Tomás Melendo Granados profundiza en la persona y su dignidad, expresiones que van más allá del lenguaje.
Por: Tomás Melendo Granados | Fuente: Arbil.org
Muchas veces se ha señalado la especie de afinidad que liga los términos
«persona» y «dignidad». Consideraremos ahora otra asociación de vocablos
también muy corriente entre nuestros contemporáneos: la que enlaza persona y
singularidad. «Cada uno es cada uno», «todo ser
humano resulta único e irrepetible», «cada persona es un mundo»: estas y
expresiones similares abundan en los diálogos, discursos y escritos de hoy en
día
1. ¿SOLO LAS PERSONAS SON
SINGULARES?
a) El hecho
No se trata de un simple capricho o de una moda pasajera, sino de una
doctrina contrastada durante siglos, y de enorme relevancia para nuestro
conocimiento y nuestra vida.
Ya Tomás de Aquino afirmaba tajante que, en sentido estricto, singularidad
equivale a personalidad:
«Con el nombre de persona queremos significar
formalmente [de manera clara y directa] la incomunicabilidad o la
individualidad» de determinadas substancias; el nombre de persona designa «la
condición por la que algo es distinto e incomunicable».
i) Existe, pues, un nexo estrechísimo entre
singularidad y personalidad. Lo cual nos sitúa ante otra especie de tautología.
Expresiones como «singularidad de la persona», «persona individual», «persona
única e irrepetible», constituyen cierto pleonasmo o redundancia: con ellas no quiere afirmarse sino la individualidad de
lo (muy) individual, la singularidad de lo (en extremo) singular o la unicidad
de lo (absolutamente) único e irrepetible.
(Veremos enseguida que los paréntesis son importantes, porque indican que la
singularidad propia de las personas es mucho mayor que la de las demás
realidades.)
La de la persona es, en efecto, una singularidad superior o incluso suprema>.
Igual que la elevada valía de lo que reposa en sí mismo —la dignidad—
diferencia a las personas de las realidades que no poseen tan alto valor,
también la individualidad sobresaliente distingue a las personas de aquello
que, por así decir, solo es singular de un modo secundario, derivado o
empobrecido.
Un detalle curioso. Si examinamos el testimonio de algunos expertos, parecería
incluso que la singularidad es la razón o causa de la dignidad personal, que
esa singularidad viene «antes», que resulta
más determinante y propia de la persona que la misma dignidad.
Al respecto, Enrico Berti explica que el valor de la persona «resulta extraordinariamente incrementado por el
cristianismo, que subraya su singularidad, es decir, su carácter insustituible
en la economía de la salvación: y esto se muestra con claridad en las parábolas
evangélicas de la oveja perdida, del dracma, del hijo pródigo, en afirmaciones
como “incluso los cabellos de vuestra cabeza están contados”, “vuestros nombres
están escritos en el reino de los cielos”, y de la personalización llevada a
cabo por Cristo de la misma verdad, cuando por ejemplo afirma: “Ego sum
veritas”».
De manera análoga, Ricardo de San Víctor corrige la definición de Boecio
acentuando precisamente la singularidad de la persona, en cuanto la condición
que este término indica «no conviene sino a uno solo (proprietas qui non convenit
nisi uni soli)».
Y abundando en la misma idea, en el siglo XIII, cuando Buenaventura de
Bagnoreggio escribe que «la condición personal se encuentra configurada por dos
factores: singularidad y dignidad», está anteponiendo, como elemento
constitutivo de la persona, su radical singularidad a su grandeza o eminencia.
Y no solo desde el punto de vista espacio-gramatical, por escribirla delante,
sino real: según recuerda Gilson, para Buenaventura, «la idea de persona
implica la de individuo, más la de cierta dignidad de ese individuo», que
deriva justamente de su especial y más aguda singularidad.
Es lo que sostiene otro autor de nuestros días, Leopoldo Eulogio Palacios, con
el valor añadido de poner muy atinadamente en relación la singularidad
pronunciada y el obrar libre. Existen innumerables individuos —escribe— «que no son personas: este diamante, este árbol, aquel
rinoceronte». Pero entre tales realidades «hay algunas cuya
individualidad está todavía más acusada, menos dependiente del medio en que
habitan, con más capacidad de autarquía y suficiencia, y que, en virtud de su
naturaleza personal, son dueñas de sus propios actos. A estas sustancias […] se
reserva el nombre de personas».
Con esta cita vislumbramos ya el fondo de la cuestión. Advertimos que toda
singularidad —«ser intensamente lo que uno es», diferenciándose del resto—
lleva consigo cierta independencia respecto al medio. Y la singularidad extrema
una independencia también más fuerte, estrechamente relacionada con un modo de
ser (y del correspondiente obrar) autónomo y libre, tal como concluimos al
hablar de la dignidad. No resulta absurdo sostener, entonces, que la
singularidad así entendida, como propiedad de quien es autosuficiente por gozar
de autodominio, es «la causa» de la dignidad.
(En el fondo, más bien habría que decir que tanto la singularidad como la
dignidad remiten a un acto de ser de gran categoría, que por eso se destaca de
todos los restantes y goza de independencia, mayor o menor, respecto a
cualquiera de ellos.)
ii) La relevancia de la singularidad y su
relación con la persona quedan aún más subrayadas al considerar el diferente
modo como los términos «hombre» y «persona» designan
a los seres humanos.
La voz «hombre» apuntaría de manera directa a la esencia o condición humana, de
modo que, aunque se refiera a los singulares, lo hace en cuanto poseen una
naturaleza común.
