Pontificio Consejo para la Familia: Familia, Matrimonio y "Uniones de Hecho"
Presentación
Uno de
los fenómenos más extensos que interpelan vivamente la conciencia de la
comunidad cristiana hoy en día, es el número creciente que las uniones de hecho
están alcanzando en el conjunto de la sociedad, con la consiguiente desafección
para la estabilidad del matrimonio que ello comporta. La Iglesia no puede dejar
de iluminar esta realidad en su discernimiento de los «signos de los tiempos».
El
Pontificio Consejo para la Familia, consciente de las graves repercusiones de
esta situación social y pastoral, ha organizado una serie de reuniones de
estudio durante 1999 y los primeros meses del 2000, con la participación de
importantes personalidades y prestigiosos expertos de todo el mundo, con el
objeto de analizar debidamente este delicado problema, de tanta trascendencia
para la Iglesia y para el mundo.
Fruto de
todo ello es el presente documento, en cuyas páginas se aborda una problemática
actual y difícil, que toca de cerca la misma entraña de las relaciones humanas,
la parte más delicada de la íntima unión entre familia y vida, las zonas más
sensibles del corazón humano. Al mismo tiempo, la innegable trascendencia
pública de la actual coyuntura política internacional, hace conveniente y
urgente una palabra de orientación, dirigida sobre todo a quienes tienen
responsabilidades en esta materia. Son ellos quienes en su tarea legislativa
pueden dar consistencia jurídica a la institución matrimonial o, por el
contrario, debilitar la consistencia del bien común que protege esta
institución natural, partiendo de una comprensión irreal de los problemas
personales.
Estas
reflexiones orientarán también a los Pastores, que deben acoger y guiar a
tantos cristianos contemporáneos, y acompañarles en el itinerario del aprecio
al valor natural protegido por la institución matrimonial y ratificado por el
sacramento cristiano. La familia fundada en el matrimonio corresponde al
designio del Creador «desde el comienzo» (Mt 19, 4). En el Reino de Dios, en el
cual no puede ser sembrada otra semilla que aquella de la verdad ya inscrita en
el corazón humano, la única capaz de «dar fruto con perseverancia» (Lc 8, 15)
esta verdad se hace misericordia, comprensión y llamada a reconocer en Jesús la
«luz del mundo» (Jn 8, 12) y la fuerza que libera de las ataduras del mal.
Este
documento se propone también contribuir de manera positiva a un diálogo que
clarifique la verdad de las cosas y de las exigencias que proceden del mismo
orden natural, participando en el debate socio-político y en la responsabilidad
por el bien común.
Quiera
Dios que estas consideraciones, serenas y responsables, compartidas por tantos
hombres de buena voluntad, redunden en beneficio de esa comunidad de vida,
necesaria para la Iglesia y para el mundo, que es la familia.
Ciudad
del Vaticano, 26 de julio de 2000
Fiesta de
S. Joaquín y Sta. Ana, Padres de la Stma. Virgen María
Alfonso
Cardenal López Trujillo
Presidente
S. E.
Mons. Francisco Gil Hellín
Secretario
Introducción
En el
presente documento, tras considerar el aspecto social de las uniones de hecho,
sus elementos constitutivos y motivaciones existenciales, se aborda el problema
de su reconocimiento y equiparación jurídica, primero respecto a la familia
fundada en el matrimonio y después respecto al conjunto de la sociedad. Se
atiende posteriormente a la familia como bien social, a los valores objetivos a
fomentar y al deber en justicia por parte de la sociedad de proteger y promover
la familia, cuya raíz es el matrimonio. A continuación se profundiza en algunos
aspectos que esta reivindicación presenta en relación con el matrimonio
cristiano. Se exponen además algunos criterios generales de discernimiento
pastoral, necesarios para una orientación de las comunidades cristianas.
Las
consideraciones aquí expuestas no sólo se dirigen a cuantos reconocen
explícitamente en la Iglesia Católica «la Iglesia de Dios vivo, columna y
fundamento de la verdad» (1Tim 3,15), sino también a todos los cristianos de
las diversas Iglesias y comunidades cristianas, así como a todos aquellos
sinceramente comprometidos con el bien precioso de la familia, célula
fundamental de la sociedad. Como enseña el Concilio Vaticano II, «el bienestar
de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a
la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos,
junto con los que tienen gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente
de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de
esta comunidad de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y
padres en el cumplimiento de su excelsa misión»[1].
I — Las “uniones de hecho"
Aspecto social de las “uniones de
hecho”
(2) La
expresión «unión de hecho» abarca un conjunto de múltiples y heterogéneas
realidades humanas, cuyo elemento común es el de ser convivencias (de tipo
sexual) que no son matrimonios. Las uniones de hecho se caracterizan,
precisamente, por ignorar, postergar o aún rechazar el compromiso conyugal. De
esto se derivan graves consecuencias.
Con el
matrimonio se asumen públicamente, mediante el pacto de amor conyugal, todas
las responsabilidades que nacen del vínculo establecido. De esta asunción
pública de responsabilidades resulta un bien no sólo para los propios cónyuges
y los hijos en su crecimiento afectivo y formativo, sino también para los otros
miembros de la familia. De este modo, la familia fundada en el matrimonio es un
bien fundamental y precioso para la entera sociedad, cuyo entramado más firme
se asienta sobre los valores que se despliegan en las relaciones familiares,
que encuentra su garantía en el matrimonio estable. El bien generado por el
matrimonio es básico para la misma Iglesia, que reconoce en la familia la
«Iglesia doméstica»[2]. Todo ello se ve comprometido con el abandono de la
institución matrimonial implícito en las uniones de hecho.
(3) Puede
suceder que alguien desee y realice un uso de la sexualidad distinto del
inscrito por Dios en la misma naturaleza humana y la finalidad específicamente
humana de sus actos. Contraría con ello el lenguaje interpersonal del amor y
compromete gravemente, con un objetivo desorden, el verdadero diálogo de vida
dispuesto por el Creador y Redentor del género humano. La doctrina de la
Iglesia Católica es bien conocida por la opinión pública, y no es aquí
necesario repetirla[3]. Es la dimensión social del problema la que requiere un
mayor esfuerzo de reflexión que permita advertir, especialmente por quienes
tienen responsabilidades públicas, la improcedencia de elevar estas situaciones
privadas a la categoría de interés público. Con el pretexto de regular un marco
de convivencia social y jurídica, se intenta justificar el reconocimiento
institucional de las uniones de hecho. De este modo, las uniones de hecho se
convierten en institución y se sancionan legislativamente derechos y deberes en
detrimento de la familia fundada en el matrimonio. Las uniones de hecho quedan
en un nivel jurídico similar al del matrimonio. Se califica públicamente de
«bien» dicha convivencia, elevándola a una condición similar, o incluso
equiparándola al matrimonio, en perjuicio de la verdad y de la justicia. Con
ello se contribuye de manera muy acusada al deterioro de esta institución
natural, completamente vital, básica y necesaria para todo el cuerpo social,
que es el matrimonio.
Elementos constitutivos de las
uniones de hecho
(4) No
todas las uniones de hecho tienen el mismo alcance social ni las mismas
motivaciones. A la hora de describir sus características positivas, más allá de
su rasgo común negativo, que consiste en postergar, ignorar o rechazar la unión
matrimonial, sobresalen ciertos elementos. Primeramente, el carácter puramente
fáctico de la relación. Conviene poner de manifiesto que suponen una
cohabitación acompañada de relación sexual (lo que las distingue de otros tipos
de convivencia) y de una relativa tendencia a la estabilidad (que las distingue
de las uniones de cohabitación esporádicas u ocasionales). Las uniones de hecho
no comportan derechos y deberes matrimoniales, ni pretenden una estabilidad
basada en el vínculo matrimonial. Es característica la firme reivindicación de
no haber asumido vínculo alguno. La inestabilidad constante debida a la
posibilidad de interrupción de la convivencia en común es, en consecuencia,
característica de las uniones de hecho. Hay también un cierto «compromiso», más
o menos explícito, de «fidelidad» recíproca, por así llamarla, mientras dure la
relación.
(5)
Algunas uniones de hecho son clara consecuencia de una decidida elección. La
unión de hecho «a prueba» es frecuente entre quienes tienen el proyecto de
casarse en el futuro, pero lo condicionan a la experiencia de una unión sin
vínculo matrimonial. Es una especie de «etapa condicionada» al matrimonio,
semejante al matrimonio «a prueba»[4], pero, a diferencia de éste, pretenden un
cierto reconocimiento social.
Otras
veces, las personas que conviven justifican esta elección por razones
económicas o para soslayar dificultades legales. Muchas veces, los verdaderos
motivos son más profundos. Frecuentemente, bajo esta clase de pretextos,
subyace una mentalidad que valora poco la sexualidad. Está influida, más o
menos, por el pragmatismo y el hedonismo, así como por una concepción del amor
desligada de la responsabilidad. Se rehuye el compromiso de estabilidad, las
responsabilidades, los derechos y deberes, que el verdadero amor conyugal lleva
consigo.
En otras
ocasiones, las uniones de hecho se establecen entre personas divorciadas
anteriormente. Son entonces una alternativa al matrimonio. Con la legislación
divorcista el matrimonio tiende, a menudo, a perder su identidad en la
conciencia personal. En este sentido hay que resaltar la desconfianza hacia la
institución matrimonial que nace a veces de la experiencia negativa de las
personas traumatizadas por un divorcio anterior, o por el divorcio de sus
padres. Este preocupante fenómeno comienza a ser socialmente relevante en los
países más desarrollados económicamente.
No es
raro que las personas que conviven en una unión de hecho manifiesten rechazar
explícitamente el matrimonio por motivos ideológicos. Se trata entonces de la
elección de una alternativa, un modo determinado de vivir la propia sexualidad.
El matrimonio es visto por estas personas como algo rechazable para ellos, algo
que se opone a la propia ideología, una «forma inaceptable de violentar el
bienestar personal» o incluso como «tumba del amor salvaje», expresiones estas
que denotan desconocimiento de la verdadera naturaleza del amor humano, de la
oblatividad, nobleza y belleza en la constancia y fidelidad de las relaciones
humanas.
(6) No
siempre las uniones de hecho son el resultado de una clara elección positiva; a
veces las personas que conviven en estas uniones manifiestan tolerar o soportar
esta situación. En ciertos países, el mayor número de uniones de hecho se debe
a una desafección al matrimonio, no por razones ideológicas, sino por falta de
una formación adecuada de la responsabilidad, que es producto de la situación
de pobreza y marginación del ambiente en el que se encuentran. La falta de
confianza en el matrimonio, sin embargo, puede deberse también a
condicionamientos familiares, especialmente en el Tercer Mundo. Un factor de
relieve, a tener en consideración, son las situaciones de injusticia, y las
estructuras de pecado. El predominio cultural de actitudes machistas o
racistas, confluye agravando mucho estas situaciones de dificultad.
En estos
casos no es raro encontrar uniones de hecho que contienen, incluso desde su
inicio, una voluntad de convivencia, en principio, auténtica, en la que los
convivientes se consideran unidos como si fueran marido y mujer, esforzándose
por cumplir obligaciones similares a las del matrimonio[5]. La pobreza,
resultado a menudo de desequilibrios en el orden económico mundial, y las
deficiencias educativas estructurales, representan para ellos graves obstáculos
en la formación de una verdadera familia.
En otros
lugares, es más frecuente la cohabitación (durante periodos más o menos
prolongados de tiempo) hasta la concepción o nacimiento del primer hijo. Estas
costumbres corresponden a prácticas ancestrales y tradicionales, especialmente
fuertes en ciertas regiones de África y Asia, ligadas al llamado «matrimonio
por etapas». Son prácticas en contraste con la dignidad humana, difíciles de
desarraigar, y que configuran una situación moral negativa, con una
problemática social característica y bien definida. Este tipo de uniones no
deben ser, sin más, identificadas con las uniones de hecho de las que aquí nos
ocupamos (que se configuran al margen de una antropología cultural de tipo
tradicional), y suponen todo un desafío para la inculturación de la fe en el
Tercer Milenio de la era cristiana.
