ES DOCTORA POR CAMBRIDGE Y CONVERSA AL CATOLICISMO
En la espiritualidad del desierto se encuentran las
claves de la vida religiosa: una renuncia que ni siquiera busca el testimonio,
solo el encuentro con Dios.
La filósofa Zena Hitz, tutora en el St John's College de Maryland
(Estados Unidos), máster por la Universidad de Cambridge y doctora por la
Universidad de Princeton, vio reconocida en 2020 su trayectoria docente e
investigadora al recibir el Premio Hiett que otorga el
Instituto Dallas de Humanidades y Cultura.
Conversa al
catolicismo, acaba de publicar un libro en
el que ofrece una visión filosófica de la vida religiosa y destaca la
importancia de la espiritualidad del desierto para comprender la naturaleza
auténtica de la vocación religiosa. La obra ha sido comentada por una monja
anónima del Monasterio de Santo Domingo en Linden (Virginia) en Public Discourse.
LAS
RIQUEZAS OCULTAS DEL DESIERTO
Al leer el último libro de Zena Hitz, A Philosopher Looks at the
Religious Life, recordé
un pequeño volumen que leí poco después de entrar en clausura: un análisis tomista de la vida religiosa en términos de
las cuatro causas de Aristóteles. Baste decir que esta
es una obra de otro tipo. Como en cualquier conversación animada, el
libro de Hitz se desarrolla a menudo de forma libre
y provocativa, resistiéndose a la sinopsis lineal y a las
conclusiones predecibles.
Procedente del ámbito
decididamente laico del mundo académico -escrito por una filósofa educada en
Princeton y publicado por Cambridge University Press-, el libro de Hitz se
dirige a un público amplio que incluye tanto a filósofos profesionales como a "cualquiera que busque comprender su propia vida y
las opciones que la estructuran". La autora es una profesora laica
que una vez se embarcó en sus propias "aventuras
en el desierto", no para excavar e informar sobre algún
fenómeno antiguo, sino para experimentar su poder
intemporal de transformar el alma. Así
lo han hecho innumerables hombres y mujeres antes que ella, cuyas historias
sazonan la suya: desde Antonio abad, de Egipto, y el hermano Francisco, de Asís, hasta
creyentes de todas las clases, nacionalidades y personalidades, incluso en la
actualidad.
Mientras leo estas páginas, me
imagino a mí misma en el aula de la profesora Hitz en el John's College de
Annapolis, o quizá conversando con ella en Madonna House, la comunidad de
Ontario en la que vivía antes. Su exploración se desarrolla con amabilidad, pasión y franqueza, como una invitación a viajar
juntos un rato a una tierra extraña. ¿O debería
decir desde una tierra extraña, en busca de la verdadera
autenticidad?
Hitz echa su red de manera amplia
y profunda, buscando entender cómo las palabras de Jesús se han
escrito en los corazones y vidas humanas. La mayoría de nosotros podemos
simpatizar fácilmente con el joven rico del Evangelio de Mateo, el que
vacila ante lo absoluto y busca racionalmente un camino más fácil. Pero ¿qué sentido pueden tener, se pregunta Hitz, aquellos "que amaron a
Dios y lo sacrificaron todo para servirle"? "¿Qué busca Antonio en el desierto que no pudo encontrar en
sus fructíferas tierras?". ¿Qué es lo que los hombres y las mujeres buscan
de verdad aún hoy, aunque sea de manera vacilante?
DEPENDENCIA
E INCONDICIONALIDAD
Buscando guías en el camino de su
investigación, la autora es "promiscua con
[sus] fuentes", recurriendo a una serie de testigos de Oriente a
Occidente. "Al hacerlo", señala, "voy
mucho más allá de cualquier pretensión de ser una experta en estas fuentes, sus
comunidades de origen o su riqueza histórica o cultural. Mi esperanza es que
esto haga que sea más fácil ser filosófico, como sugiere el título: encontrar
lo que es universal, verdadero, relevante y humano en las prácticas de la vida
religiosa cristiana".
Como en su anterior libro, Pensativos,
sitúa sus reflexiones filosóficas en el contexto de su propia vida, destacando
aquí una crisis precipitada por su conversión a
la fe católica. Como Abraham a punto de sacrificar a su hijo Isaac a
instancias del Señor, Hitz comprende que el amor incondicional a Dios, "un compromiso incondicional sin concesiones",
puede exigir la renuncia incluso a lo que más
aprecia.
Incondicionalidad: si tuviera que resumir el tema y
el objetivo de Hitz en una palabra, sería esta. El término resuena a lo largo
de estas páginas, recordando la literatura monástica más antigua con su ideal
bíblico del corazón puro e indiviso. Este es el deseo
que la joven profesora encuentra ardiente en sí misma: "Estaba cansada de utilizarme y de que me utilizaran;
quería vivir una vida que no pudiera comprarse ni venderse... Quería una vida
dedicada, incondicional y regida por lo que aspiraba a ser mis valores más
profundos: el amor a Dios y al prójimo".