Por el contrario, el vocablo «persona» designa a las singularidades como tales,
hasta el punto de que habría que considerarlo un nombre propio, similar a los
que utilizamos para diferenciar a los individuos concretos: Pedro, Antonio,
Santiago… Si cabe aplicarlo al conjunto de ellos, no es porque apele a un
atributo general, sino en cuanto se refiere a cada uno, subrayando su
distinción respecto a los demás, pero de una manera vaga o imprecisa (algo
análogo, no idéntico, a lo que se pretendía afirmar en otros tiempos con los
vocablos Tizio o Cayo, y hoy con Fulano o Mengano: un
individuo muy diferenciado, pero cuyo nombre nos es desconocido).
La palabra «persona» realza, por tanto,
(además y tal vez «antes» que su dignidad), la individualidad del individuo, su
autonomía y distinción respecto al resto de lo existente, pero de forma no
definida. En este sentido, «persona» indica a un singular en cuanto muy singular,
aunque indiscriminadamente.
Es decir, a cada una de las personas, resaltando su individualidad, pero de
manera inconcreta: individuum vagum, según
la expresión latina.
Con fórmula un tanto rebuscada, cabría sostener que el término «persona» designa a aquel conjunto de realidades
que tienen en común… el ser cada una < radicalmente distinta de las
restantes: sin par, única.
iii) Estos simples apuntes permiten anticipar
una conclusión de enormes repercusiones en la esfera educativa y, más en
general, en toda la vida de relación entre los hombres.
El vocablo «persona» se encuentra en la
misma vertiente significativa que la voz «individuo»;
pero va más lejos que esta, señalando y realzando el notable incremento
de individualidad.
Es el
individuo por excelencia, extremadamente singular.
Y justo por eso, porque los sujetos particulares de naturaleza intelectual o
racional poseen la singularidad en un grado destacado y eminentísimo se han
hecho merecedores de una designación especial: la
de personas.
Por consiguiente, si no se conoce y re-conoce y se lucha por ahondar en esa
suprema individualidad, dirigiendo toda nuestra atención a cada persona, nada
se sabe realmente de los seres humanos; y si no se los trata individualmente,
en realidad no es a la persona a quien estamos tratando: y no existe, por
tanto, ninguna posibilidad de contribuir eficazmente a su mejora o
perfeccionamiento.
(Suelo ejemplificar con cierta frecuencia: igual que el diamante solo se pule
con diamantes, la persona únicamente crece y madura cuando entra en contacto
íntimo con otras personas, poniendo en juego lo que cada una de ellas tiene de
más estrictamente personal: el entendimiento y la voluntad y, en lo que nos
atañe, su radical singularidad, que afecta a esas y a las restantes potencias o
facultades.
Por el contrario, para «des-hacer» a una persona, para incitarla a obrar mal,
no es menester tener en cuenta su exquisita singularidad: más aún,
despersonalizarla, tratarla como masa, es ya un inicio de ese posible influjo
negativo e incrementa enormemente la capacidad de obrar «contra la persona».
Desde semejante perspectiva, los instrumentos o circunstancias que se
relacionan preponderantemente con los seres humanos en conjunto —medios de
comunicación de masas, mítines, etc.—, poseen mayor capacidad de inducir a las
personas hacia actuaciones incorrectas e incontroladas que hacia hondas
convicciones que les inclinen a la mejora.
No pretendo con ello decir, pongo por caso, que la televisión no pueda en modo
alguno favorecer el perfeccionamiento de los hombres, sino simplemente que,
para lograrlo, es necesario un suplemento de personalidad —de grandeza humana—
que permita a quien habla «llegar» hasta las
individualidades de quienes lo escuchan, disolviendo la masa.
De manera análoga, una arenga desemboca con relativa facilidad en algarada con
daños materiales y humanos, mientras que una conversación personal, de tú a tú,
resulta más adecuada para una conversión profunda.)
Tal vez cuanto acabo de afirmar suene un tanto exagerado. Pero no lo es. La
profunda verdad que encierra explica que, a unos seiscientos años de distancia
de Tomás de Aquino y Buenaventura, Søren Kierkegaard hiciera de la categoría de
persona el eje de todas sus especulaciones y de sus intentos de salvar a la humanidad
de la degradación originada por el afán de homogeneizar tan propio de su
tiempo… y de los nuestros; y que, para designar a esa categoría privilegiada,
utilizara un término característico —den Enkelte —, que acentúa precisamente la
singularidad del individuo humano que se torna por completo personal.
Cornelio Fabro propone traducir ese vocablo por «il
Singolo», cuya versión directa en castellano sería «el Singular». Y lo mismo hacen otros autores,
como Mesnard o Viallaneix, cuya monografía más conocida sobre Kierkegaard lleva
por subtítulo: El único ante Dios. De esta
suerte quieren poner de relieve cuanto de irrepetible y, en cierto modo, de
extraño y excepcional encierra cada persona (todos somos tan «raros» —suelo explicar a mis hijos cuando califican
de este modo a un amigo o amiga algo excéntricos— que somos… únicos: no se olvide que uno de los significados de «raro» en
castellano es justo el de «escaso», y nada más escaso que lo que solo es uno).
«El Singular», como equivalente de persona,
indica hasta qué extremos la absoluta individualidad de cada ser humano lo
caracteriza o incluso lo constituye como persona en su sentido más agudo y
acendrado.
En efecto, Kierkegaard atribuye tal importancia al individuo profundamente
singular, a ese ser cada uno el que efectivamente es, concreto y perfilado, que
lo establece como requisito ineludible y casi suficiente para que pueda
relacionarse con Dios y colmar así su calidad de persona:
«“El Singular”: con esta categoría se mantiene en
pie, o cae, la causa del cristianismo […]. Por cada hombre que yo pueda
atraer a esta categoría de “el Singular”, me
comprometo a hacer que se convierta en cristiano; o mejor, puesto que nadie
puede hacer esto por otro, le garantizo que lo será».
Los testimonios en la misma línea, antiguos y modernos, podrían multiplicarse.