La
complejidad y diversidad de la problemática de las uniones de hecho, se pone de
manifiesto al considerar, por ejemplo, que, en ocasiones su causa mas inmediata
puede corresponder a motivos asistenciales. Es el caso, por ejemplo, en los
sistemas más desarrollados, de personas de edad avanzada que establecen
relaciones solo de hecho por el miedo a que acceder al matrimonio les infiera
perjuicios fiscales, o la pérdida de las pensiones.
Los motivos personales y el
factor cultural
(7) Es
importante preguntarse por los motivos profundos por los que la cultura
contemporánea asiste a una crisis del matrimonio, tanto en su dimensión
religiosa como en aquella civil, y al intento de reconocimiento y equiparación
de las uniones de hecho. De este modo, situaciones inestables que se definen
más por aquello que de negativo tienen (la omisión del vínculo matrimonial),
que por lo que se caracterizan positivamente, aparecen situadas a un nivel similar
al matrimonio. Efectivamente todas aquellas situaciones se consolidan en
distintas formas de relación, pero todas ellas están en contraste con una
verdadera y plena donación recíproca, estable y reconocida socialmente. La
complejidad de los motivos de orden económico, sociológico y psicológico,
inscrita en un contexto de privatización del amor y de eliminación del carácter
institucional del matrimonio, sugiere la conveniencia de profundizar en la
perspectiva ideológica y cultural a partir de la cual se ha ido progresivamente
desarrollando y afirmando el fenómeno de las uniones de hecho, tal y como hoy
lo conocemos.
La
disminución progresiva del numero de matrimonios y de familias reconocidas en
tanto que tales por las leyes de diferentes Estados, el aumento del número de
parejas no casadas que conviven juntos en ciertos países, no puede ser
suficientemente explicado por un movimiento cultural aislado y espontáneo, sino
que responde a cambios históricos en las sociedades, en ese momento cultural
contemporáneo que algunos autores denominan «post-modernidad». Es cierto que la
menor incidencia del mundo agrícola, el desarrollo del sector terciario de la
economía, el aumento de la duración media de la vida, la inestabilidad del
empleo y de las relaciones personales, la reducción del número de miembros de
la familia que viven juntos bajo el mismo techo, la globalización de los
fenómenos sociales y económicos, han dado como resultado una mayor
inestabilidad de las familias y favorecido un ideal de familia menos numerosa.
Pero ¿es esto suficiente para explicar la situación contemporánea del
matrimonio? La institución matrimonial atraviesa una crisis menor donde las
tradiciones familiares son más fuertes.
(8)
Dentro de un proceso que podría denominarse, de gradual desestructuración
cultural y humana de la institución matrimonial, no debe ser minusvalorada la
difusión de cierta ideología de «gender». Ser hombre o mujer no estaría
determinado fundamentalmente por el sexo, sino por la cultura. Con ello se
atacan las mismas bases de la familia y de las relaciones inter-personales. Es
preciso hacer algunas consideraciones al respecto, debido a la importancia de
tal ideología en la cultura contemporánea, y su influjo en el fenómeno de las
uniones de hecho.
En la
dinámica integrativa de la personalidad humana un factor muy importante es el
de la identidad. La persona adquiere progresivamente durante la infancia y la
adolescencia conciencia de ser «sí mismo», adquiere conciencia de su identidad.
Esta conciencia de la propia identidad se integra en un proceso de
reconocimiento del propio ser y, consiguientemente, de la dimensión sexual del
propio ser. Es por tanto conciencia de identidad y diferencia. Los expertos
suelen distinguir entre identidad sexual (es decir, conciencia de identidad
psico-biológica del propio sexo, y de diferencia respecto al otro sexo) e
identidad genérica (es decir, conciencia de identidad psico-social y cultural
del papel que las personas de un determinado sexo desempeñan en la sociedad).
En un correcto y armónico proceso de integración, la identidad sexual y
genérica se complementan, puesto que las personas viven en sociedad de acuerdo
con los aspectos culturales correspondientes a su propio sexo. La categoría de
identidad genérica sexual («gender») es, por tanto, de orden psico-social y
cultural. Es correspondiente y armónica con la identidad sexual, de orden
psico-biológico, cuando la integración de la personalidad se realiza como
reconocimiento de la plenitud de la verdad interior de la persona, unidad de
alma y cuerpo.
Ahora
bien, a partir de la década 1960-1970, ciertas teorías (que hoy suelen ser
calificadas por los expertos como «construccionistas»), sostienen no sólo que
la identidad genérica sexual («gender») sea el producto de una interacción entre
la comunidad y el individuo, sino incluso que dicha identidad genérica sería
independiente de la identidad sexual personal, es decir, que los géneros
masculino y femenino de la sociedad serían el producto exclusivo de factores
sociales, sin relación con verdad ninguna de la dimensión sexual de la persona.
De este modo, cualquier actitud sexual resultaría justificable, incluida la
homosexualidad, y es la sociedad la que debería cambiar para incluir, junto al
masculino y el femenino, otros géneros, en el modo de configurar la vida
social[6]
La
ideología de «gender» ha encontrado en la antropología individualista del
neo-liberalismo radical un ambiente favorable[7]. La reivindicación de un
estatuto similar, tanto para el matrimonio como para las uniones de hecho
(incluso homosexuales) suele hoy día tratar de justificarse en base a
categorías y términos procedentes de la ideología de «gender»[8]. Así existe
una cierta tendencia a designar como «familia» todo tipo de uniones
consensuales, ignorando de este modo la natural inclinación de la libertad
humana a la donación recíproca, y sus características esenciales, que son la
base de ese bien común de la humanidad que es la institución matrimonial.
II — Familia fundada en el
matrimonio y uniones de hecho
Familia, vida y unión de hecho
(9)
Conviene comprender las diferencias sustanciales entre el matrimonio y las
uniones fácticas. Esta es la raíz de la diferencia entre la familia de origen
matrimonial y la comunidad que se origina en una unión de hecho. La comunidad
familiar surge del pacto de unión de los cónyuges. El matrimonio que surge de
este pacto de amor conyugal no es una creación del poder público, sino una
institución natural y originaria que lo precede. En las uniones de hecho, en
cambio, se pone en común el recíproco afecto, pero al mismo tiempo falta aquél
vínculo matrimonial de dimensión pública originaria, que fundamenta la familia.
Familia y vida forman una verdadera unidad que debe ser protegida por la
sociedad, puesto que es el núcleo vivo de la sucesión (procreación y educación)
de las generaciones humanas.
En las
sociedades abiertas y democráticas de hoy día, el Estado y los poderes públicos
no deben institucionalizar las uniones de hecho, atribuyéndoles de este modo un
estatuto similar al matrimonio y la familia. Tanto menos equipararlas a la
familia fundada en el matrimonio. Se trataría de un uso arbitrario del poder
que no contribuye al bien común, porque la naturaleza originaria del matrimonio
y de la familia precede y excede, absoluta y radicalmente, el poder soberano
del Estado. Una perspectiva serenamente alejada del talante arbitrario o
demagógico, invita a reflexionar muy seriamente, en el seno de las diferentes
comunidades políticas, acerca de las esenciales diferencias que median entre la
vital y necesaria aportación de la familia fundada en el matrimonio al bien
común y aquella otra realidad que se da en las meras convivencias afectivas. No
parece razonable sostener que las vitales funciones de las comunidades
familiares en cuyo núcleo se encuentra la institución matrimonial estable y
monogámica puedan ser desempeñadas de forma masiva, estable y permanente, por
las convivencias meramente afectivas. La familia fundada en el matrimonio debe
ser cuidadosamente protegida y promovida como factor esencial de existencia,
estabilidad y paz social, en una amplia visión de futuro del interés común de
la sociedad.
(10) La
igualdad ante la ley debe estar presidida por el principio de la justicia, lo
que significa tratar lo igual como igual, y lo diferente como diferente; es
decir, dar a cada uno lo que le es debido en justicia: principio de justicia
que se quebraría si se diera a las uniones de hecho un tratamiento jurídico
semejante o equivalente al que corresponde a la familia de fundación matrimonial.
Si la familia matrimonial y las uniones de hecho no son semejantes ni
equivalentes en sus deberes, funciones y servicios a la sociedad, no pueden ser
semejantes ni equivalentes en el estatuto jurídico.
El
pretexto aducido para presionar hacia el reconocimiento de las uniones de hecho
(es decir, su «no discriminación»), comporta una verdadera discriminación de la
familia matrimonial, puesto que se la considera a un nivel semejante al de
cualquier otra convivencia sin importar para nada que exista o no un compromiso
de fidelidad recíproca y de generación-educación de los hijos. La orientación
de algunas comunidades políticas actuales a discriminar el matrimonio
reconociendo a las uniones de hecho un estatuto institucional semejante o,
incluso equiparándolas al matrimonio y la familia, es un grave signo de
deterioro contemporáneo de la conciencia moral social, de «pensamiento débil»
ante el bien común, cuando no de una verdadera y propia imposición ideológica
ejercida por influyentes grupos de presión.
(11) Conviene
tener bien presente, en la misma línea de principios, la distinción entre
interés público e interés privado. En el primer caso, la sociedad y los poderes
públicos deben protegerlo e incentivarlo. En el segundo caso, el Estado debe
tan sólo garantizar la libertad. Donde el interés es público, interviene el
derecho público. Y lo que responde a intereses privados, debe ser remitido, por
el contrario, al ámbito privado. El matrimonio y la familia revisten un interés
público y son núcleo fundamental de la sociedad y del Estado, y como tal deben
ser reconocidos y protegidos. Dos o más personas pueden decidir vivir juntos,
con dimensión sexual o sin ella, pero esa convivencia o cohabitación no reviste
por ello interés público. Las autoridades públicas pueden no inmiscuirse en el
fenómeno privado de esta elección. Las uniones de hecho son consecuencia de
comportamientos privados y en este plano privado deberían permanecer. Su
reconocimiento público o equiparación al matrimonio, y la consiguiente
elevación de intereses privados a intereses públicos perjudica a la familia
fundada en el matrimonio. En el matrimonio un varón y una mujer constituyen
entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al
bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole. A diferencia de
las uniones de hecho, en el matrimonio se asumen compromisos y
responsabilidades pública y formalmente, relevantes para la sociedad y
exigibles en el ámbito jurídico.
Las uniones de hecho y el pacto
conyugal
Las personas
se pueden encontrar y hacer referencia a la condivisión de valores y exigencias
compartidos respecto al bien común en el diálogo. La referencia universal, el
criterio en este campo, no puede ser otro que el de la verdad sobre el bien
humano, objetiva, trascendente e igual para todos. Alcanzar esta verdad y
permanecer en ella es condición de libertad y de madurez personal, verdadera
meta de una convivencia social ordenada y fecunda. La atención exclusiva al
sujeto, al individuo y sus intenciones y elecciones, sin hacer referencia a una
dimensión social y objetiva de las mismas, orientada al bien común, es el
resultado de un individualismo arbitrario e inaceptable, ciego a los valores
objetivos, en contraste con la dignidad de la persona y nocivo al orden
social.«Es necesario, por tanto, promover una reflexión que ayude no sólo a los
creyentes, sino a todos los hombres de buena voluntad, a redescubrir el valor
del matrimonio y de la familia. En el Catecismo de la Iglesia Católica se puede
leer: La familia es la ‘célula original de la vida social’. Es la sociedad
natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en
el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el
seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad,
de la fraternidad en el seno de la sociedad[10]. La razón, si escucha la ley
moral inscrita en el corazón humano, puede llegar al redescubrimiento de la
familia. Comunidad fundada y vivificada por el amor[11], la familia saca su
fuerza de la alianza definitiva de amor con la que un hombre y una mujer se
entregan recíprocamente, convirtiéndose juntos en colaboradores de Dios en el
don de la vida»[12].