Como señala la filósofa Hitz, no
solo los ascetas cristianos valoran la incondicionalidad, sino también
sus antepasados clásicos. Filósofos como Sócrates podían
abrazar la pobreza en aras de la dedicación total a la búsqueda de la
sabiduría, y nosotros podemos "tensar cada
nervio", como dice Aristóteles, para vivir en la excelencia y
"hacernos inmortales". Los
seguidores de Jesús, en cambio, renuncian no solo a los bienes materiales, sino
también a ese esfuerzo humano; abrazan tanto la pobreza física como la
pobreza de espíritu.
Esta es la impactante toma de
conciencia que la historia de Abraham provoca en Hitz,
iluminada para ella por las Epístolas de San Pablo:
el reconocimiento de nuestra debilidad, ceguera y
dependencia como criaturas. En resumen, "no
'alcanzamos' nuestro fin más elevado", como proponen los filósofos
antiguos, pues la comunión divina está, en última instancia, fuera del alcance
humano. "Parte del sentido de la
renuncia", reflexiona, "es despejar
los obstáculos a la gracia: romper nuestro hábito de decidir, que
nos ciega a lo que podríamos recibir... La disciplina cristiana implica el uso
de la voluntad para elegir recibir y elegir sufrir, habitual y libremente y por
amor".
Esta receptividad, huelga
decirlo, está lejos de ser una resignación tímida. Es la opción valiente
de acoger la presencia y los designios de Dios en las
personas y los acontecimientos de cada día,
de hacer nuestras las palabras de Jesús: "No
se haga mi voluntad, sino la tuya".
"En mi
principio está mi fin, y en mi fin está mi principio".
Esta frase podría describir lo que Hitz denomina
simplemente "la llamada": el ímpetu de
abandonar el mundo y seguir la vida religiosa. Guiada por historias de
personas que lo han hecho, Hitz sitúa nuestro itinerario humano en el contexto
de la eternidad. Tanto el dolor como la alegría profundos pueden hacernos
comprender la vanidad de las cosas terrenales,
al vislumbrar la fugacidad de los placeres temporales y la fragilidad de
nuestra existencia.
Una visión así puede provocar
desesperación y llevarnos a la "soledad
voluntaria" y a la autoprotección de la tibieza. Pero también puede
encender el amor al desvelar nuestro anhelo más profundo: "Dios ha puesto el mundo en nuestros corazones... No
podemos dejar de desear la eternidad -no una actividad eterna en la que
nuestros músculos se cansan, nuestros ojos se fatigan y nuestras almas se
hunden en el aburrimiento-, sino una alegría que no se acaba".
Este anhelo de eternidad, de lo que es intemporal y completo, es, en
palabras de Hitz, "la forma que Dios mismo ha
puesto en nuestros corazones".
EL
TESORO ESCONDIDO DE LA POBREZA
¿Cómo se relaciona
la pobreza con el amor, y especialmente la comunión con el Dios trascendente? La autora se plantea esta pregunta. Sugiere que la pobreza responde a un
doble deseo humano: vivir en la verdad y
encontrarse con un Dios amoroso. Aunque la riqueza y el poder pueden
darnos protagonismo, también pueden ocultarnos de nosotros mismos: "Empezamos a imaginar que, de algún modo, nuestro
éxito se debe a nuestro propio esfuerzo y a nuestra justa recompensa... La
verdad sobre quiénes somos y lo que nos pertenece de verdad solo sale a la luz
en una crisis, o mediante una práctica ascética deliberada".
Aquí, Hitz narra cómo intenta
pelar las pieles de cebolla de su propio orgullo
y ambición. Por fin, empieza a servir en una cárcel -el lugar más oscuro que ha visto en su vida-, lo
que requiere una fuerza superior a la suya propia: "Esa
era la atracción magnética del asunto. Era, en parte, un deseo ardiente de ver
las partes ocultas de mi cultura y de mí misma... Era un deseo de realidad, de
verdad, y de cambiar en mí misma de acuerdo con esa verdad. Debajo de ese
deseo había un deseo de comunión en el reconocimiento humano, de reconocer mi
humanidad en las mujeres encarceladas y la esperanza de que ellas pudieran ver
la suya en la mía".
Por muy transformadora que sea la
experiencia, Hitz se da cuenta de que la totalidad que busca no se consigue con
un servicio caritativo añadido a la carrera profesional. La pobreza religiosa tampoco puede reducirse a la solidaridad con los
pobres, sino que hunde sus raíces en el amor de Dios a través de conformarse al Pobre, a
Jesucristo. En Él, el rico descubre su pobreza espiritual; el pobre, su dignidad humana; ambos encuentran la verdad
de que son ricamente amados. Y al recibir este amor, cada persona se ve
capacitada para amar a su vez, de modo que, dentro de nosotros y entre
nosotros, la pobreza construye el reino de Dios.