Con todo, en el plano teórico, una duda se alza inevitable: ¿sirve de hecho la
singularidad para diferenciar a las personas de las realidades infrapersonales,
que, en fin de cuentas, también son concretas?
Retomamos ahora
un particular al que unos párrafos más arriba simplemente aludí.
b) El problema… y las claves para su solución
i) «… que, en
fin de cuentas, también son concretas». Hace ya bastante tiempo,
mientras impartía un curso en torno a la persona humana, un catedrático de otra
disciplina, con muchos años de vuelo y en extremo inteligente, me objetó:
«Considero que no hacéis bien los filósofos cuando insistís tanto en la
singularidad de la persona, como si se tratara de algo extraordinario. En
última instancia, también los árboles o los perros son singulares».
¿QUÉ SE ESCONDÍA TRAS ESTA
AFIRMACIÓN?
Si no yerro, uno de los defectos más frecuentes en el mundo de hoy: la consideración abstracta o indiferenciada (al menos
hasta cierto punto) de la realidad. El defecto especulativo-práctico de
no considerar que en el universo real —ese con el que nos topamos cada día y en
el que se desenvuelve nuestra existencia— no hay dos seres absolutamente
iguales. Y, por consiguiente, que cualquier atribución de una propiedad o de
una carencia debe modularse (configurarse de un modo u otro) y graduarse (según
un más y un menos) en función de aquel o aquello a quien está referida.
En relación con lo que estamos analizando, si es verdad que todos los
existentes son singulares (lo abstracto se encuentra solo en nuestro
entendimiento), no lo es menos, ni tiene menor importancia, que cada uno lo es
a su modo < , único y exclusivo: con una
configuración y una intensidad diversas, que impide que la individualidad pueda
serle atribuida con un significado y un vigor idénticos al de cualquier otra
realidad existente.
Cada uno de los
seres del universo es más o menos singular y de un modo distinto que cualquier
otro.
Considero que esta es una de las claves más determinantes del conocimiento
auténtico. Lo advertía ya en páginas anteriores al referirme a los varios
niveles de «personalidad» (en ocasiones se
habla de «personeidad», para dejar claro que
se alude a las dimensiones ontológicas —al ser de la persona— y no a las
meramente psicológicas), y a cómo todo lo que es propio y característico de la
persona —conocimiento, amor, libertad…— se da en cada uno de esos estratos de
manera peculiar y más o menos plena y aguda que en el resto. Y lo mismo sucede
con cualquier otra cualidad o atributo: más cuanto más relevante resulte, y más
cuanto mayor envergadura posea la realidad de que se trate.
ii) En lo que atañe a nuestro tema, existen, por
decirlo así: una singularidad menuda o poco
pronunciada, y, en el otro extremo, una individualidad acentuadísima, mucho más
vigorosa y discriminadora.
La primera corresponde a las realidades de menos entidad o categoría, en
particular a las inertes y, de manera todavía más acusada, a las artificiales.
Sobre todo en el caso de estas últimas, y no digamos nada cuando están
fabricadas en serie, lo único que las diferencia es el concreto material con
que están hechas: no el que una sea de plástico y otra de madera, lo que
supondría «demasiada distinción», sino una de este trozo de plástico y la otra
de ese otro, en realidad prácticamente idéntico al primero.
Por eso cabe sostener con rigor que un vaso vale lo que otro vaso y una silla
lo que otra (de hecho, muy a menudo ni siquiera advertimos que nos los han
cambiado); que no sucede exactamente lo mismo, pero sí algo análogo, con las
plantas y los animales, mientras que, en el extremo opuesto, Dios es el
absolutamente Otro.
O, de manera más
genérica:
La singularidad de las realidades infrapersonales —de los animales y
las plantas— es muy leve, muy poco discriminadora: en definitiva, cada una de
ellas se limita a ser un puro exponente de la perfección propia de su especie:
como un fragmento, una porción o un «número» dentro de ella. De ahí que se las
pueda tratar genéricamente, casi a bulto, sin atender a lo que las diferencia…
justo porque semejante desigualdad es tan tenue que apenas si cuenta ni puede
advertirse.
Al contrario, la diferencia entre los seres humanos, justo por ser personas, es
radical y absoluta. Resultan valiosos por sí mismos y por eso merecen una
atención particularizada, que comienza ya en el modo de conocerlas, como antes
apunté.
Según explica Forment, entre todas las realidades que pueblan el cosmos,
«únicamente la persona es “buscada por sí misma”. Sólo
en el nivel de la naturaleza racional, los individuos en cuanto tales tienen
interés por sí. En la escala de los seres, según los grados de perfección, por
debajo de la persona humana los individuos interesan en razón de la naturaleza
que poseen, porque en ellos todo se ordena a las operaciones específicas, de la
naturaleza. Por más singulares que fueren», y precisamente porque no lo son en
muy alto grado, «interesan sus propiedades específicas. Por el contrario, en el
nivel de la dignidad personal, lo estimable, lo valioso para ser contemplado o
para entrar en diálogo o comunión de vida, es el individuo, el ser singular que
posee la naturaleza racional».
La cuestión ha sido tratada de una manera muy correcta por Romano Guardini. En
el libro titulado Mundo y persona, el capítulo que dedica a la caracterización
de esta segunda —de la persona— está basado todo él en un solo principio: que
la categoría de cualquier existente crece en la proporción en que aumenta su
singularidad; y que, por tanto, la extremada individualidad del ser humano (y
de los superiores a él) lo distingue hasta tal punto de los animales… que
obliga a designarlo con un término propio y eminentemente enaltecedor: el de
«persona» (es un caso más en que los personalistas actuales coinciden con los
mejores metafísicos clásicos).