El
Concilio Vaticano II señala que el llamado amor libre («amore sic dicto
libero»)[13] constituye un factor disolvente y destructor del matrimonio, al
carecer del elemento constitutivo del amor conyugal, que se funda en el
consentimiento personal e irrevocable por el cual los esposos se dan y se
reciben mutuamente, dando origen así a un vínculo jurídico y a una unidad
sellada por una dimensión pública de justicia. Lo que el Concilio denomina como
amor «libre», y contrapone al verdadero amor conyugal, era entonces –y es
ahora– la semilla que engendra las uniones de hecho. Más adelante, con la
rapidez con que hoy se originan los cambios socio-culturales, ha hecho germinar
también los actuales proyectos de conferir estatuto público a esas uniones
fácticas.
(13) Como
cualquier otro problema humano, también el de las uniones de hecho debe ser
abordado desde una perspectiva racional, más precisamente, desde la «recta
razón»[14]. Con esta expresión de la ética clásica se subraya que la lectura de
la realidad y el juicio de la razón deben ser objetivos, libres de
condicionamientos tales como la emotividad desordenada, o la debilidad en la
consideración de situaciones penosas que inclinan a una superficial compasión,
o eventuales prejuicios ideológicos, presiones sociales o culturales,
condicionamientos de los grupos de presión o de los partidos políticos.
Ciertamente, el cristiano tiene una visión del matrimonio y la familia cuyo
fundamento antropológico y teológico está enraizado armónicamente en la verdad
que procede de la Palabra de Dios, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia[15].
Pero la misma luz de la fe enseña que la realidad del sacramento matrimonial no
es algo sucesivo y extrínseco, sólo un añadido externo «sacramental» al amor de
los cónyuges, sino que es la misma realidad natural del amor conyugal asumida
por Cristo como signo y medio de salvación en el orden de la Ley Nueva. El
problema de las uniones de hecho, consiguientemente, puede y debe ser afrontado
desde la recta razón. No es cuestión, primariamente, de fe cristiana, sino de
racionalidad. La tendencia a contraponer en este punto un «pensamiento
católico» confesional a un «pensamiento laico» es errónea[16].
III — Las uniones de hecho en el
conjunto de la sociedad
Dimensión social y política del
problema de la equiparación
(14)
Ciertos influjos culturales radicales (como la ideología del «gender» a la que
antes hemos hecho mención), tienen como consecuencia el deterioro de la
institución familiar. «Aún más preocupante es el ataque directo a la
institución familiar que se está desarrollando, tanto a nivel cultural como en
el político, legislativo y administrativo…Es clara la tendencia a equipar a la
familia otras formas de convivencia bien diversas, prescindiendo de
fundamentales consideraciones de orden ético y antropológico»[17]. Es
prioritaria, por tanto, la definición de la identidad propia de la familia. A
esta identidad pertenece el valor y la exigencia de estabilidad en la relación
matrimonial entre hombre y mujer, estabilidad que haya expresión y confirmación
en un horizonte de procreación y educación de los hijos, lo que resulta en
beneficio del entero tejido social. Dicha estabilidad matrimonial y familiar no
está sólo asentada en la buena voluntad de las personas concretas, sino que
reviste un carácter institucional de reconocimiento público, por parte del
Estado, de la elección de vida conyugal. El reconocimiento, protección y
promoción de dicha estabilidad redunda en el interés general, especialmente de
los más débiles, es decir, los hijos.
(15) Otro
riesgo en la consideración social del problema que nos ocupa es el de la
banalización. Algunos afirman que el reconocimiento y equiparación de las
uniones de hecho no debería preocupar excesivamente cuando el número de éstas
fuera relativamente escaso. Más bien debería concluirse, en este caso, lo
contrario, puesto que una consideración cuantitativa del problema debería
entonces conducir a poner en duda la conveniencia de plantear el problema de
las uniones de hecho como problema de primera magnitud, especialmente allí donde
apenas se presta una adecuada atención al grave problema (de presente y de
futuro) de la protección del matrimonio y la familia mediante adecuadas
políticas familiares, verdaderamente incidentes en la vida social. La
exaltación indiferenciada de la libertad de elección de los individuos, sin
referencia alguna a un orden de valores de relevancia social obedece a un
planteamiento completamente individualista y privatista del matrimonio y la
familia, ciego a su dimensión social objetiva. Hay que tener en cuenta que la
procreación es principio «genético» de la sociedad, y que la educación de los
hijos es lugar primario de transmisión y cultivo del tejido social, así como
núcleo esencial de su configuración estructural.
El reconocimiento y equiparación
de las uniones de hecho discrimina al matrimonio
(16) Con
el reconocimiento público de las uniones de hecho, se establece un marco
jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume obligaciones respecto a los
convivientes de las uniones de hecho, éstos no asumen para con la misma las
obligaciones esenciales propias del matrimonio. La equiparación agrava esta
situación puesto que privilegia a las uniones de hecho respecto de los
matrimonios, al eximir a las primeras de deberes esenciales para con la
sociedad. Se acepta de este modo una paradójica disociación que resulta en
perjuicio de la institución familiar. Respecto a los recientes intentos
legislativos de equiparar familia y uniones de hecho, incluso homosexuales
(conviene tener presente que su reconocimiento jurídico es el primer paso hacia
la equiparación), es preciso recordar a los parlamentarios su grave
responsabilidad de oponerse a ellos, puesto que «los legisladores, y en modo
particular los parlamentarios católicos, no podrían cooperar con su voto a esta
clase de legislación, que, por ir contra el bien común y la verdad del hombre,
sería propiamente inicua»[18]. Estas iniciativas legales presentan todas las
características de disconformidad con la ley natural que las hacen
incompatibles con la dignidad de ley. Tal y como dice San Agustín «Non videtur
esse lex, quae iusta non fuerit»[19]. Es preciso reconocer un fundamento último
del ordenamiento jurídico[20]. No se trata, por tanto, de pretender imponer un
determinado «modelo» de comportamiento al conjunto de la sociedad, sino de la
exigencia social del reconocimiento, por parte del ordenamiento legal, de la
imprescindible aportación de la familia fundada en el matrimonio al bien común.
Donde la familia está en crisis, la sociedad vacila.
(17) La
familia tiene derecho a ser protegida y promovida por la sociedad, como muchas
Constituciones vigentes en Estados de todo el mundo reconocen[21]. Es este un
reconocimiento, en justicia, de la función esencial que la familia fundada en
el matrimonio representa para la sociedad. A este derecho originario de la
familia corresponde un deber de la sociedad, no sólo moral, sino también civil.
El derecho de la familia fundada en el matrimonio a ser protegida y promovida
por la sociedad y el Estado debe ser reconocido por las leyes. Se trata de una
cuestión que afecta al bien común. Santo Tomás de Aquino con una nítida
argumentación, rechaza la idea de que la ley moral y la ley civil puedan
determinarse en oposición: son distintas, pero no opuestas, ambas se
distinguen, pero no se disocian, entre ellas no hay univocidad, pero tampoco
contradicción[22]. Como afirma Juan Pablo II, «Es importante que los que están
llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen la institución
matrimonial; en efecto, el matrimonio tiene una condición jurídica específica,
que reconoce derechos y deberes por parte de los esposos, de uno con respecto a
otro y de ambos en relación con los hijos, y el papel de las familias en la
sociedad, cuya perennidad aseguran, es primordial. La familia favorece la
socialización de los jóvenes y contribuye a atajar los fenómenos de violencia
mediante la transmisión de valores y mediante la experiencia de la fraternidad
y de la solidaridad, que permite vivir diariamente. En la búsqueda de
soluciones legítimas para la sociedad moderna, no se la puede poner al mismo
nivel de simples asociaciones o uniones, y éstas no pueden beneficiarse de los
derechos particulares vinculados exclusivamente a la protección del compromiso
matrimonial y de la familia, fundada en el matrimonio, como comunidad de vida y
amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos abierta a la
vida»[23]
(18)
Cuantos se ocupan en política deberían ser conscientes de la seriedad del
problema. La acción política actual tiende en Occidente, con cierta frecuencia,
a privilegiar en general los aspectos pragmáticos y la llamada «política de
equilibrios» sobre cosas muy concretas sin entrar en la discusión de los
principios que puedan comprometer difíciles y precarios compromisos entre
partidos, alianzas o coaliciones. Pero dichos equilibrios ¿no deberían, más
bien, estar fundados en base a claridad de los principios, fidelidad a los
valores esenciales, nitidez en los postulados fundamentales? «Si no existe
ninguna verdad última que guía y orienta la acción política, entonces las ideas
y las convicciones pueden ser fácilmente instrumentalizadas con fines de poder.
Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo
abierto o sutil, como la historia lo demuestra»[24]. La función legislativa
corresponde a la responsabilidad política; en este sentido, es propio del
político velar (no sólo a nivel de principios sino también de aplicaciones)
para evitar un deterioro, de graves consecuencias presentes y futuras, de la relación
ley moral-ley civil y la defensa del valor educativo-cultural del ordenamiento
jurídico[25]. El modo más eficaz de velar por el interés público no consiste en
la cesión demagógica a grupos de presión que promueven las uniones de hecho,
sino la promoción enérgica y sistemática de políticas familiares orgánicas, y
que entiendan la familia fundada en el matrimonio como el centro y motor de la
política social, y que cubran el extenso ámbito de los derechos de la
familia[26]. A este aspecto la Santa Sede ha dedicado espacio en la Carta de
los Derechos de la Familia[27], superando una concepción meramente
asistencialista del Estado.
Presupuestos antropológicos de la
diferencia entre el matrimonio y las “uniones de hecho”
(19) El
matrimonio, en consecuencia, se asienta sobre unos presupuestos antropológicos
definidos, que lo distinguen de otros tipos de unión, y que —superando el mero
ámbito del obrar, de lo «fáctico»— lo enraízan en el mismo ser de la persona de
la mujer o del varón.
Entre
estos presupuestos, se encuentra: la igualdad de mujer y varón, pues «ambos son
personas igualmente»[28] (si bien lo son de modo diverso); el carácter
complementario de ambos sexos[29] del que nace la natural inclinación entre
ellos impulsada por la tendencia a la generación de los hijos; la posibilidad
de un amor al otro precisamente en cuanto sexualmente diverso y complementario,
de modo que «este amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción
propia del matrimonio»[30]; la posibilidad —por parte de la libertad— de
establecer una relación estable y definitiva, es decir, debida en justicia[31];
y, finalmente, la dimensión social de la condición conyugal y familiar, que
constituye el primer ámbito de educación y apertura a la sociedad a través de
las relaciones de parentesco (que contribuyen a la configuración de la
identidad de la persona humana)[32].
(20) Si
se acepta la posibilidad de un amor especifico entre varón y mujer, es obvio
que tal amor inclina (de por si) a una intimidad, a una determinada
exclusividad, a la generación de la prole y a un proyecto común de vida: cuando
se quiere eso, y se quiere de modo que se le otorga al otro la capacidad de
exigirlo, se produce la real entrega y aceptación de mujer y varón que
constituye la comunión conyugal. Hay una donación y aceptación recíproca de la
persona humana en la comunión conyugal . «Por tanto, el amor coniugalis no es
sólo ni sobre todo sentimiento; por el contrario es esencialmente un compromiso
con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad.
Exactamente eso califica dicho amor, transformándolo en coniugalis. Una vez
dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se
convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter»[33]. A esto, en la
tradición histórica cristiana de occidente, se le llama matrimonio.
(21) Por
tanto se trata de un proyecto común estable que nace de la entrega libre y
total del amor conyugal fecundo como algo debido en justicia. La dimensión de
justicia, puesto que se funda una institución social originaria (y originante
de la sociedad), es inherente a la conyugalidad misma: «Son libres de celebrar
el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente
libre; pero, en el momento en que realizan este acto, instauran un estado
personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor
jurídico»[34]. Pueden existir otros modos de vivir la sexualidad —aun contra
las tendencias naturales—, otras formas de convivencia en común, otras
relaciones de amistad —basadas o no en la diferenciación sexual—, otros medios
para traer hijos al mundo. Pero la familia de fundación matrimonial tiene como
específico que es la única institución que aúna y reúne todos los elementos
citados, de modo originario y simultáneo.
