Esta mañana estuve meditando sobre los problemas de comunicación que
aquejan a la Iglesia. Problemas que son internos, cuando personas con
diferentes sensibilidades y carismas, intentan remar en la misma dirección
eclesial. Externos, cuando la Iglesia se comunica con la sociedad y esta es
incapaz de comprender lo que les decimos.
Muchas veces, somos incapaces de comunicar lo que realmente queremos
decir y otras somos incapaces de entender lo que nos quieren comunicar. En el
intercambio de opiniones podemos llegar a discutir y hasta enfrentarnos unos
con otros.
Lo que dije respecto a la ira, aplicadlo regularmente en todas vuestras
tentaciones. Surgió la tentación, es el viento; te turbaste, es el oleaje.
Despierta a Cristo; hable él contigo. ¿Quién es este a quien obedecen el viento
y el mar? ¿Quién es este a quien obedece el mar? Suyo es el mar; él lo hizo.
Todo ha sido hecho por él. Con mayor motivo, imita a los vientos y al mar;
obedece al Creador. Escucha el mar la orden de Cristo, ¿y tú permaneces sordo?
Oye el mar, amaina el viento, ¿y tú soplas? ¿Qué? Lo digo, lo hago, lo finjo.
¿Qué, sino soplar, es el no querer cesar bajo la orden de Cristo? No os venza
el oleaje cuando se perturbe vuestro corazón. Pero, puesto que somos hombres,
si el viento nos impulsa, si nos mueve el afecto de nuestra alma, no perdamos la esperanza; despertemos a
Cristo para navegar en la bonanza y llegar a la patria. (San Agustín. Sermón 63,
3)
Si sentimos que nos atacan, lo más probable es nos encendamos y a su
vez, ataquemos para defendernos, pero ¿En algún momento hemos supuesto al buena
intención de quien habla con nosotros? Casi nunca suponemos que lo que nos
dicen puede ser diferente a lo que entendemos.
Apaciguar el mar tormentoso de nuestro enfado, es muchas veces
imposible. Necesitaríamos una fuerza que duplicara la que estamos dispuestos a
utilizar en nuestro contra-ataque, ya que una vez lanzados la inercia nos
impide volvernos atrás con facilidad.
San Agustín utiliza el pasaje evangélico de la tormenta en la que Cristo
dormía tranquilamente mientras los demás les atenazaba el miedo. Sin duda
despertar a Cristo fue el último recurso de un grupo de personas desesperadas,
que veían que la barca podría naufragar de un momento a otro.
La barca siempre ha sido tomada como una analogía con la Iglesia y que
Cristo duerma en plena tormenta, podría interpretarse como la sensación de que
Cristo nos ha olvidado en medio de los problemas eclesiales. Mientras que todos
nos movemos inquietos, llenos de temor e incertidumbres, Cristo duerme con
tranquilidad. ¿A qué esperamos para llamarle? ¿Cómo lo podemos llamar?
A Cristo se le llama orando y poniendo nuestra confianza en Él. Aunque
la barca parezca destinada al naufragio, Cristo puede llamar a la calma y que
todo vuelva a normalidad en décimas de segundo.
¿Dónde está la tormenta? En nosotros mismos, en nuestro desánimo,
nuestra desconfianza, en la desesperación que llevamos con nosotros
constantemente. Si la ira llena nuestro corazón, arriemos las velas para que
nuestra esperanza no se vea destrozada por el viento de nuestro enfado.
¿Dónde está Cristo? En nuestro corazón. Lo
triste es que no solemos llamarle cuando la tormenta aparece, dejando que la
tormenta se lleve por delante más de lo que nos hubiera gustado.
Néstor Mora Núñez
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