Citaré algunos párrafos especialmente pertinentes del filósofo ítalo-germano:
«Cuanto un ser vivo es de menor categoría, tanto
más se sume [o diluye] en las exigencias de la especie; cuanto más elevado,
tanto más intenso es el instinto de imponerse individualmente. Las propiedades
caracterizadoras se hacen más numerosas, las realizaciones peculiares se
destacan más, la fecundidad desciende numéricamente, las exigencias de cuidado
de la prole se hacen mayores. De esta suerte, el individuo reviste cada vez
mayor importancia, tanto respecto a la especie en su totalidad, como respecto a
los otros individuos».
«”Persona” significa que en mi ser mismo no puedo,
en último término, ser poseído por ninguna otra instancia, sino que me
pertenezco a mí […]. Persona significa que no puedo ser utilizado por nadie,
sino que soy fin en mí mismo […]. Persona significa que yo no puedo ser
habitado por ningún otro, sino que en relación conmigo estoy siempre solo
conmigo mismo, que no puedo estar representado por nadie [recuérdese el per se
sonans romano], sino que yo mismo estoy por mí; que no puedo ser sustituido por
otro, sino que soy único».
Con palabras
mías, y acudiendo a ejemplos concretos:
Un perro de guarda, de caza o de compañía interesa porque guarda,
caza o proporciona acompañamiento, igual que los restantes exponentes de su
especie; o, en todo caso, porque lo hace mejor que los demás: es decir, porque
encarna las propiedades específicas con mayor eficacia que los otros
integrantes del grupo. Pero siempre en comparación con el resto: en ninguna
circunstancia posee la consistencia o valía como para resultar apreciable,
amable y deseable por sí mismo.
(Tiene sentido, por eso, que a la hora de adquirirlo busquemos el mejor entre
ellos: es decir, repitiendo lo que acabo de sostener, el que destaca sobre los
otros al cumplir de una manera eminente lo específico de ese tipo de animales.
Como también lo tiene la inmolación de uno o más animales o plantas —el número
no cuenta— en aras del bien de la propia especie y, al cabo, del conjunto el
universo corpóreo: no hay planta o animal que valga por sí mismo.)
Justo lo contrario sucede con las personas, a las que se busca para instaurar
con ellas un intercambio comunicativo de conocimiento y de amor, sólo posible
en la misma medida en que cada una constituya una estricta y no repetible
intimidad individual: en el grado en que sea, con
todas sus consecuencias, ella misma: ni mejor ni peor que las restantes,
porque, al ser «heterogénea», no admite tal comparación.
(Como suelo explicar en metafísica, cada persona,
«cada una de todas»: merece ser conocida por sí misma, justo porque posee
—puede y debe poseer— una notable riqueza interior, una intimidad del todo
distinta a la de cualquier otra; reclama también ser apoyada en concreto,
buscando el bien que le es propio (y en tal sentido, frente a cuanto acabo de
apuntar respecto a los animales o plantas, ningún ser humano puede ser
sacrificado, y ni siquiera lesionado, con vistas a mejorar la situación o la
«calidad» de otro, o de cientos, miles o millones a lo largo de toda la
historia: ¡también ahora el número es irrelevante, pero en sentido inverso!);
como asimismo postula que se la admire por las cualidades externas o internas,
por la belleza que siempre posee y que manifiesta… a quien la contempla con
mirada amorosa.)
iii) Desde este punto de vista, y expresándolo
técnicamente, ninguna persona se configura como un mero ejemplar de la especie
a que pertenece, como un simple guarismo, como una re-edición de las perfecciones
comunes. Muy al contrario, cada ser humano trasciende la especie en que se
engloba y aporta al universo una novedad absoluta, que constituye uno de los
más insignes y decididos títulos —acaso el título, si se lo interpreta con
hondura— de su excelsa condición.
(De ahí que no sea correcto hablar de «re-producción» humana, sino más bien de
pro-creación, con lo que este vocablo sugiere de radical novedad: ex nihilo).
Todo lo cual trae
consigo una consecuencia cuya importancia no es fácil exagerar.
Si nos expresáramos y obráramos con coherencia, vocablos como los de «normal» o «anormal», y
todos los similares, carecerían por completo de sentido cuando se aplicaran a
los seres humanos, y nunca podrían ser motivo de discriminación entre unos y
otros.
¿Razones?
Entre los animales existe una «norma», que es la perfección de la
especie. Pero cada ser humano es único, impar, valioso por sí mismo, y no
permite el cotejo con modelo alguno distinto que su propia individualidad… en
un grado superior de desarrollo.
De ahí que, frente a lo que acabamos de ver respecto a los animales, y a pesar
de tantos esfuerzos por hacer que pase como algo corriente y perfectamente
legítimo, resulta absurdo y tremendamente lesivo el intento de «seleccionar» a
una persona, incluso antes de haber nacido, en función del sexo, el color de la
piel, o de presuntas —¡o reales, tanto da!— carencias
o disfunciones genéticas (entre otros motivos, porque no existe criterio alguno
para realizar la selección: cada persona es única, irrepetible y valiosa en sí
misma).
Y de ahí que el ideal de cualquier niño o adolescente, como el de las personas
adultas, no deba ser una figura externa (aunque tales modelos puedan ejercer en
determinadas etapas un efecto psicológico muy positivo… o muy negativo), sino
él mismo a medida que advierta todo lo que puede dar de sí y los caminos
propios y exclusivos para lograrlo.
Olvidar este principio, alentar o aspirar a ser el que más destaque, o, si se
prefiere, pues así suele vivenciarse, mejor que los demás, se opone a la misma
condición personal y, como consecuencia, es origen de muchas inquietudes y
frustraciones, que podrían y deberían haberse evitado.
Desde semejante perspectiva, la vida propia del hombre, en su condición de
persona, es la vida radicalmente singular, no asimilable y ni siquiera
comparable a ninguna otra; por eso nunca debe ser tratado en masa, de forma
genérica, ni tampoco contrastarlo con el resto.