(22) Resulta,
en consecuencia, necesario subrayar la gravedad y el carácter insustituible de
ciertos principios antropológicos sobre la relación hombre-mujer, que son
fundamentales para la convivencia humana, y mucho más para la salvaguardia de
la dignidad de todas las personas. El núcleo central y el elemento esencial de
esos principios es el amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero
distintas y complementarias en su sexualidad. Es el ser del matrimonio como
realidad natural y humana el que está en juego, y es el bien de toda la
sociedad el que está en discusión. «Como todos saben, hoy no sólo se ponen en
tela de juicio las propiedades y finalidades del matrimonio, sino también el
valor y la utilidad misma de esta institución. Aun excluyendo generalizaciones
indebidas, no es posible ignorar, a este respecto, el fenómeno creciente de las
simples uniones de hecho (cf. Familiaris consortio, n. 81), y las insistentes
campañas de opinión encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones
incluso entre personas del mismo sexo»[35].
Se trata
de un principio básico: un amor, para que sea amor conyugal verdadero y libre,
debe ser transformado en un amor debido en justicia, mediante el acto libre del
consentimiento matrimonial. «A la luz de esos principios —concluye el Papa—
puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una
mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio,
en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente
jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el
principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su
duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad»[36].
En
efecto, el matrimonio —fundante de la familia— no es una «forma de vivir la
sexualidad en pareja»: si fuera simplemente esto, se trataría de una forma más
entre las varias posibles[37]. Tampoco es simplemente la expresión de un amor
sentimental entre dos personas: esta característica se da habitualmente en todo
amor de amistad. El matrimonio es más que eso: es una unión entre mujer y
varón, precisamente en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y
femenino. Tal unión sólo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de
los contrayentes, pero su contenido específico viene determinado por la
estructura del ser humano, mujer y varón: recíproca entrega y transmisión de la
vida. A este don de sí en toda la dimensión complementaria de mujer y varón con
la voluntad de deberse en justicia al otro, se le llama conyugalidad, y los
contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: «esta comunión conyugal hunde
sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se
alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su
proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto
y el signo de una exigencia profundamente humana»[38].
Mayor gravedad de la equiparación
del matrimonio a las relaciones homosexuales
(26) De
una parte, la dignidad de la persona humana exige que su origen provenga de los
padres unidos en matrimonio; de la unión íntima, íntegra, mutua y permanente
—debida— que proviene del ser esposos. Se trata, por tanto, de un bien para los
hijos. Este origen es el único que salvaguarda adecuadamente el principio de
identidad de los hijos, no sólo desde la perspectiva genética o biológica, sino
también desde la perspectiva biográfica o histórica[54]. Por otra parte, el
matrimonio constituye el ámbito de por sí más humano y humanizador para la
acogida de los hijos: aquel que más fácilmente presta una seguridad afectiva,
aquel que garantiza mayor unidad y continuidad en el proceso de integración
social y de educación. «La unión entre madre y concebido y la función
insustituible del padre requieren que el hijo sea acogido en una familia que le
garantice, posiblemente, la presencia de ambos padres. La contribución
específica ofrecida por ellos a la familia, y a través de ella, a la sociedad,
es digna de gran consideración»[55]. Por lo demás, la secuencia continuada
entre conyugalidad, maternidad/paternidad, y parentesco (filiación,
fraternidad, etc.), evita muchos y serios problemas a la sociedad que aparecen
precisamente cuando se rompe la concatenación de los diversos elementos de modo
que cada uno de ellos viene a actuar con independencia de los demás[56].
(27)
También para los demás miembros de la familia la unión matrimonial como
realidad social aporta un bien. En efecto, en el seno de la familia nacida de un
vínculo conyugal, no sólo las nuevas generaciones son acogidas y aprenden a
cooperar con lo que les es propio, sino que también las generaciones anteriores
(abuelos) tienen la oportunidad de contribuir al enriquecimiento común: aportar
las propias experiencias, sentir una vez mas la validez de su servicio,
confirmar su dignidad plena de personas siendo valoradas y amadas por sí
mismas, y aceptadas en un diálogo intergeneracional tantas veces fecundo. En
efecto, «la familia es el lugar donde se encuentran diferentes generaciones y
donde se ayudan mutuamente a crecer en sabiduría humana y a armonizar los
derechos individuales con las demás exigencias de la vida social»[57]. A la
vez, las personas de la tercera edad pueden mirar con confianza y seguridad el futuro
porque se saben rodeadas y atendidas por aquellos a quienes han atendido
durante largos años. Por lo demás, es conocido que, cuando la familia vive
realmente como tal, la calidad en la atención a las personas ancianas no puede
ser suplida —al menos en determinados aspectos— por la atención prestada desde
instituciones ajenas a su ámbito, aunque sea esmerada y cuente con avanzados
medios técnicos[58].
(28) Se
pueden considerar también otros bienes para el conjunto de la sociedad,
derivados de la comunión conyugal como esencia del matrimonio y origen de la
familia. Por ejemplo, el principio de identificación del ciudadano, el
principio del carácter unitario del parentesco —que constituye las relaciones
originarias de la vida en sociedad— así como su estabilidad; el principio de
transmisión de bienes y valores culturales; el principio de subsidiariedad:
pues la desaparición de la familia obligaría al Estado a la carga de
sustituirla en tareas que le son propias por naturaleza; el principio de
economía también en materia procesal: pues donde se rompe la familia el Estado
debe multiplicar su intervencionismo para resolver directamente problemas que
deberían mantenerse y solucionarse en el ámbito privado, con elevados costes
traumáticos y también económicos. En resumen, además de lo expuesto hay que
recordar que «la familia constituye, más que una unidad jurídica, social y
económica, una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la
enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales,
espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de sus
propios miembros y de la sociedad»[59] Por lo demás, la desmembración de la
familia, lejos de contribuir a una esfera mayor de libertad, dejaría al
individuo cada vez más inerme e indefenso ante el poder del Estado, y lo
empobrecería al exigir una progresiva complejidad jurídica.
La sociedad y el Estado deben
proteger y promover la familia fundada en el matrimonio
(29) En
definitiva, la promoción humana, social y material de la familia fundada en el
matrimonio y la protección jurídica de los elementos que la componen en su
carácter unitario, no sólo es un bien para los componentes de la familia
individualmente considerados, sino para la estructura y el funcionamiento
adecuado de las relaciones interpersonales, de los equilibrios de poderes, de
las garantías de libertad, de los intereses educativos, de la personalización
de los ciudadanos y de la distribución de funciones entre las diversas
instituciones sociales: «el papel de la familia en la edificación de la cultura
de la vida es determinante e insustituible»[60]. No podemos olvidar que si la
crisis de la familia ha sido en determinadas ocasiones y aspectos la causante
de un mayor intervencionismo estatal en su ámbito propio, también es cierto que
en muchas otras ocasiones y aspectos ha sido la iniciativa de los legisladores
la que ha facilitado o promovido las dificultades y rupturas de no pocos
matrimonios y familias. «La experiencia de diferentes culturas a través de la
historia ha mostrado la necesidad que tiene la sociedad de reconocer y defender
la institución de la familia (…) La sociedad, y de modo particular el Estado y
las Organizaciones Internacionales, deben proteger la familia con medidas de
carácter político, económico, social y jurídico, que contribuyan a consolidar
la unidad y la estabilidad de la familia para que pueda cumplir su función
específica»[61]
Hoy más
que nunca se hace necesaria —para la familia, y para la sociedad misma— una
atención adecuada a los problemas actuales del matrimonio y la familia, un
respeto exquisito de la libertad que le corresponde, una legislación que
proteja sus elementos esenciales y que no grabe las decisiones libres: respecto
a un trabajo de la mujer no compatible con su situación de esposa y madre[62],
respecto a una “cultura del éxito” que no permite a quien trabaja hacer
compatible su competencia profesional con la dedicación a su familia[63],
respecto a la decisión de tener los hijos que en su conciencia asuman los
cónyuges[64], respecto a la protección del carácter permanente al que
legítimamente aspiran las parejas casadas[65], respecto a la libertad religiosa
y a la dignidad e igualdad de derechos[66] respecto a los principios y
ejecución de la educación querida para los hijos[67], respecto a al tratamiento
fiscal y a otras normas de tipo patrimonial (sucesiones, vivienda, etc.),
respecto al tratamiento de su autonomía legítima y al respeto y fomento de su
iniciativa en el ámbito social y político, especialmente en lo referente a la
propia familia[68]. De ahí la necesidad social de distinguir fenómenos
diferentes en sí mismos, en su aspecto legal, y en su aportación al bien común,
y de tratarlos adecuadamente como distintos. «El valor institucional del
matrimonio debe ser reconocido por las autoridades públicas; la situación de
las parejas no casadas no debe ponerse al mismo nivel que el matrimonio
debidamente contraído»[69].
V — Matrimonio cristiano y unión
de hecho
Matrimonio cristiano y pluralismo
social
Cuando se
produce esta desvinculación entre libertad y verdad, «desaparece toda
referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social
se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es
pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales,
el de la vida»[71]. Se trata también de un aviso ciertamente aplicable a la
realidad del matrimonio y la familia, única fuente y cauce plenamente humano de
la realización de ese primer derecho. Esto sucede cuando se acepta «una
corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la
capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la
familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra
los demás, en orden al propio bienestar egoísta»[72]
(31)
Asimismo, la comunidad cristiana ha vivido desde el principio la constitución
del matrimonio cristiano como signo real de la unión de Cristo con la Iglesia.
El matrimonio ha sido elevado por Jesucristo a evento salvífico en el nuevo
orden instaurado en la economía de la Redención, es decir, el matrimonio es
sacramento de la nueva Alianza[73], aspecto esencial para comprender el
contenido y alcance del consorcio matrimonial entre los bautizados. El Magisterio
de la Iglesia ha señalado también con claridad que «el sacramento del
matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento de
una realidad que existe ya en la economía de la Creación; ser el mismo pacto
conyugal instituido por el Creador al principio»[74].
En el
contexto de una sociedad frecuentemente descristianizada y alejada de los
valores de la verdad de la persona humana, interesa ahora subrayar precisamente
el contenido de esa «alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer
constituyen un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural
al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole»[75], tal
como fue instituido por Dios «desde el principio»[76], en el orden natural de
la Creación. Es conveniente una serena reflexión no sólo a los fieles
creyentes, sino también a quienes están ahora alejados de la práctica
religiosa, carecen de la fe, o sostienen creencias de diversa índole: a toda
persona humana, en cuanto mujer y varón, miembros de una comunidad civil, y
responsables del bien común. Conviene recordar la naturaleza de la familia de
origen matrimonial, su carácter ontológico, y no solamente histórico y
coyuntural, por encima de los cambios de tiempos, lugares y culturas, y la
dimensión de justicia que surge de su propio ser.
El proceso de secularización de
la familia en Occidente
(32) En
los comienzos del proceso de secularización de la institución matrimonial, lo
primero y casi único que se secularizó fueron las nupcias o formas de
celebración del matrimonio, al menos en los países occidentales de raíces
católicas. Pervivieron, no obstante, tanto en la conciencia popular, como en
los ordenamientos seculares, durante un cierto tiempo, los principios básicos
del matrimonio, tales como el valor precioso de la indisolubilidad matrimonial,
y, especialmente, de la indisolubilidad absoluta del matrimonio sacramental,
rato y consumado, entre bautizados[77]. La introducción generalizada en los
ordenamientos legislativos de lo que el Concilio Vaticano II denomina «la
epidemia del divorcio», dio origen a un progresivo oscurecimiento en la conciencia
social, sobre el valor de aquello que constituyó durante siglos una gran
conquista de la humanidad. La Iglesia primitiva logró, no ya sacralizar o
cristianizar la concepción romana del matrimonio, sino devolver esta
institución a sus orígenes creacionales, de acuerdo con la explícita voluntad
de Jesucristo. Es cierto que en la conciencia de aquella Iglesia primitiva se
percibía ya con claridad que el ser natural del matrimonio estaba ya concebido
en su origen por Dios Creador para ser signo del amor de Dios a su pueblo, y
una vez llegada la plenitud de los tiempos, del amor de Cristo a su Iglesia.
