Hace setentaicinco años un grupo de alumnas del colegio Santa Rosa de las Madres Dominicas, entre las que estaban: María Garbín, Clotilde Pittaluga, Aurora y Lola Torero, Lastenia Laos, Lala Marcenaro, Judith Ramírez, Rafaela y Alejandrina Gianetti; conversaban animadamente en el patio de honor del colegio dónde pasarían las vacaciones de ese verano.
Unas escogían Barranco, otras La Punta, en el Callao y las demás a Puerto Chico, en Supe, en ese caluroso diciembre, a las dos de la tarde, en que las cinco monjas que regentaban el colegio -llegadas de España-, hacían la siesta.
La madre
al cuidado de las alumnas acompañada de un gato de angora con quien llegó de
España, era su engreído dormitaban juntos en un extremo del patio. La portera
era la hermana Martina, una negrita limeña
picada de viruela semejaba a la humilde cucarachita del mismo nombre, por el
intenso calor entreabrió el portón del patio saliendo a la plazuela a
refrescarse a la sombra de un anacahuito. El ingreso de aire fresco despertó al
gato que abandonó a su ama, yendo tras la portera.
En una
parte de la rotonda del parque estaba el colegio y en una de sus esquinas la
casa de la familia Garbín. Otelo, el retinto
perro negro hacia la guardianía en el jardín y también se refrescaba bajo la
pila donde un fauno lanzaba chorros de agua. Al ver al gato ronroneando para
treparse a la falda de la hermana Martina,
lanzó un furibundo ladrido, haciéndole emprender veloz carrera.
En busca
de su ama atravesó el portón pasando como una exhalación por entre las piernas
de las muchachas. Armaron ellas tal alboroto que despertaron a la monja
guardiana que no comprendía lo que sucedía, hasta ver pasar a Otelo ladrando
furioso en busca del gato que de un salto se cobijó en su falda.
El
griterío de las alumnas alarmó a las monjas que reposaban en sus celdas, las
que acudieron prontas a informarse que acontecía. Lulú, el gato de angora, con
todos los pelos encrespados no creyéndose seguro al lado de su ama, ya que ella
por el susto se levantó apresurada lanzándolo al suelo; ante la presencia de
Otelo se refugió bajó las faldas do las monjas que recién llegaban, armándose un
verdadero loquerío, creyeron al ver al furioso Otelo que el diablo había tomado
forma para perturbarlas al saber que todas eran mujeres y como el colegio
estaba ubicado en un pueblo lleno de leyendas de brujos y sus hechiceros, la
situación se agudizó. Se lograron amar de valentía y echaron al demonio de
Otelo a la calle, cerrando el portón, así regresaron a sus celdas,
santiguándose.
Quedaron
frente a frente la hermana Martina y la madre Presentación, que pensaba que la culpa de
todo lo acontecido lo tenía la portera. La madre Presentación debido a su
fuerte carácter había sido elegida para regentar la disciplina-, pensaba que
los españoles gobernaban, que se les debía pleitesía y nadie podría contradecir
sus órdenes. La limeña portera Martina las
había incumplido al entreabrir el portón y salir al parque. Pensaba la monja
española lo que podría haberle ocurrido a su mascota
Lulú, en las fauces del celoso Otelo, al seguir a la portera y dirigirse
a sus dominios.
Sulfurándose
con estos pensamientos la emprendió con la humilde hermana Martina que
humillada cerró los ojos, encogiéndose. Cuando más exaltada se encontraba la
monja al no recibir explicación, escucha una voz serena, diciéndole:
-¡Por el amor de Dios, nuestro Señor, calma, madre Presentación! La monja indignada hasta el paroxismo por la observación, exclamó
furibunda:
¡¿Quién
de ustedes se ha atrevido...?!
Por
aquella época que una alumna llamara 1a atención a una monja era el olvido
total, el rechazo de todos, la excomunión. Las alumnas temblaron y no dijeron: “Fuente ovejuna todos a una”. Dando un paso al
frente la alumna que había hablado, dijo: Soy yo,
madre.
-¿Quién
eres tú? ¡Infeliz!
-Soy de nombre Judith, de nuestra Biblia; Rosa, de nuestra santa y
también del nombre de nuestro colegio.
-¡Ja
ja ja…! rio la monja, -y también pensarás que te lloverán rosas-.
Y la
sarcástica monja se quedó muda de asombro, no creía lo que veían sus ojos,
porque de una en una venían bajando rosas del cielo.
La hermana Martina henchida de felicidad y gozo,
exclamó: ¡Milagro! ¡Milagro!
El
milagro se debía a que Judith tenía como
admirador a un cadete de la Fuerza aérea, y los domingos a la salida de misa o
donde la veía le lanzaba desde el avión rosas rojas.
De Alberto Bisso Sáncherz (1995).
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