Corolario: respecto a
cualquier ser humano, y sólo respecto a ellos, son pertinentes e imprescindibles
los análisis individuales y las biografías.
«Las personas —escribe de nuevo Forment—, a diferencia de los otros vivientes, tienen una vida
biográficamente descriptiva de la cual merece la pena ocuparse y comprenderla».
Y añade: «En las biografías no se determinan
las características o propiedades universales de los hombres, sino que se
intenta exponer la vida de un hombre individual, de una persona. Con una
biografía no se pretende elaborar una antropología, ni tampoco un estudio metafísico
sobre el ente personal, sino explicar la vida de una persona, en cuanto ésta es
algo individual y propio, es decir, narrar su vida o vida personal».
¿Extrañará, entonces, que la más conocida de las
obras de San Agustín — la primera que refleja de forma plena el valor de cada
persona— adopte el estilo autobiográfico, con una maestría y una penetración
que probablemente todavía no han sido superadas? En las Confesiones, lo
que atrae la capacidad de reflexión de Agustín de Hipona son este y aquel
hombre concreto, cada uno en su propia singularidad irrepetible y con sus
particulares problemas. En definitiva, y si quisiéramos resumir, es el hombre
en cuanto persona, única e inconfundible.
Por todo ello, su filosofía se muestra tremenda y decididamente enaltecedora de
la persona, justo como persona. No es el hombre genérico lo que le fascina,
sino cada persona y, más en particular —parece decir—, mi persona, en toda la
riqueza de sus matices y sus luchas y vicisitudes interiores. O, si se
prefiere, el gran problema del yo: «… Yo mismo —dejará escrito— me había
convertido en un gran problema (magna quaestio) para mí». Y también: «no
comprendo todo lo que soy».
La persona concreta de Agustín de Hipona (no hay más persona que la concreta)
se transforma en protagonista de su propia filosofía. Como se ha recordado a
menudo, es ella el observador y el observado.
(Todo lo cual confirma una idea relativamente conocida:
El que Agustín, en las Confesiones, hable constantemente de sí mismo, de sus
padres, de su patria, de las personas a las que ama; el que saque a la luz
hasta los rincones más recónditos de su alma y las tensiones más íntimas de su
voluntad, es signo elocuente del giro experimentado por la especulación sobre
el hombre, como consecuencia del cristianismo, a raíz del descubrimiento de su
exquisita condición personal.
Si comparamos su actitud con la de su maestro Plotino —que se refiere de
continuo al hombre en abstracto o en general, despoja al alma de su
individualidad característica e ignora por completo el problema de la condición
personal—, advertiremos hasta qué punto San Agustín ha percibido la índole
propia, exquisitamente original, de la persona y el modo en que ésta trasciende
la categoría de mero eco o reposición de la especie.)
Las repercusiones de estos hechos para nuestra vida son abundantes. Por el
momento, cabría condensarlas en una sola máxima: ¡ojo
con las generalizaciones, en el conocimiento y en el modo de obrar!;
intentemos dar a cada gesto, a cada actuación, a cada desplante, ¡a cada expresión
de cariño!, el concreto valor que esa realidad tiene en atención a las
circunstancias de la persona —¡única!— que lo está llevando a cabo o a quienes
los enderezamos.
2. LA SINGULARIDAD COMO
IRREPETIBILIDAD: EL ÚNICO
a) El sentido de esta expresión
En perfecto acuerdo y continuidad con cuanto antecede, aunque con palabras
quizás más complejas, se ha dicho con toda razón que no resulta legítimo «definir al hombre como individuo de la especie homo (ni
siquiera homo sapiens )». Muy al contrario, «el
término “persona” se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja
encerrar en la noción “individuo de la especie”, que hay en él algo más, una
plenitud y una perfección de ser particulares, que no se pueden expresar más
que empleando la palabra “persona”».
Son ese apogeo y excelencia peculiares los que, según vengo apuntando,
invierten entre los hombres las relaciones individuo-especie que tienen
vigencia en el caso de las realidades infrapersonales.
Me explico:
En el reino de lo infrahumano (animales, plantas…), cada individuo
no es más que un momento pasajero del persistir de su especie y, más allá
todavía, un resultado efímero del disponerse de la materia: una fracción dentro del todo o, si se me permite la
expresión, una suerte de «préstamo ecológico», que surge del conjunto de
la naturaleza corpórea, persiste durante algún tiempo… y vuelve a sumergirse en
ella sin dejar ningún rastro propiamente individual.
Como consecuencia, adquiere su significado gracias a la especie de la que forma
parte y, a través de ella, se encuentra sometido y subordinado al bien del
universo en su conjunto (el llamado equilibrio ecológico). No sólo la especie
importa más que cada uno de sus ejemplares, sino que éste obtiene toda su valía
por servir a la totalidad en que se integra. Cosa que consigue, según vengo
insistiendo, en la medida en que mejor encarna los atributos propios de su
especie o raza, en que es más igual a todos los demás, en que los repite.
En tal sentido, sostiene Kierkegaard, con el lenguaje paradójico que le
caracteriza: «Tienen razón los pájaros cuando
atacan a picotazos, hasta la sangre, al pájaro que no es como los otros, porque
aquí la especie es superior a los individuos singulares.
Los pájaros son todos pájaros, ni más ni menos».
Pero todavía resultan más significativas las palabras que añade de inmediato: «En cambio, el destino de los hombres no es ser “como los
otros”, sino tener cada uno su propia particularidad».
La
cuestión podría comentarse así:
Por su tenue consistencia en el ser y en el obrar, los animales, las plantas,
las realidades inertes, no tienen ni aptitud ni «derecho» para destacar su
individualidad, recortándola sobre el horizonte del cosmos y de la peculiaridad
de la familia biológica a la que pertenecen; son propiamente parte de su
especie: fracción.