Pero lo primero que hace la Iglesia, guiada por el Evangelio y por las
explícitas enseñanzas de Cristo su Señor, es reconducir el matrimonio a sus
principios, consciente de que «el mismo Dios es el autor del matrimonio, al que
ha dotado con bienes y fines varios»[78]. Era bien consciente además de que la
importancia de esa institución natural «es muy grande para la continuación del
género humano, para el bienestar personal de cada miembro de la familia y su
suerte eterna, para la dignidad, estabilidad paz y prosperidad de la misma
familia y de toda la sociedad humana…»[79]. Quienes se casan según las
formalidades establecidas (por la Iglesia y el Estado, según los casos), pueden
y quieren, ordinariamente, contraer un verdadero matrimonio; la tendencia a la
unión conyugal es connatural a la persona humana, y en esta decisión se basa el
aspecto jurídico del pacto conyugal y el nacimiento de un verdadero vínculo conyugal.
El matrimonio, institución del
amor conyugal, ante otro tipo de uniones
(34) Por
lo que respecta a los primeros, se habla con frecuencia del amor como base del
matrimonio y de éste como de una comunidad de vida y de amor, pero no siempre
se afirma de manera clara su verdadera condición de institución conyugal, al no
incorporar la dimensión de justicia propia del consenso. El matrimonio es
institución. No advertir esta deficiencia, suele generar un grave equívoco
entre el matrimonio cristiano y las uniones de hecho: también los convivientes
en uniones de hecho pueden decir que están fundados en el «amor» (pero un
“amor” calificado por el Concilio Vaticano II como «sic dicto libero»), y que
constituyen una comunidad de vida y amor, pero sustancialmente diversa a la
«communitas vitae et amoris coniugalis» del matrimonio[81].
(35) En
relación a los principios básicos respecto a la sacramentalidad del matrimonio,
la cuestión es más compleja, porque los pastores de la Iglesia deben considerar
la inmensa riqueza de gracia que dimana del ser sacramental del matrimonio
cristiano y su influjo en las relaciones familiares derivadas del matrimonio.
Dios ha querido que el pacto conyugal del principio, el matrimonio de la
Creación, sea signo permanente de la unión de Cristo con la Iglesia, y sea por
ello verdadero sacramento de la Nueva Alianza. El problema reside en comprender
adecuadamente que esa sacramentalidad no es algo sobreañadido o extrínseco al
ser natural del matrimonio, sino que es el mismo matrimonio querido indisoluble
por el Creador, el que es elevado a sacramento por la acción redentora de
Cristo, sin que ello suponga ninguna «desnaturalización» de la realidad. Por no
entenderse adecuadamente la peculiaridad de este sacramento respecto a los
otros, pueden surgir malos entendimientos que oscurecen la noción de matrimonio
sacramental. Esto tiene una incidencia especial en la preparación para el
matrimonio: los loables esfuerzos en preparar a los novios para la celebración
del sacramento, pueden desvanecerse sin una comprensión clara de lo que es el
matrimonio absolutamente indisoluble que van a contraer. Los bautizados no se
presentan ante la Iglesia sólo para celebrar una fiesta mediante unos ritos
especiales, sino para contraer un matrimonio para toda la vida, que es un
sacramento de la Nueva Alianza. Por este sacramento participan en el misterio
de la unión de Cristo y la Iglesia, y expresan su unión íntima e
indisoluble[82].
VI — Guías cristianas de
orientación
Planteamiento básico del
problema: “al principio no fue así”
(36) La
comunidad cristiana se ve interpelada por el fenómeno de las uniones de hecho.
Las uniones sin vínculo institucional legal —ni civil ni religioso—,
constituyen ya un fenómeno cada vez más frecuente al que tiene que prestar
atención la acción pastoral de la Iglesia[83]. No sólo mediante la razón, sino
también, y sobre todo, mediante el «esplendor de la verdad» que le ha sido
donado mediante la fe, el creyente es capaz de llamar las cosas con su propio
nombre: el bien, bien, y el mal, mal. En el contexto actual, fuertemente
relativista e inclinado a disolver toda diferencia —incluso aquellas que son
esenciales— entre matrimonio y uniones de hecho, son precisas la mayor
sabiduría y la libertad más valiente a la hora de no prestarse a equívocos ni a
compromisos, con la convicción de que la «crisis más peligrosa que puede
afligir al hombre» es «la confusión entre el bien y el mal, que hace imposible
construir y conservar el orden moral de los individuos y las comunidades»[84].
A la hora de efectuar una reflexión específicamente cristiana de los signos de
los tiempos ante el aparente oscurecimiento, en el corazón de algunos de
nuestros contemporáneos, de la verdad profunda del amor humano, conviene
acercarse a las aguas puras del Evangelio.
(37) «Y
se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: ‘¿puede
uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?’ El respondió ‘¿No habéis
leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra y que dijo:
Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los
dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos sino una sola carne.
Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre’. Dícenle: ‘Pues ¿por qué
Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?’ Díceles: ‘Moisés,
teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a
vuestras mujeres; pero al principio no fue así’» (Mt 19, 3-8). Son bien
conocidas estas palabras del Señor, así como la reacción de los discípulos: «Si
tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae en cuenta casarse»
(Mt 19, 10). Esta reacción se enmarca, ciertamente, en la mentalidad entonces
dominante, una mentalidad en ruptura con el plan originario del Creador[85]. La
concesión de Moisés traduce la presencia del pecado, que adopta la forma de una
«duritia cordis». Hoy, quizás más que en otros tiempos, es preciso tener en
cuenta este obstáculo de la inteligencia, endurecimiento de la voluntad, fijación
de las pasiones, que es la raíz escondida de muchos de los factores de
fragilidad que influyen en la difusión presente de las uniones de hecho.
Uniones de hecho, factores de
fragilidad y gracia sacramental
(39) Es
necesario distinguir diversos elementos, entre estos factores de fragilidad que
dan origen a esas uniones de hecho, caracterizadas por el amor llamado «libre»,
que omite o excluye la vinculación propia y característica del amor conyugal.
Además, es preciso, como decíamos antes, distinguir las uniones de hecho a las
que algunos se consideran como obligados por difíciles situaciones y aquellas
otras buscadas en sí mismas con «una actitud de desprecio, contestación o
rechazo de la sociedad, de la institución familiar, de la organización socio-política
o de la mera búsqueda del placer»[91]. Hay que considerar también a quienes son
empujados a las uniones de hecho «por la extrema ignorancia y pobreza, a veces
por condicionamientos debidos a situaciones de verdadera injusticia, o también
por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la incertidumbre o el
temor de ligarse con un vínculo estable y definitivo»[92].
El
discernimiento ético, la acción pastoral, y el compromiso cristiano con las
realidades políticas, deberán tener en cuenta, por consiguiente, la
multiplicidad de realidades que se encuentran bajo el término común «uniones de
hecho», de las que antes hemos hecho mención[93]. Cualesquiera que sean las
causas que las originan esas uniones comportan «serios problemas pastorales,
por las graves consecuencias religiosas y morales que de ahí se derivan
(pérdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de
Dios con su Pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo),
así como también por las consecuencias sociales (destrucción del concepto de
familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la sociedad,
posibles traumas psicológicos en los hijos y reafirmación del egoísmo)»[94]. La
Iglesia se muestra, por tanto, sensible a la proliferación de esos fenómenos de
uniones no matrimoniales, debido a la dimensión moral y pastoral del problema.
Testimonio del matrimonio
cristiano
(40) Los
esfuerzos por obtener una legislación favorable de las uniones de hecho en
muchísimos países de antigua tradición cristiana crea no poco preocupación
entre pastores y fieles. Podría parecer que muchas veces no se sabe qué
respuesta dar a este fenómeno y la reacción es meramente defensiva, pudiendo
darse la impresión de que la Iglesia simplemente quiere mantener el statu quo,
como si la familia matrimonial fuera simplemente el modelo cultural (un modelo
«tradicional») de la Iglesia que se quiere conservar a pesar de las grandes
transformaciones de nuestra época.
Ante
ello, es preciso profundizar en los aspectos positivos del amor conyugal de
modo que sea posible volver a inculturar la verdad del Evangelio, de modo
análogo a como lo hicieron los cristianos de los primeros siglos de nuestra
era. El sujeto privilegiado de esta nueva evangelización de la familia son las
familias cristianas, porque son ellas, sujetos de evangelización, las primeras
evangelizadoras de la «buena noticia» del «amor hermoso»[95] no sólo con su
palabra sino, sobre todo, con su testimonio personal. Es urgente redescubrir el
valor social de la maravilla del amor conyugal, puesto que el fenómeno de las
uniones de hecho no está al margen de los factores ideológicos que la
oscurecen, y que corresponden a una concepción errada de la sexualidad humana y
de la relación hombre-mujer. De aquí la trascendental importancia de la vida de
gracia en Cristo de los matrimonios cristianos: «También la familia cristiana
está inserta en la Iglesia, pueblo sacerdotal, mediante el sacramento del
matrimonio, en el cual está enraizada y de la que se alimenta, es vivificada
continuamente por el Señor y es llamada e invitada al diálogo con Dios mediante
la vida sacramental, el ofrecimiento de la propia vida y la oración. Este es el
cometido sacerdotal que la familia cristiana puede y debe ejercer en íntima
comunión con toda la Iglesia, a través de las realidades cotidianas de la vida
conyugal y familiar. De esta manera la familia cristiana es llamada a
santificarse y santificar a la comunidad eclesial y al mundo»[96]
(41) La
presencia misma de los matrimonios cristianos en los múltiples ambientes de la
sociedad es un modo privilegiado de mostrar al hombre contemporáneo (en buena
medida destruido en su subjetividad, exhausto en una vana búsqueda de un amor
«libre», opuesto al verdadero amor conyugal, mediante una multitud de
experiencias fragmentadas) la real posibilidad de reencuentro del ser humano
consigo mismo, de ayudarle a comprender la realidad de una subjetividad
plenamente realizada en el matrimonio en Cristo Señor. Solo en esta especie de
«choque» con la realidad, puede hacer emerger, en el corazón, la nostalgia de
una patria de la cual toda persona custodia un recuerdo imborrable. A los
hombres y mujeres desengañados, que se preguntan a sí mismos cínicamente:
«¿puede venir algo bueno del corazón humano?» es preciso poder responderles:
«venid y ved nuestro matrimonio, nuestra familia». Este puede ser un punto
decisivo de partida, testimonio real con que la comunidad cristiana, con la
gracia de Dios, manifiesta la misericordia de Dios para con los hombres. Puede
constatarse como sumamente positiva, en muchos ambientes, la muy considerable
influencia ejercida por parte de los fieles cristianos. En razón de una
consciente elección de fe y vida, resultan, en medio de sus contemporáneos,
como el fermento en la masa, como la luz en medio a las tinieblas. La atención
pastoral en su preparación al matrimonio y la familia, y su acompañamiento en
la vida matrimonial y familiar es de fundamental importancia para la vida de la
Iglesia y del mundo[97].
