Salmos 32:5-6
Había una vez un niño de 8 años que instintivamente contestó el teléfono de
su casa y susurró, “Hola”. La voz del otro lado dijo, “Sí bueno, ¿Se encuentra
tu mamá en casa?” el niño contestó: “Sí, pero está ocupada,” “¿Está tu papá en
casa?” “Sí pero también está ocupado…” “Bueno, ¿Hay algún otro adulto en tu
casa con el que pueda hablar?” “Sí, hay un policía y un bombero” “¿Podría
hablar con uno de los dos?” “No, ellos también están ocupados” “¿Bueno, y qué
están haciendo todos que están tan ocupados?” Hubo una pausa muy larga y
después el niño contestó, “Me están buscando”.
Cuando somos culpables, instintivamente corremos a escondernos; creo que
esa respuesta está tejida en nuestros genes. Esconderse fue exactamente lo que
hizo Adán y Eva cuando Dios salió a buscarlos después de que ellos habían
comido del fruto prohibido. Sin embargo, esconderse no es la mejor opción para
tratar con nuestra culpabilidad ya que la culpabilidad no se soluciona cuando
la escondemos, la negamos, o la cubrimos.
La próxima vez que se sienta culpable dele gracias a Dios que aún puede
sentir. Digo eso porque cuando ese sentimiento de culpabilidad deja de existir
en el alma del ser humano, significa que hemos llegado a ser insensibles, y las
personas insensibles llegan a ser cada vez más capaces de adquirir actitudes y
actividades destructivas hacia los demás.
Ese sentimiento de culpabilidad es bueno porque tiene el potencial de
mantenernos humanos. Por otro parte, la culpabilidad puede devorarnos de
adentro hacia fuera; asesinando la paz y nuestra libertad para funcionar. Ese
tipo de culpabilidad por lo regular está asociado con algún error gigantesco o una
falta mayor que cometimos en el pasado.
Cuando la culpabilidad toma dominio de nuestras almas nos sofocará nuestra
vida. Así que cuando ese tipo de culpa inunde su vida el único antídoto es La
Gracia de Dios.
Como puede ver, Dios comprende nuestras faltas y nuestros errores. Y aun
cuando Dios se entristece con nosotros. Él está dispuesto a perdonar todas
nuestras faltas y a enmendar nuestros corazones rotos. Lo único que hay que
hacer es pedírselo.
Y cuando lo hace, Dios intercambia nuestra culpabilidad por su Gracia. Así
que la próxima vez que la riegue, que se equivoque o que falle, pídale perdón a
Dios y yo le garantizo que Dios estará deseoso de perdonarlo.
Jorge Cota
http://masdelavida.com
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