Al contrario, el hombre se despega hasta tal punto de la suya propia, como algo
dotado de valor por sí mismo —como persona—, que, en un tono un tanto
hiperbólico, casi podría afirmarse que:
No existe especie humana (cuando lo que se
considera en cada varón o mujer es su índole personal).
O, tal vez, que entre los hombres la especie reviste un significado totalmente
distinto —casi opuesto— al que posee entre los animales y las plantas.
O, mejor todavía, porque aquí no queda ya rastro de metáfora, que esa especie
—que realmente sí existe— no se configura de tal modo que el ser humano quede
plenamente definido por su mera pertenencia a ella, de modo que tanto diera uno
como otro.
Muy lejos de todo esto, en un sentido nada figurado: cada persona humana —cada
uno de nuestros interlocutores— trasciende su propio género y ostenta un
significado particular, propio y nobilísimo, al margen o con independencia de
los demás exponentes de la humanidad (o, en casos más precisos, del grupo o
clase a que pertenece, de los intereses del colegio o de la empresa, etc.).
Algo muy similar sostiene Pareyson cuando afirma que «en el hombre, por decirlo
de algún modo, todo individuo es único en su especie».
b) Algunas de sus consecuencias
De aquí, sea dicho sólo de pasada, la conveniencia de esforzarnos por
llamar a cada uno de nuestros conocidos, de nuestros amigos y familiares, por
su nombre de pila, propio e irrepetible, y de ser consecuentes con esta denominación.
Como explica una vez más Forment, «cada persona o individuo humano es único e
insustituible. Merece, por ello, ser nombrado no con un nombre que diga
relación a algo genérico o específico, sino con un nombre propio, que se
refiera a él mismo. Un nombre que indica su carácter individual y valioso por
sí mismo. Sólo las personas tienen nombre propio. Si se da también a otras
realidades es por su relación directa con personas. El nombre propio se puede
extender de la persona, su objeto directo, a su entorno, que tiene un nombre
propio no por sí mismo, sino por estar referido a las personas», que son lo más
perfecto de toda la naturaleza, lo supereminente y valioso en sí y por sí.
Con todo, siendo este un corolario no despreciable y de aplicación cotidiana,
existen consecuencias de mucho mayor calado, especialmente relevantes en la
sociedad actual, que, de manera no siempre explícita pero muy a menudo
efectiva, tiende a homogeneizar, masificar… o como prefiramos denominarlo, con
tal de que seamos conscientes de que todo ello lesiona y disminuye la categoría
de las personas, las «des-personaliza».
De lo que deriva la necesidad de «singularizarse» si
se quiere alcanzar la plena condición personal.
(Para prevenir confusiones en torno a este singularizarse, transcribo unas
palabras de Carlos Cardona, que muy bien podrían reemplazar, y con ventaja, a
cuanto me dispongo a exponer, y que ahora utilizo para dotar a ese desarrollo
de su más pleno significado.
Tras afirmar que «la verdadera singularidad de la persona humana […] nada tiene
que ver con las extravagancias y las rarezas, que no son más que disfraces que
encubren un vacío de personalidad», Cardona agrega que se trata más bien de
«ser un hombre común, pero personalmente y a fondo, hasta el heroísmo, dando la
vida a Dios, por los otros. […] La verdadera singularidad humana es esta, que
tiene su origen en un singular acto creador divino para cada alma, y que tiene
su posibilidad en la libertad que Dios nos ha dado, precisamente como facultad
de amar generosa y liberalmente: a Él mismo de modo absoluto —y como
correspondencia, para la unión de amistad eterna—, y a los otros porque Dios
los ama».
Y concluye: «Esta es la auténtica singularidad del
hombre común, precisamente para la comunión. Esto es ser realmente persona y
poner la base esencial para que pueda haber una comunidad verdaderamente humana».)
i) La obligación de ser uno mismo. Más de una
vez he comentado que, como las restantes, semejante obligación deriva del deber
primordial de todo ser humano de dar de sí cuanto le sea posible: de alcanzar
su plenitud o cumplimiento.
Lo que me gustaría mostrar es que tal perfeccionamiento es paralelo al
incremento de singularización de cualquier persona. O, con palabras más
sencillas, que nadie puede mejorar sino siendo cada vez más quien es y está
llamado a ser, radicalmente diverso de cualquier otro.
En cierto modo, se trata de una doctrina reconocida al menos desde Platón. Ya
este filósofo vio muy claro que para ser aquel que somos hemos de no-ser (de
dejar-de-ser) absolutamente todo lo demás: para ser este varón concreto que
soy, no puedo ser ni mujer, ni animal, ni planta… ni cualquier otro varón de
los que pueblan el universo.
Y si esto es ya así en el inicio de nuestra vida —y tiene una manifestación muy
clara en la dotación genética propia y exclusiva—, se va agudizando con el
avanzar de la misma.
Entre otros
motivos porque:
a partir de lo que nos ofrece la
naturaleza y la educación que vamos recibiendo, y en estrecha y recíproca
interconexión con todo ello, nuestro particular modo de ser (conocido a menudo
como «personalidad») lo vamos forjando principalmente a través de elecciones,
que nos marcan o conforman con más o menos intensidad;
tales elecciones suelen realizarse por lo común optando por alguno de los
componentes de una alternativa, y dejando fuera los restantes;
por consiguiente, esa cadena de opciones configura una manera de ser
progresivamente más perfilada y única, puesto que el abanico de posibilidades
decrece en cierto modo y se particulariza con cada nueva decisión;
y todo ello nos perfecciona en la medida en que más se adecue a las aptitudes,
cualidades, etc. con que en cada instante vamos contando: siempre dando lo
mejor de nosotros mismos y no intentando imitar a ningún otro.
