perdonar los
pecados, sino para preparar su corazón para comprender que el verdadero
sacrificio que quitaría el pecado sería el de Cristo en la cruz. Por eso Juan
Bautista, al ver a Jesús, dice: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo” (Jn 1, 29). En tal sentido, Jesús durante su vida repite en varias
ocasiones: “Tus pecados te son perdonados” (Mt 9, 2; Lc 7, 48), y finalmente da
un sentido redentor a su muerte durante la cena de Pascua, en que habla de su
sangre “derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28),
cumpliendo la profecía de Isaías que dice que “se dio a sí mismo en expiación”
(Is 53, 10).
Pues bien, entonces, ¿por qué es necesario
confesarse con un sacerdote? Si Jesús ya nos ha perdonado en la cruz, ¿por qué
no simplemente acoger su perdón y “confesarse” con Él? Así piensan nuestros
hermanos evangélicos, apoyados en varios pasajes de la Escritura que unen la
salvación simplemente al hecho de creer en Jesús. Y sin embargo, en ningún
momento Jesús dice que el perdón de los pecados, ganado por él en la cruz, se
nos fuera a conceder simplemente mediante la fe; más bien lo contrario. Así
encontramos escrito en el Evangelio de Juan: “Al atardecer de aquel día, se
presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros. Como el
Padre me envió, también yo os envío.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» (Jn 20, 19 –
23). Aquí se ve claramente que, después de su resurrección, una vez que el
sacrificio de la cruz ha alcanzado el perdón de los pecados, Jesucristo no une
este perdón al hecho de la fe o de “confesarse con Dios”, sino al hecho de la
efusión del Espíritu derramada sobre los apóstoles.
Notemos además, que es una efusión distinta a la de
Pentecostés (Hch 2). En Pentecostés el Espíritu se derrama sobre todos los
creyentes para darles la fuerza del Espíritu para evangelizar; pero en Juan 20,
se aparece sólo a los once, cuarenta días antes de Pentecostés, para darles el
don del Espíritu Santo concediéndoles así el poder de perdonar los pecados. De
este modo, el Señor da sólo a los apóstoles el poder de perdonar los pecados,
poder que ejercieron después de su resurrección durante su tarea
evangelizadora. Hemos de diferenciar este cometido apostólico de perdonar
pecados del mandato de Jesús de bautizar. Efectivamente, por el bautismo se
perdonan los pecados, y Dios envía a sus discípulos a bautizar; pero en esta
aparición se aparece sólo a los once y les otorga un mandato explícito de
perdón de los pecados sin referencia al bautismo. Efectivamente, cualquier fiel
cristiano cumpliéndose ciertas condiciones puede bautizar, y en ese sentido,
ser ministros del perdón de los pecados; pero sólo los apóstoles recibieron el
don del perdón de los pecados más allá del bautismo. Y los apóstoles ejercieron
este ministerio, y lo transmitieron sólo a sus sucesores, los obispos, que a su
vez lo transmitieron a sus sucesores y colaboradores, los presbíteros (o
sacerdotes).
Otra alusión neotestamentaria al perdón de los
pecados al margen del bautismo, la hallamos precisamente en la carta de
Santiago en referencia a los presbíteros y a lo que después será la unción de
los enfermos (St 5, 14 – 15). Ciertamente, no se habla del sacramento de la
confesión, pero está claro que se une el poder del perdón de los pecados al
ministerio de los presbíteros, y no al de cualquier fiel laico o al de la
simple fe. Además, el texto diferencia claramente entre la unción del
presbítero y el perdón de los pecados, de la invitación a “confesar los pecados
mutuamente para que os curéis” (St 5, 16), ya sin referencia al perdón, sino a
la sanación.
Así pues, Jesucristo quiso que el ministerio del
perdón estuviese ligado a sus apóstoles y a sus sucesores, que son quienes
administran el perdón de Dios. En ese sentido, Cristo es quien perdona los
pecados en la Cruz y los redime, pero para que esa gracia llegue a nosotros
hoy, aquí, ahora, ha instituido los sacramentos, que conceden que esa gracia
“general” de Cristo se aplique en concreto a mí; los sacramentos transcienden
el tiempo y el espacio, y hacen que la gracia que Cristo me concedió en su
misterio pascual pueda llegar a mi vida. En los sacramentos, es Cristo quien
actúa en la persona del ministro, que en tal sentido es “administrador” y no
“dueño” de la gracia de Dios, “cauce”, y no “fuente” de su poder. El sacerdote
no perdona los pecados en nombre propio, sino en el Nombre de Dios, que es
quien actúa por su medio. De hecho, el sacerdote no es mediación de esa gracia
para sí mismo, no puede confesarse ni absolverse a sí mismo, sino que necesita
la mediación de otro sacerdote. Los sacerdotes, efectivamente, también se
confiesan.
¿Por qué Dios quiso que su perdón llegase a
nosotros a través de los sacerdotes, y no directamente? Varios son los motivos,
y todos ellos referentes a nuestra salvación.