Adecuada preparación al matrimonio
(43) «La
preparación al matrimonio, a la vida conyugal y familiar, es de gran
importancia para el bien de la Iglesia. Efectivamente, el sacramento del
matrimonio tiene un gran valor para toda la comunidad cristiana y, en primer
lugar, para los esposos, cuya decisión es de tal importancia, que no se puede
dejar a la improvisación o a elecciones apresuradas. En otras épocas, esta
preparación podía contar con el apoyo de la sociedad, la cual reconocía los
valores y los beneficios del matrimonio. La Iglesia, sin dificultades o dudas,
tutelaba su santidad, consciente del hecho de que el sacramento del matrimonio
representaba una garantía eclesial, como célula vital del Pueblo de Dios. El
apoyo de la Iglesia era, al menos en las comunidades realmente evangelizadas,
firme, unitario y compacto. Eran raras, en general, las separaciones y los
fracasos matrimoniales y el divorcio era considerado como una ‘plaga’ social
(cfr. GS
47). Hoy,
en cambio, en no pocos casos, se asiste a una acentuada descomposición de la
familia y a una cierta corrupción de los valores del matrimonio. En muchas
naciones, sobre todo económicamente desarrolladas, el índice de nupcialidad se
ha reducido. Se suele contraer matrimonio en una edad más avanzada y aumenta el
número de divorcios y separaciones, también en los primeros años de la vida
conyugal. Todo ello lleva inevitablemente a una inquietud pastoral, muchas
veces recordada: quien contrae el matrimonio, ¿está realmente preparado para
ello? El problema de la preparación para el sacramento del matrimonio y para la
vida conyugal, surge como una gran necesidad pastoral, ante todo por el bien de
los esposos, para toda la comunidad cristiana y para la sociedad. Por ello
aumentan en todas partes el interés y las iniciativas para dar respuestas
adecuadas y oportunas a la preparación al sacramento del matrimonio»[98]
(44) En
la actualidad el problema no se reduce tanto como en otros tiempos a que los
jóvenes llegan impreparados al matrimonio. Debido en parte a una visión
antropológica pesimista, desestructurante, disolvente de la subjetividad,
muchos de ellos incluso ponen en duda la posibilidad misma de una donación real
en el matrimonio que dé origen a un vínculo fiel, fecundo e indisoluble. Fruto
de esta visión es, en algunos casos, el rechazo de la institución matrimonial
como una realidad ilusoria, a la que sólo podrían acceder personas con una
preparación especialísima. De aquí la importancia de una educación cristiana en
una noción recta y realista de la libertad en relación al matrimonio, como
capacidad de escoger y encaminarse a ese bien que es la donación matrimonial.
Catequesis familiar
(45) En
este sentido, es muy importante la acción de prevención mediante la catequesis
familiar. El testimonio de las familias cristianas es insustituible, tanto con
los propios hijos como en medio a la sociedad en la que viven: no son sólo los
pastores quienes deben defender a la familia, sino las mismas familias que
deben exigir el respeto de sus derechos y de su identidad. Debe hoy subrayarse
el importante lugar que en la pastoral familiar representan las catequesis
familiares, en las que de modo orgánico, completo y sistemático se afronten las
realidades familiares y, sometidas al criterio de la fe, esclarecidas con la
Palabra de Dios interpretada eclesialmente en fidelidad al Magisterio de la
Iglesia por pastores legítimos y competentes que contribuyan verdaderamente, en
un proceso catequético, a la profundización de la verdad salvífica sobre el
hombre. Se debe hacer un esfuerzo para mostrar la racionalidad y la
credibilidad del Evangelio sobre el matrimonio y la familia, reestructurando el
sistema educativo de la Iglesia[99]. Así, la explicación del matrimonio y la
familia a partir de una visión antropológica correcta no deja de causar sorpresa
entre los mismos cristianos, que descubren que no es una cuestión sólo de fe, y
que encuentran razones para confirmarse en ella y para actuar, dando testimonio
personal de vida y desarrollando una misión apostólica específicamente laical.
Medios de comunicación
(46) En
nuestros días, la crisis de los valores familiares y de la noción de familia en
los ordenamientos estatales y en los medios de transmisión de la cultura
—prensa, televisión, internet, cine, etc.— hace necesario un especial esfuerzo
de presencia de los valores familiares en los medios de comunicación. Se
considere, por ejemplo, la gran influencia de estos medios en la pérdida de
sensibilidad social ante situaciones como el adulterio, el divorcio, o las
mismas uniones de hecho, así como la perniciosa deformación, en muchos casos,
en los «valores» (o mejor «disvalores») que dichos medios presentan, a veces,
como propuestas normales de vida. Además hay que tener en cuenta que, en
ciertas ocasiones y pese a la meritoria contribución de los cristianos
comprometidos que colaboran en estos medios, ciertos programas y series
televisivas, por ejemplo, no sólo no contribuyen a la formación religiosa, sino
más bien a la desinformación y al incremento de la ignorancia religiosa. Estos
factores, pese a no encontrarse entre los elementos fundamentales de la
conformación de una cultura, influyen, en una medida no irrelevante, entre
aquellos elementos sociológicos a tener en cuenta en una pastoral inspirada en
criterios realistas.
Compromiso social
(50) La
sabiduría de los pueblos ha sabido reconocer sustancialmente, a lo largo de los
siglos, aunque con limitaciones, el ser y la misión fundamental e insustituible
de la familia fundada en el matrimonio. La familia es un bien necesario e
imprescindible para toda sociedad, que tiene un verdadero y propio derecho, en
justicia, a ser reconocida, protegida y promovida por el conjunto de la
sociedad. Es este conjunto el que resulta dañado, cuando se vulnera, de uno u
otro modo, este bien precioso y necesario de la humanidad. Ante el fenómeno
social de las uniones de hecho, y la postergación del amor conyugal que
comporta es la sociedad misma quien no puede quedar indiferente. La mera y
simple cancelación del problema mediante la falsa solución de su
reconocimiento, situándolas a un nivel público semejante, o incluso
equiparándolas a las familias fundadas en el matrimonio, además de resultar en
perjuicio comparativo del matrimonio (dañando, aún más, esta necesaria
institución natural tan necesitada hoy día, en cambio, de verdaderas políticas
familiares), supone un profundo desconocimiento de la verdad antropológica del
amor humano entre un hombre y una mujer, y su indisociable aspecto de unidad
estable y abierta a la vida. Este desconocimiento es aún más grave, cuando se ignora
la esencial y profundísima diferencia entre el amor conyugal del que surge la
institución matrimonial y las relaciones homosexuales. La «indiferencia» de las
administraciones públicas en este aspecto se asemeja mucho a una apatía ante la
vida o la muerte de la sociedad, a una indiferencia ante su proyección de
futuro, o su degradación. Esta «neutralidad» conduciría, si no se ponen los
remedios oportunos, a un grave deterioro del tejido social y de la pedagogía de
las generaciones futuras.
La
inadecuada valoración del amor conyugal y de su intrínseca apertura a la vida,
con la inestabilidad de la vida familiar que ello comporta, es un fenómeno
social que requiere un adecuado discernimiento por parte de todos aquellos que
se sienten comprometidos con el bien de la familia, y muy especialmente por
parte de los cristianos. Se trata, ante todo, de reconocer las verdaderas
causas (ideológicas y económicas) de un tal estado de cosas, y no de ceder ante
presiones demagógicas de grupos de presión que no tienen en cuenta el bien
común de la sociedad. La Iglesia Católica, en su seguimiento de Cristo Jesús,
reconoce en la familia y en el amor conyugal un don de comunión de Dios
misericordioso con la humanidad, un tesoro precioso de santidad y gracia que
resplandece en medio del mundo. Invita por ello a cuantos luchan por la causa
del hombre a unir sus esfuerzos en la promoción de la familia y de su íntima
fuente de vida que es la unión conyugal.
NOTAS:
[1]Concilio
Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 47.
[2]Concilio
Vaticano II, Const. Lumen gentium n. 11, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 11.
[3]Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 2331-2400, 2514-2533; Pontificio Consejo para la
Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, 8-12-1995.
[4]Juan
Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 80.
[5]La
acción humanizadora y pastoral de la Iglesia, en su opción preferencial por los
pobres, ha ido encaminada, en general, en estos países, a la «regularización»
de esas uniones, mediante la celebración del matrimonio (o mediante la
convalidación o la sanación, según sea el caso) en la actitud eclesial de
compromiso con la santificación de los hogares cristianos.
[6]Diversas
teorías construccionistas sostienen hoy día concepciones diferentes sobre el
modo en que la sociedad tendría —según ellos sostienen— que cambiar adaptándose
a los distintos «gender» (piénsese, por ejemplo, en la educación, la sanidad,
etc.). Algunos sostienen tres géneros, otros cinco, otros siete, otros un
número distinto según diversas consideraciones.
[7]Tanto
el marxismo como el estructuralismo han contribuido en diferente medida a la
consolidación de esta ideología de «gender», que ha sufrido diferentes
influjos, tales como la «revolución sexual», con postulados como los
representados por W. Reich (1897-1957) respecto a la llamada a una «liberación»
de cualquier disciplina sexual, o Herbert Marcuse (1898-1979) y sus
invitaciones a experimentar todo tipo de situaciones sexuales (entendidas desde
un polimorfismo sexual de orientación indiferentemente «heterosexual» — es
decir, la orientación sexual natural — u homosexual), desligadas de la familia
y de cualquier finalismo natural de diferenciación entre los sexos, así como de
cualquier obstáculo derivado de la responsabilidad procreativa. Un cierto
feminismo radicalizado y extremista, representado por las aportaciones de
Margaret Sanger (1879-1966) y Simone de Beauvoir (1908-1986) no puede ser
situado al margen de este proceso histórico de consolidación de una ideología.
De este modo, «heterosexualidad» y monogamia ya no parecen ser considerados
sino como uno de los casos posibles de práctica sexual.
[8]Esta
actitud ha encontrado, lamentablemente, favorable acogida en un buen número de
importantes instituciones internacionales, con el consiguiente deterioro del
concepto mismo de familia, cuyo fundamento es, y no puede no serlo, el matrimonio.
Entre estas instituciones, algunos Organismos de la misma Organización de
Naciones Unidas, parecen secundar recientemente algunas de estas teorías,
soslayando con ello el genuino significado del artículo 16 de la Declaración
Universal de Derechos del Hombre de 1948, que muestra la familia como «elemento
natural y fundamental de la sociedad». Cfr. Pontificio Consejo para la Familia,
Familia y Derechos humanos, 1999, n. 16.
[9]Aristóteles,
Política I, 9-10 (Bk 1253a).
[10]Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2207.
[11]Juan
Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n 18.
[12]Juan
Pablo II, Alocución durante la Audiencia general de 1-12-1999.
[13]Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 47.
[14]«…prescindiendo
de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los
cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la
humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la
cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no
refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto
modo por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas
escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los principios
primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones
coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una
razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio».Juan
Pablo II,Enc. Fides et ratio, n. 4.
[15]Concilio
Vaticano II, Const. Dei Verbum n. 10.
[16]«La
relación entre fe y filosofía encuentra en la predicación de Cristo crucificado
y resucitado el escollo contra el cual puede naufragar, pero por encima del
cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad. Aquí se evidencia
la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en el
cual ambas pueden encontrarse».Juan Pablo II,Enc. Fides et ratio, n. 23. «El
Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. La
cuestión de la vida y su defensa y promoción no es prerrogativa de los
cristianos solos….». Juan Pablo II,Enc. Evangelium vitae, n. 101.
[17]Juan
Pablo II, Alocución al Forum de Asociaciones Católicas de Italia, 27-6-1998.
[18]Pontificio
Consejo para la Familia, Declaración acerca de la Resolución del Parlamento
Europeo sobre equiparación entre familia y ‘uniones de hecho’, incluso
homosexuales, 17-3-2000
[19]S.
Agustín, De libero arbitrio, I, 5, 11
[20]«La
vida social y su aparato jurídico exige un fundamento último. Si no existe otra
ley más allá de la ley civil, debemos admitir entonces que cualquier valor,
incluso aquellos por los cuales los hombres han combatido y considerado como
pasos adelante cruciales en la lenta marcha hacia la libertad, pueden ser
cancelados por una simple mayoría de votos. Quienes critican la ley natural
deben cerrar los ojos ante esta posibilidad, y cuando promueven leyes —en
contraste con el bien común en sus exigencias fundamentales— deben tener en
cuenta todas las consecuencias de sus propias acciones, porque pueden impulsar
a la sociedad en una peligrosa dirección». Discurso del Card. A. Sodano durante
el IIº Encuentro de Políticos y Legisladores de Europa, organizado por el
Pontificio Consejo para la Familia, 22-24 octubre de 1998.