Desde tal perspectiva, vienen muy a cuento las palabras que Unamuno dirigía a
un escritor novel, que le había escrito en son de queja porque el éxito de sus
obras le parecía muy escaso en comparación con el que cosechaban otros en su
opinión peor dotados. Don Miguel le contestó: «No te creas más, ni menos, ni
igual que otro cualquiera, que no somos los hombres cantidades. Cada cual es
único e insustituible; en serlo a conciencia pon todo tu empeño».
«Ni igual… ». Se trata de una puntualización de
enorme relevancia, tomada con toda probabilidad de su principal inspirador,
Søren Kierkegaard, que afirmaba de modo aún más tajante: «Ser completamente
“como los otros” parece una forma de confianza hacia los otros, y como tal se
proclama y se alaba naturalmente también en el mundo [...]. No, querer ser del
todo como los otros es una vileza deshonesta, grandiosa, precisamente hacia los
otros. Por eso la pena ha venido también sobre el género humano: que estos
millones viven todos, hasta el último, hacinados en una barraca, porque cada
uno es la copia perfecta del otro. De ahí su angustia e indecisión y
desconfianza, cuando se trata de comprometer la vida».
ii) La razón de ese deber. Lo que acabamos de
leer no tiene desperdicio y reclama, al menos, un breve comentario. ¿Por qué, en el decir de Kierkegaard, estamos ante «una
vileza deshonesta, grandiosa… precisamente hacia los otros»?
Se entenderá sin excesiva dificultad a la luz de lo que sigue:
Si el destino de cualquier persona —«principio y término de amor», la califico
a menudo— es justo el de darse a los demás, para ennoblecerlos y hacerlos
felices; si la aptitud para lograr ese objetivo resulta directamente
proporcional a la riqueza que cada cual aporte con su entrega; si semejante
patrimonio se consigue mediante un proceso de mejora que por fuerza conduce a
ser cada vez más uno mismo, distinto e irreemplazable, señero…; si todo ello es
cierto, parece claro que el no buscar esa singularidad (no por el prurito de
ser originales, sino por auténtico afán de servicio, por amor) incapacita de
raíz para cumplir la propia misión como persona, en los múltiples campos en que
cada quien está llamado a hacerlo.
1) Por ejemplo, en lo que atañe al conocimiento.
Aunque no es el momento de desarrollarlo, conviene al menos señalar que el fin
de todo conocer es la verdad (la realidad tal como es), hasta el punto de que
un conocimiento no verdadero no es un verdadero conocimiento: no es
conocimiento, sin más.
Pero la búsqueda de la verdad, sobre todo de aquellas que afectan más
directamente a la «vida vivida» —propia o ajena, individual o social— supone un
esfuerzo de penetración y de interiorización estrictamente personales.
Conforme vamos madurando, no basta con repetir lo que se nos dice… ni en la
familia, ni en los centros educativos de uno u otro nivel, ni en la pandilla de
amigos, ni en los libros ni —mucho menos, tal vez— en los medios de
comunicación.
Si uno no se esfuerza por contrastar todo ello con el universo que lo circunda,
si no se empeña en «mantener el oído atento al ser de las cosas», como repetía
Heráclito, en poner en juego sus más hondas capacidades cognoscitivas, jamás
logrará descubrir lo que la realidad es, comportarse de acuerdo con las
verdades así adquiridas, y ponerlas al servicio de los otros. En semejante quehacer
somos insustituibles.
Ahora bien, nuestra sociedad, tan pretendidamente crítica, no parece que
favorezca esa labor de apropiación de la verdad, esa reflexión serena y
reposada que —provisionalmente y no por desconfianza, sino por prudencia y
auténtico anhelo de saber— pone entre paréntesis lo que ha oído o leído, con el
único fin de recuperarlo como propio… o rechazarlo por falso.
Muy al contrario, me atrevo a afirmar que, por diversos motivos, la
civilización actual más bien dificulta esa tarea: no solo en cuanto que el
ritmo que a menudo impone torna casi imposible el «pararse» a pensar,
imprescindible para encontrar el sentido de lo que hacemos; sino, sobre todo,
porque estigmatiza y silencia («no existen», se suele decir) a quienes no
opinen como los otros, a quienes se sitúen al margen de lo «políticamente
correcto».
Lo cual repercute tremendamente en cada uno de sus miembros. El propio
Kierkegaard afirmaba que lo más difícil de soportar por un ser humano es la
soledad, y que no existe soledad mayor y más dura que la de aislarse
conscientemente del resto (de todo el mundo, si fuere necesario) para defender
una verdad que los demás repudian.
Por eso hoy son pocos quienes tienen el suficiente valor para actuar
contracorriente y mantener la verdad con riesgo incluso de la propia
existencia: la audacia de ser ellos mismos, de
singularizarse en los dominios del conocimiento.
Y por idéntica razón resultan tan escasos los que realmente aportan a nuestro
mundo unos criterios propios, que en efecto enriquezcan a quienes los rodean y,
en fin de cuentas, ayuden a orientarse al conjunto de la humanidad.
Todo esto queda de manifiesto en unas palabras de Caldera que no me resisto a
citar, también porque enlazan lo que acabo de sugerir con el núcleo de nuestro
entero estudio —la persona y su insigne valía—, al tiempo que lo completan:
«Aquí radica […] la dignidad de la persona […]. Abierto a la consideración de
la verdad, conforme a la cual decide, su actuar trasciende las determinaciones
de la materia: no se rige por determinismos [es libre]. Más aún, trasciende la
sociedad, en el sentido de no tomar como regla última la presión del grupo o la
convención social, sino la voz de la conciencia [es más libre].