En primer lugar, para que, frente a los escrúpulos
de nuestra conciencia, pudiéramos tener la certeza del perdón de Dios. En una
ocasión, una persona me dijo que se confesaba directamente con Dios. Entonces,
yo le pregunté: “¿Y te responde?”. Él me miró perplejo, y me dijo,
evidentemente, que no. Entonces continué: “¿Y cómo sabes que Dios acoge ese
arrepentimiento y verdaderamente te perdona? Porque Dios en ningún lugar dijo:
«confesaos directamente conmigo», sino que dijo a los apóstoles: «a quienes
perdonéis los pecados les quedan perdonados»”. Y no pudo responderme.
Efectivamente, en esa “confesión directa” con Dios no hay certeza de su perdón
ni respuesta de Dios, puesto que es una costumbre que no tiene apoyo ninguno en
la Revelación ni en la Escritura; mientras que en la confesión con un
sacerdote, uno escucha en el Nombre de Jesús: “Yo te absuelvo de tus pecados”.
Así, por la fe, y por la mediación de la Iglesia, en coherencia con la
Revelación y la Escritura, obtenemos la certeza del perdón de Dios en nuestra
vida, y podemos tranquilizar y descansar nuestra conciencia.
Hay quien dice que por qué iba a tener que confesar
sus pecados a un sacerdote, que en el fondo es un hombre igual que él. ¡Pues
menos mal! Porque si el sacerdote fuese un hombre perfecto y justo, su juicio
en la confesión sería implacable y severo; pero precisamente porque es un
hombre como los demás, marcado también por la debilidad y también necesitado de
la misericordia de Dios, puede comprender y consolar a los pecadores. Así dice
la carta a los Hebreos: “Todo sacerdote puede sentir compasión hacia los
ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en debilidad” (Heb 5,
2). Efectivamente, el sacerdote puede comprender y no juzgar a los penitentes
por estar él también envuelto en debilidad; anima y aconseja a los fieles,
haciéndose cargo de su debilidad, para ayudarles a vencer sus pecados y a
avanzar en el camino de la verdadera libertad. En una ocasión se me acercó un
joven que venía radiante, después de años sin confesarse, y me dijo: “Yo antes
decía que para qué iba a confesarme con un cura, si al fin y al cabo es un
hombre como yo. Pero hoy me he dado cuenta de que Jesús, siendo Dios, dejó que
lo bautizara Juan Bautista, que era un simple hombre. Y me dije: «Si Dios ha
sido tan humilde que, sin necesitarlo, se ha dejado bautizar por un hombre,
¿voy a ser yo tan soberbio de no confesarme con un sacerdote con la excusa de
que es un hombre igual que yo…?». Y me di cuenta de que debía confesarme”.
Además, como el hombre es cuerpo y alma, no vale
con que uno haga interiormente un acto de arrepentimiento, sino que es necesario
un acto externo de petición de perdón. Me explico. Imagínate que te has peleado
con un amigo, y que te arrepientes, y sin decirle nada das por sentado que le
has pedido perdón y actúas con él como si nada… Tu amigo te mirará a la cara
con el ceño fruncido y te dirá: “¿…?”. El arrepentimiento interno debe ir
acompañado de la petición de perdón externa, para obtener realmente el perdón;
y el acto externo por el que expreso a Dios mi arrepentimiento interno es la
confesión, en la que el sacerdote me pone una penitencia que sea un acto
explícito de arrepentimiento ante Dios. Por eso no vale con el arrepentimiento
interior, y Dios ha querido un acto externo de petición explícita de perdón,
para que el perdón pueda consumarse.
El sacerdote, probado y experimentado para conocer
las conciencias y ayudar a superar los pecados desde la misericordia y la
gracia de Dios, puede ayudarme en la confesión a conocer y comprender la
naturaleza y las raíces de mi pecado, y así a ir luchando poco a poco para
vencer mis caídas y ser cada vez más fiel a Dios. Puede comprenderme y ayudarme
para ir siendo cada vez más libre.
Por todo
ello, para nuestro bien, Dios ha querido otorgarnos su perdón a través del
ministerio de los sacerdotes, ungidos con la fuerza del Espíritu Santo para ser
ministros de su misericordia, no porque sean mejor ni especiales ni porque
tengan poderes mágicos, sino porque han sido elegidos por Dios para ser cauces
para que su gracia llegue a todos los hombres. Dejemos los últimos testimonios
a la Escritura. “Llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que
una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no viene de nosotros” (2 Cor 4, 7).
“Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el
ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al
mundo consigo, no tomando en cuenta los pecados de los hombres, sino poniendo
en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de
Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os
suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado
por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él. Y como
cooperadores suyos que somos, os exhortamos a que no echar en saco roto la
gracia de Dios. Pues dice él: “En el tiempo favorable te escuché y en el día de
salvación te ayudé”. Mirad: ahora es el momento favorable; mirad: ahora es el
día de salvación” (2 Cor 5, 18 – 6, 2).
Jesús María Silva
Castignani
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