[21]En
Europa, por ejemplo, en la Constitución de Alemania: «El matrimonio y la
familia encuentran especial protección en el ordenamiento del Estado» (Art. 6);
España: «Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y
jurídica de la familia» (Art. 39); Irlanda: «El Estado reconoce a la familia
como el grupo natural primario y fundamental de la sociedad y como institución
moral dotada de derechos inalienables e imprescriptibles, anteriores y
superiores a todo derecho positivo. Por ello el Estado se compromete a proteger
la constitución y autoridad de la familia como el fundamento necesario del
orden social y como indispensable para el bienestar de la Nación y el Estado»
(Art. 41); Italia: «La República reconoce los derechos de la familia como
sociedad natural fundada en el matrimonio» (Art. 29); Polonia: «El matrimonio,
esto es, la unión de un hombre y una mujer, así como la familia, paternidad y
maternidad, deben encontrar protección y cuidado en la República de Polonia»
(Art. 18); Portugal: «La familia, como elemento fundamental de la sociedad,
tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado y a la realización de
todas las condiciones que permitan la realización personal de sus miembros»
(Art. 67).
También
en Constituciones de todo el mundo: Argentina «…la ley establecerá…la
protección integral de la familia» (Art. 14); Brasil: «La familia, base de la
sociedad, es objeto de especial protección por el Estado» (Art. 226); Chile:
«…La familia es el núcleo fundamental de la sociedad…Es deber del Estado…dar
protección a la población y a la familia…» (Art. 1), República Popular China
«El Estado protege el matrimonio, la familia, la maternidad y la infancia»
(Art. 49); Colombia, «El Estado reconoce, sin discriminación alguna, la
primacía de los derechos inalienables de la persona y ampara a la familia como
institución básica de la sociedad» (Art. 5); Corea del Sur: «El matrimonio y la
vida familiar se establecen en base a la dignidad individual e igualdad entre
los sexos; el Estado pondrá todos los medios a su alcance para que se logre
este fin» (Art. 36); Filipinas: «El Estado reconoce a la familia filipina como
fundamento de la Nación. De acuerdo con ello debe promoverse intensamente la
solidaridad, su activa promoción y su total desarrollo. El matrimonio es una
institución social inviolable, es fundamento de la familia y debe ser protegido
por el Estado» (Art. 15); México: «…la Ley…protegerá la organización y el
desarrollo de la familia” (Art. 4); Perú: «La comunidad y el Estado…también
protegen a la familia y promueven el matrimonio. Reconocen a estos últimos como
institutos naturales y fundamentales de la sociedad» (Art. 4); Ruanda: «La
familia, en tanto que base natural del pueblo ruandés, será protegida por el
Estado» (Art. 24).
[22]«Toda
ley hecha por los hombres tiene razón de ley en tanto que deriva de la ley
natural. Si algo, en cambio, se opone a la ley natural, no es entonces ley,
sino corrupción de la ley». Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, I-II, q.
95, a. 2.
[23]Juan
Pablo II, Discurso al IIº Encuentro de Políticos y Legisladores de Europa
organizado por el Pontificio Consejo para la Familia, 23-10-1998.
[24]Juan
Pablo II, Enc. Centesimus annus, n. 46.
[25]«Como
responsables políticos y legisladores deseosos de ser fieles a la Declaración
universal de derechos humanos de 1948, nos comprometemos a promover y a
defender los derechos de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y
una mujer. Esto debe hacerse en todos los niveles: local, regional, nacional e
internacional. Sólo así podremos ponernos verdaderamente al servicio del bien
común, tanto a nivel nacional como internacional». Conclusiones del IIº
Encuentro de Políticos y Legisladores de Europa sobre los derechos del hombre y
de la familia, L’Osservatore Romano, 26-2-1999.
[26]«La
familia es el núcleo central de la sociedad civil. Tiene ciertamente, un papel
económico importante, que no puede olvidarse, pues constituye el mayor capital
humano, pero su misión engloba muchas otras tareas. Es, sobre todo, una
comunidad natural de vida, una comunidad que está fundada sobre el matrimonio
y, por ello, presenta una cohesión que supera la de cualquier otra comunidad
social».Declaración final del IIIº Encuentro de Políticos y Legisladores de
América, Buenos Aires, 3-5 de agosto de 1999.
[27]Cfr.
Carta de Derechos de la Familia, Preámbulo.
[28]Juan
Pablo II, Carta Gratissimam sane (Carta a las Familias) n. 6.
[29]Cfr.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2333; Carta Gratissimam sane (Carta a las
Familias), n. 8.
[30]Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 49.
[31]Cfr.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332; Juan Pablo II, Discurso al Tribunal
de la Rota Romana, 21-1-1999.
[32]Juan
Pablo II, Carta Gratissimam sane (Carta a las Familias) nn. 7-8.
[33]Juan
Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 21-1-1999.
[34]ibid.
[35]Ibid.
[36]Ibid.
[37]«El
matrimonio determina el cuadro jurídico que favorece la estabilidad de la
familia. Permite la renovación de las generaciones. No es un simple contrato o
negocio privado, sino que constituye una de las estructuras fundamentales de la
sociedad, a la cual mantiene unida en coherencia». Declaración del Consejo
Permanente de la Conferencia Episcopal Francesa, a propósito de la proposición
de ley de «pacto civil de solidaridad», 17-9-1998.
[38]Juan
Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 19.
[39]Ibid.,
infra.
[40]«No
hay equivalencia entre la relación entre dos personas del mismo sexo y aquella
formada por un hombre y una mujer. Sólo esta última puede ser calificada de pareja,
porque implica la diferencia sexual, la dimensión conyugal, la capacidad de
ejercicio de la paternidad y la maternidad. La homosexualidad, es evidente, no
puede representar este conjunto simbólico». Declaración del Consejo Permanente
de la Conferencia Episcopal Francesa, a propósito de la proposición de ley de
«pacto civil de solidaridad», 17-9-1998.
[41]Respecto
al grave desorden moral intrínseco, contrario a la ley natural, de los actos
homosexuales cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2357-2359; Congregación
para la Doctrina de la Fe, Inst. Persona humana, 29-12-1975;Pontificio Consejo
para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, 8-12-1995, n. 104.
[42]Juan
Pablo II, Discurso a los participantes de la XIVª Asamblea Plenaria del Pontificio
Consejo para la Familia. Cfr. Juan Pablo II, palabras pronunciadas durante el
Ángelus de 19-6-1994.
[43]Pontificio
Consejo para la Familia, Declaración acerca de la Resolución del Parlamento
Europeo sobre equiparación entre familia y ‘uniones de hecho’, incluso
homosexuales, 17-3-2000.
[44]«No
se puede ignorar que, según reconocen algunos de sus promotores, esta
legislación constituye un primer paso hacia, por ejemplo, la adopción de niños
por personas que viven una relación homosexual. Tememos por el futuro al tiempo
que deploramos lo sucedido». Declaración del Presidente de la Conferencia
Episcopal Francesa, después de la promulgación del «pacto civil de
solidaridad», 13-10-1999.
[45]Juan
Pablo II, palabras pronunciadas durante el Ángelus de 20-2-1994.
[46]Cfr.
Nota de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española
(24-6-1994), con ocasión de la Resolución de 8 de febrero de 1994 del
Parlamento Europeo sobre igualdad de derechos de homosexuales y lesbianas.
[47]Juan
Pablo II, Carta Gratissimam sane (Carta a las Familias), n. 11
[48]Ibid. , n. 14
[49]Ibid., n. 17 in fine.
[50]Carta
de los Derechos de la Familia, Preámbulo, D.
[51]Ibid.,
Preámbulo (passim) y art. 6.
[52]Ibid.,
Preámbulo, B e I.
[53]Ibid.,
Preámbulo, C y G.
[54]Juan
Pablo II, Carta Gratissimam sane (Carta a las Familias) nn. 9-11.
[55]Juan
Pablo II, Alocución de 26-12-1999.
[56]Cfr.
Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 21; cfr Juan Pablo II, Carta
Gratissimam sane (Carta a las Familias) nn. 13-15.
[57]Carta
de los Derechos de la Familia, Preámbulo, F; cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap.
Familiaris consortio, n. 21.
[58]Juan
Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, nn. 91; 94.
[59]Carta
de los Derechos de la Familia, Preámbulo, E.
[60]Juan
Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, n. 92.
[61]Carta
de los Derechos de la Familia, Preámbulo, H-I.
[62]Cfr.
Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, nn. 23-24.
[63]Ibid.,
n. 25.
[64]Cfr.
Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, nn. 28-35; Carta de los Derechos
de la Familia, art. 3.
[65]Cfr.
Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 20; Carta de los Derechos de la
Familia, art. 6.
[66]Carta
de los Derechos de la Familia, art. 2, b y c; art. 7.
[67]Cfr.
Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, nn. 36-41; Carta de los Derechos
de la Familia, art. 5; Carta Gratissimam sane (Carta a las Familias), n. 16.
[68]Cfr.
Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, nn. 42-48; Carta de los Derechos
de la Familia, arts. 8-12.
[69]
Carta de los Derechos de la Familia, art. 1, c.
[70]Juan
Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n. 4.
[71]Juan
Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, n. 20; cfr. ibid., n. 19.
[72]Juan
Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 6; cfr. Juan Pablo II Carta
Gratissimam sane (Carta a las Familias), n. 13.
[73]Concilio
de Trento. Sesiones VII y XXIV.
[74]Juan
Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 68.
[75]Código
de Derecho Canónico, c. 1055 § 1; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1601.
[76]Cfr.
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, nn. 48-49.
[77]Cfr.
Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 21-1-2000.
[78]Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 48.
[79]Ibid.
[80]Cfr.
Código de Derecho Canónico y Código de Cánones de las Iglesias Orientales, de
1983 y 1990 respectivamente.
[81]Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 49.
[82]Cfr.
Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 68.
[83]Juan
Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 81.
[84]Juan
Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n. 93.
[85]Juan
Pablo II, Alocución durante la Audiencia general de 5-9-1979.Con esta Alocución
se inicia el Ciclo de catequesis conocido como «Catequesis sobre el amor
humano».
[86]«Cristo
no acepta la discusión al nivel en el que sus interlocutores intentan
introducirla, en cierto sentido, no aprueba la dimensión que intentan dar al
problema. Evita quedar implicado en controversias jurídico-casuísticas, y en
cambio, hace referencia, en dos ocasiones al ‘principio’»Juan Pablo II,
Alocución durante la Audiencia general de 5-9-1979.
[87]«No
se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero
tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esa misma cultura. Por otra
parte el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo
que las trasciende. Este ‘algo’ es precisamente la naturaleza del hombre:
precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para
que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda
su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda su ser». Juan
Pablo II, Enc. Veritatis splendor n. 53.
[88]La
ley natural «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en
nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se
debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la Creación». Sto. Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, I-II q. 93, a. 3, ad 2um.Cfr. Juan Pablo II, Enc.
Veritatis splendor, nn 35-53.
[89]Juan
Pablo II, Enc. Veritatis splendor nn 62-64
[90]Por
medio de la gracia matrimonial los cónyuges «se ayudan mutuamente a
santificarse con la vida conyugal y en la acogida y educación de los hijos».
Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium n. 11. Cfr. Catecismo de la Iglesia
Católica nn. 1641-1642.
[91]Juan
Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 81.
[92]Ibid.
infra.
[93]Véase
nn. 4-8.
[94]Ibid.
[95]Juan
Pablo II, Carta Ap. Gratissimam sane (Carta a las Familias), n. 20.
[96]Juan
Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 55.
[97]Cfr.
Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, n. 66.
[98]Pontificio
Consejo para la Familia, Preparación al sacramento del matrimonio, n. 1.
[99]Juan
Pablo II, Enc. Fides et ratio, n. 97.
[100]Juan
Pablo II, Enc. Evangelium vitae, n. 73.
[101]Pablo
VI, Enc. Humanae vitae, n. 29.
[102]Ibid.
26 de
julio de 2000
(49) Es
legítima la comprensión por la problemática existencial y las elecciones de las
personas que viven en uniones de hecho y en ciertas ocasiones, un deber.
Algunas de estas situaciones, incluso, deben suscitar verdadera y propia compasión.