LA
LIBERTAD DEL ABANDONO
"Abandono y
libertad" es el último tema que aborda el
libro, "el fin para el que la renuncia total
es un medio eficaz". Para su principal ejemplo e inspiración, la
autora recurre a Walter
Ciszek, jesuita torturado y encarcelado durante más de
una década en la Rusia soviética. El abandono, bien lo sabe Hitz, es un "acto de fe [que] evitan muchos creyentes: siempre
estamos negociando, poniendo condiciones, recortando compromisos con nuestros
planes y deseos para poder sentir que tenemos el control". Abandonarse
de verdad, por el contrario, es "confiar sin
reservas en que Dios es de hecho real y está presente, amándonos y protegiéndonos en su providencia".
Como tantos misioneros y
mártires, fundadores y discípulos a lo largo de los tiempos, Ciszek da
testimonio de que ese abandono florece en amor heroico: "Cada persona y acontecimiento que se presenta en un momento dado
ofrece una oportunidad de actuar como actuaría Cristo, de actuar por
amor". Tal doctrina, reflexiona Hitz, proporciona un "correctivo necesario a un cristianismo
moralizado", pues la confianza en Dios exige la renuncia radical a creer en uno mismo. Debemos llegar a
aceptar nuestro propio quebrantamiento, y así aceptar la misericordia de Dios.
[Lee en
ReL la historia de Ciszek: Se consideraba duro y se
infiltró en la URSS para evangelizar... en el gulag Dios condujo sus pasos]
Me gustaría insistir en un punto
más que tiene que ver con el conjunto: "Los
compromisos fundamentales de los institutos religiosos no difieren en esencia
de la vida cristiana que todos los cristianos están llamados a llevar, sea cual
sea su forma de vida". Entonces, ¿por
qué arriesgarse al desierto? plantea Hitz: "La
diferencia entre la vida religiosa y la vida de un cristiano corriente no
radica en ningún principio básico, sino en su función social. La
vida religiosa se propone comunicar la enseñanza central del cristianismo".
La idea es atractiva, desde
luego, pero ¿es cierta? La historia de Antonio abad arroja
algo de luz: "Rebaños de discípulos le
persiguieron hasta lugares cada vez más desolados. Su vida, escrita por Atanasio, causó sensación en la
antigüedad tardía". De hecho, fue el catalizador de la conversión de Agustín,
y también "inspiró fundaciones religiosas en Oriente y Occidente". No
cabe duda, pues, de que la vida religiosa, incluso la vida contemplativa de
clausura, puede servir como forma de predicación al mundo circundante, pero esa comunicación,
sostengo, no puede ser su objetivo fundamental.
Pensemos en Antonio aventurándose
en el desierto cada vez más profundo: ¡seguramente no era para ser visto y
seguido, sino para ver y seguir a Jesucristo!
En una palabra, el testimonio cristiano solo es fecundo como fruto del
amor, cuando la persona está injertada en Cristo. La diferencia esencial
reside, pues, en los medios para perseguir el fin y en la radicalidad de esa
búsqueda: la libertad para el amor incondicional y el
servicio divino que pueden dar la pobreza perpetua, la castidad y la obediencia, la consagración de la propia persona ad religionem, al culto de Dios.
A decir verdad, sería fácil
extraer cualquier número de pasajes, argumentando que las afirmaciones hechas
se quedan cortas. Y sospecho que la autora estaría en gran medida de acuerdo, e
incluso que esto forma parte de su planteamiento: dar vueltas alrededor de su
tema, iluminando primero un aspecto y luego otro, consciente de que toda su
amplitud, longitud y profundidad están siempre justo fuera
de nuestro alcance.
Sin embargo, esta misma
inadecuación revela una verdad más profunda: nadie entra en la vida religiosa,
o al menos nadie prospera y persevera, solo como resultado del análisis y la
especulación filosóficos. Dicho más sencillamente, la vida religiosa es una
realidad humana, pero animada tanto por la
razón como por la fe.
El filósofo, como el Jacob bíblico, puede
luchar en sus noches oscuras con el sentido más profundo de la existencia
humana, pero para abrazarlo plenamente, no puede limitarse a captarlo, sino que
debe recibirlo humildemente. "La fe es un
don de la gracia, no un esfuerzo", reconoce Hitz al
final: "no está bajo nuestro control". De
ahí que, como confiesa de forma tan memorable Agustín, buscar sin descanso no
sea suficiente. Debo buscar, sí -y buscar con celo-, pero también debo
descubrir que he sido encontrado.
Traducido por Verbum
Caro.
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