El respeto por la dignidad de las personas no está sometido a discusión. Sin
embargo, la comprensión de las circunstancias y el respeto de las personas no
equivalen a una justificación. Más bien se trata de subrayar, en estas
circunstancias que la verdad es un bien esencial de las personas y factor de
auténtica libertad: que de la afirmación de la verdad no resulte ofensa, sino
sea forma de caridad, de manera que el «no disminuir en nada la doctrina
salvadora de Cristo» sea «forma eminente de caridad para con las almas»[101],
de modo tal, que se acompañe «con la paciencia y la bondad de la cual el Señor
mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres»[102]. Los cristianos deben,
por tanto, tratar de comprender los motivos personales, sociales, culturales e
ideológicos de la difusión de la uniones de hecho. Es preciso recordar que una
pastoral inteligente y discreta puede, en ciertas ocasiones favorecer la
recuperación «institucional» de algunas de estas uniones. Las personas que se
encuentran en estas situaciones deben ser tenidas en cuenta, de manera
particularizada y prudente, en la pastoral ordinaria de la comunidad eclesial,
una atención que comporta cercanía, atención a los problemas y dificultades
derivados, diálogo paciente y ayuda concreta, especialmente en relación a los
hijos. La prevención es, también en este aspecto de la pastoral, una actitud
prioritaria.
Conclusión
(47) Para muchos de nuestros contemporáneos, cuya subjetividad ha sido
ideológicamente «demolida», por así decirlo, el matrimonio resulta poco más o
menos impensable; para estas personas la realidad matrimonial no tiene ningún
significado. ¿En que modo puede la pastoral de la Iglesia ser también para
ellas un evento de salvación? En este sentido, el compromiso político y legislativo
de los católicos que tienen responsabilidades en estos ámbitos resulta
decisivo. Las legislaciones constituyen, en amplia medida, el «ethos» de un
pueblo. Sobre este particular, resulta especialmente oportuno una llamada a
vencer la tentación de indiferencia en el ámbito político-legislativo, y
subrayar la necesidad de testimonio público de la dignidad de la persona. La
equiparación a la familia de las uniones de hecho supone, como ha ya quedado
expuesto, una alteración del ordenamiento hacia el bien común de la sociedad y
comporta un deterioro de la institución matrimonial fundada en el matrimonio.
Es un mal, por tanto, para las personas, las familias y las sociedades. Lo
«políticamente posible» y su evolución a lo largo del tiempo no puede resultar
desvinculado de los principios últimos de la verdad sobre la persona humana,
que tiene que inspirar actitudes, iniciativas concretas y programas de
futuro[100]. También resulta conveniente la crítica al «dogma» de la conexión
indisociable entre democracia y relativismo ético que se encuentra en la base
de muchas iniciativas legislativas que buscan la equiparación de las uniones de
hecho con la familia.
(48) El
problema de las uniones de hecho constituye un verdadero desafío para los
cristianos, en el saber mostrar el aspecto razonable de la fe, la profunda
racionalidad del Evangelio del matrimonio y la familia. Un anuncio del mismo
que prescinda de este desafío a la racionalidad (entendida como íntima
correspondencia ente desiderium naturale del hombre y el Evangelio anunciado
por la Iglesia) resultará ineficaz. Para ello es hoy día más necesario que en
otros tiempos manifestar en términos creíbles, la interior credibilidad de la
verdad sobre el hombre que está en la base de la institución del amor conyugal.
El matrimonio, a diferencia de cuanto ocurre con los otros sacramentos,
pertenece también a la economía de la Creación, se inscribe en una dinámica
natural en el género humano. Es además, en segundo lugar, necesaria una
renovada reflexión de las bases fundamentales, de los principios esenciales que
inspiran las actividades educativas, en los diversos ámbitos e instituciones.
¿Cuál es la filosofía de las instituciones educativas hoy en la Iglesia, y cuál
es el modo en que estos principios revierten en una adecuada educación al
matrimonio y la familia, en tanto que estructuras nucleares fundamentales y
necesarias para la misma sociedad?
Atención
y cercanía pastoral (42) El Magisterio de la Iglesia, sobre todo a partir del
Concilio Vaticano II, se ha referido reiteradamente a la importancia e
insustituibilidad de la preparación al matrimonio en la pastoral ordinaria.
Esta preparación no puede reducirse a una mera información sobre lo que es el
matrimonio para la Iglesia, sino que debe ser verdadero camino de formación de
las personas, basado en la educación en la fe y la educación en las virtudes.
Este Pontificio Consejo para la Familia ha tratado de este importante aspecto
de la pastoral de la Iglesia, subrayando la centralidad de la preparación al
matrimonio y el contenido de dicha preparación en los Documentos Sexualidad
humana: verdad y significado, de 8 de Diciembre de 1995, y Preparación al
sacramento del matrimonio, de 13 de mayo de 1996. (38) La presencia de la
Iglesia y del matrimonio cristiano ha comportado, durante siglos, que la
sociedad civil fuera capaz de reconocer el matrimonio en su condición
originaria, a la que Cristo alude en su respuesta[86]. La condición originaria
del matrimonio, y la dificultad de reconocerla y de vivirla como íntima verdad,
en la profundidad del propio ser, «propter duritiam cordis» resulta, también
hoy, de perenne actualidad. El matrimonio es una institución natural cuyas
características esenciales pueden ser reconocidas por la inteligencia, más allá
de las culturas[87]. Este reconocimiento de la verdad sobre el matrimonio es
también de orden moral[88]. Pero no se puede ignorar el hecho de que la naturaleza
humana, herida por el pecado, y redimida por Cristo, no siempre alcanza a
reconocer con claridad las verdades inscritas por Dios en su propio corazón. De
aquí que el testimonio cristiano en el mundo, la Iglesia y su Magisterio sean
una enseñanza y un testimonio vivos en medio del mundo[89]. Es también
importante en este contexto subrayar la verdadera y propia necesidad de la
gracia para que la vida matrimonial se desarrolle en su auténtica plenitud[90].
Por ello, a la hora de un discernimiento pastoral de la problemática de las
uniones de hecho, es importante la consideración de la fragilidad humana y la
importancia de una experiencia y una catequesis verdaderamente eclesiales, que
oriente hacia la vida de gracia, oración, los sacramentos, y en particular el
de la Reconciliación. (33) La realidad natural del matrimonio está contemplada
en las leyes canónicas de la Iglesia[80]. La ley canónica describe en sustancia
el ser del matrimonio de los bautizados, tanto en su momento in fieri —el pacto
conyugal— como en su condición de estado permanente en el que se ubican las
relaciones conyugales y familiares. En este sentido, la jurisdicción
eclesiástica sobre el matrimonio es decisiva y representa una auténtica
salvaguardia de los valores familiares. No siempre se comprenden y respetan
adecuadamente los principios básicos del ser matrimonial respecto al amor
conyugal, y su índole de sacramento. (30) La Iglesia, más intensamente en los
últimos tiempos, ha recordado insistentemente la confianza debida a la persona
humana, su libertad, su dignidad y sus valores, y la esperanza que proviene de
la acción salvífica de Dios en el mundo, que ayuda a superar toda debilidad. A
la vez, ha manifestado su grave preocupación ante diversos atentados a la
persona humana y su dignidad, haciendo notar también algunos presupuestos
ideológicos típicos de la cultura llamada «postmoderna», que hacen difícil
comprender y vivir los valores que exige la verdad acerca del ser humano. «En
efecto, ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que,
partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela
de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se
encuentra el influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan
por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la
verdad»[70] (25) Así entendido, el matrimonio y la familia constituyen un bien
para la sociedad porque protegen un bien precioso para los cónyuges mismos,
pues «la familia, sociedad natural, existe antes que el Estado o cualquier otra
comunidad, y posee unos derechos propios que son inalienables»[50]. De una
parte, la dimensión social de la condición de casados postula un principio de
seguridad jurídica: porque el hacerse esposa o esposo pertenece al ámbito del
ser —y no del mero obrar— la dignidad de este nuevo signo de identidad personal
tiene derecho a su reconocimiento público y que la sociedad corresponda como
merece el bien que constituye [51]. Es obvio que el buen orden de la sociedad
es facilitado cuando el matrimonio y la familia se configuran como lo que son
verdaderamente: una realidad estable[52]. Por lo demás, la integridad de la
donación como varón y mujer en su potencial paternidad y maternidad, con la consiguiente
unión —también exclusiva y permanente— entre los padres y los hijos expresa una
confianza incondicional que se traduce en una fuerza y un enriquecimiento para
todos[53]. (24) El matrimonio y la familia son un bien social de primer orden:
«La familia expresa siempre una nueva dimensión del bien para los hombres, y
por esto suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por
aquel singular bien común en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien
de cada miembro de la comunidad familiar; es un bien ciertamente ‘difícil’
(‘bonum arduum’), pero atractivo»[47]. Ciertamente no todos los cónyuges ni
todas las familias desarrollan de hecho todo el bien personal y social
posible[48], de ahí que la sociedad deba corresponder poniendo a su alcance del
modo más accesible los medios para facilitar el desarrollo de sus valores
propios, pues «conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que
la familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo,
‘soberana’. Su ‘soberanía` es indispensable para el bien de la sociedad»[49].
Valores
sociales objetivos a fomentar (23) La verdad sobre el amor conyugal permite
comprender también las graves consecuencias sociales de la institucionalización
de la relación homosexual: «se pone de manifiesto también qué incongruente es
la pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del
mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer
fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto
inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, se opone a
ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal
querida por el Creador, tanto en el plano fisico-biológico como en el eminentemente
psicológico, entre el varón y la mujer…»[39]. El matrimonio no puede ser
reducido a una condición semejante a la de una relación homosexual; esto es
contrario al sentido común[40]. En el caso de las relaciones homosexuales que
reivindican ser consideradas unión de hecho, las consecuencias morales y
jurídicas alcanzan una especial relevancia[41]. «Las ‘uniones de hecho’ entre
homosexuales, además, constituyen una deplorable distorsión de lo que debería
ser la comunión de amor y vida entre un hombre y una mujer, en recíproca
donación abierta a la vida»[42]. Todavía es mucho más grave la pretensión de
equiparar tales uniones a «matrimonio legal», como algunas iniciativas
recientes promueven[43]. Por si fuera poco, los intentos de posibilitar
legalmente la adopción de niños en el contexto de las relaciones homosexuales
añade a todo lo anterior un elemento de gran peligrosidad[44]. «No puede
constituir una verdadera familia el vínculo de dos hombres o de dos mujeres, y
mucho menos se puede a esa unión atribuir el derecho de adoptar niños privados
de familia»[45]. Recordar la trascendencia social de la verdad sobre el amor
conyugal y, en consecuencia, el grave error que supondría el reconocimiento o
incluso equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales no supone
discriminar, en ningún modo, a estas personas. Es el mismo bien común de la
sociedad el que exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión
matrimonial como base de la familia, que se vería, de este modo,
perjudicada[46].
IV — Justicia y bien social de la
familia
La
familia, bien social a proteger en justicia (12) La valoración de las uniones
de hecho incluyen también una dimensión subjetiva. Estamos ante personas
concretas, con una visión propia de la vida, con su intencionalidad, en una
palabra, con su «historia». Debemos considerar la realidad existencial de la
libertad individual de elección y de la dignidad de las personas, que pueden
errar. Pero en la unión de hecho, la pretensión de reconocimiento público no
afecta sólo al ámbito individual de las libertades. Es preciso, por tanto
abordar este problema desde la ética social: el individuo humano es persona, y
por tanto social; el ser humano no es menos social que racional[9]. (1) Las
llamadas «uniones de hecho» están adquiriendo en la sociedad en estos últimos
años un especial relieve. Ciertas iniciativas insisten en su reconocimiento
institucional e incluso su equiparación con las familias nacidas del compromiso
matrimonial. Ante una cuestión de tanta importancia y de tantas repercusiones
futuras para la entera comunidad humana, este Pontificio Consejo para la
Familia se propone, mediante las siguientes reflexiones, llamar la atención
sobre el peligro que representaría un tal reconocimiento y equiparación para la
identidad de la unión matrimonial y el grave deterioro que ello implicaría para
la familia y para el bien común de la sociedad. Tras considerar el aspecto
social de las uniones de hecho, sus elementos constitutivos y motivaciones
existenciales, se aborda el problema de su reconocimiento y equiparación
jurídica, primero respecto a la familia fundada en el matrimonio y después
respecto al conjunto de la sociedad.
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