Sócrates mostró en Atenas que el consenso de la multitud no podía decidir de la
verdad del hombre. Al contrario, que esa verdad era una suerte de regla
trascendente a la cual debía sujetarse toda decisión personal o de la ciudad.
De ese modo, atestiguó con su muerte por la verdad de la conciencia la irreducible
grandeza del ser humano, ante la cual toda fuerza queda en definitiva
impotente».
(Se trata de uno de los muchos posibles sentidos del conocido adagio: «la
verdad os hará libres». En este caso, cuando una persona tiene como aspiración
y guía el conocimiento de la verdad, de la realidad como es en sí, se libera de
sus propios prejuicios, de las opiniones mayoritarias e infundadas, de la
presión social, de lo políticamente correcto…)
Y añade, todavía
con referencia a Sócrates:
«Al propio tiempo, mostró los extremos a
los que puede llegarse si no se reconoce una verdad de lo humano y de su bien,
como ha venido ocurriendo en este siglo nuestro [el XX], siglo de
totalitarismos y de irrespeto al valor de la vida. Al margen de la verdad del
bien, puede hacerse lo que se quiera con un ser humano».
(Con otras palabras, la exclusión de la verdad anula la libertad de las
personas, las deja indefensas ante quienes detentan el poder de una manera que
por fuerza resulta arbitraria… puesto que no tiene una referencia clara, un
punto de sustentación, en el ser de cada realidad y en el comportamiento que
ese ser reclama.)
Pienso que la conclusión está clara: El no singularizarse a la hora de
encontrar, comunicar y defender la verdad puede considerarse, muy
particularmente en nuestra civilización, una vileza deshonesta … justo hacia
los otros.
2) Y también en los dominios del amor. Tal vez
en esta esfera resulte aún más patente que si no pongo ahínco en crecer y en
ser a fondo el que soy, que si me dejo llevar por el impulso gregario de
asimilarme a los demás, de no distinguirme en lo que en mí existe de más hondo
e inestimable, no dispondré de nada de valor —¡de nada!, cabría decir, sin más
calificativos— con lo que enriquecerlos. Todo lo que pudiera ofrecerles… ellos
ya lo poseen.
Existe, por tanto, la estricta obligación de desplegar todas mis virtualidades,
aquellas perfecciones que me caracterizan (es evidente que los defectos de más
o menos calado deben considerarse más bien como lagunas o carencias, como
no-ser, y que, en relación con ellos lo justo es irlos haciendo desaparecer y
no promoverlos).
La consecuencia no podría ser más clara entre los componentes de un matrimonio:
tengo obligación, por amor al otro, de mantener e incrementar mi propia
individualidad positiva… lo mismo que de fomentar la de mi cónyuge.
Esta vez es un sociólogo quien lo expone adecuadamente: «El enamoramiento tiende a la fusión de dos personas distintas, que
conservan la propia libertad y la propia inconfundible especificidad. Queremos
ser amados en cuanto seres únicos, extraordinarios e insustituibles. En el amor
no debemos limitarnos, sino expandirnos, no debemos renunciar a nuestra
esencia, sino realizarla; no debemos mutilar nuestras posibilidades, sino
llevarlas a término. También la persona amada nos interesa porque es
absolutamente distinta, incomparable. Y así debe permanecer, resplandeciente y
soberanamente libre. Nosotros estamos fascinados por lo que ella es, por todo
lo que ella nos revela de sí».
Pero la cuestión reviste una relevancia suma también cuando se atiende a otro
punto, al que alude Kierkegaard hacia el final de la cita: el compromiso.
Se afirma a menudo que, hoy en día, bastantes personas han perdido la capacidad
de comprometerse, con todas las consecuencias que eso lleva consigo. Y pienso
que se trata de una opinión fundamentada, que responde a causas muy diversas.
Pero ahora me gustaría esbozar tan solo hasta qué extremo semejante carencia
enlaza estrechamente con el afán de ser «como los
demás».
He explicado más de una vez que el núcleo del amor estriba en confirmar en el
ser a la persona amada, en decirle con la vida entera: «¡es
maravilloso que tú existas!».
Y con frecuencia añado que semejante corroboración se continúa en otros dos
momentos: la búsqueda de la plenitud de la persona querida y la entrega de uno
mismo. Quien ama no sólo anhela que el ser querido viva, sino también que
alcance su perfección; y se pone sin reservas a su servicio para que crezca y
mejore de continuo.
La inicial aprobación no basta: no hay verdadero amor si no se procura
eficazmente la plenitud de la persona querida mediante la ofrenda del propio
ser. Pero, como vengo insinuando, esa donación personal resulta imposible (o
inútil) cuando triunfa el ideal igualitario del «como los otros»; se desvanece
entonces la posibilidad de llegar a ser «uno mismo»: un
sujeto dotado de caracteres exclusivos y apto por eso para ofrecer a los demás
algo efectivamente distinto de lo que ellos ya poseen.
Y aquí es donde surge o se refuerza la incapacidad para el compromiso, que se
presenta como absurdo. Pues, en efecto, si todos somos iguales, ¿qué es lo que podría aportar yo al enriquecimiento
ajeno?; y, entonces, ¿para qué
comprometerme… si lo que yo puedo dar también puede hacerlo, con idéntica
eficacia, cualquier otra persona?
Sin singularidad, la entrega —culminación del amor— pierde todo su contenido y
significado. Sólo siendo a fondo yo mismo podré (advertir la necesidad de)
contribuir con algo decisivamente real, y realmente valioso, a la convivencia
humana: con algo que, aun cuando no gozara de mucho valor, ningún otro podría
ofrecer en mi lugar.
(No es difícil entrever, entonces, que la clave y razón de la singularidad es
el amor. Desde nuestra concepción somos irrepetibles, y cada uno ha de
proseguir esa tarea de perfeccionamiento singularizador, para que nos
transformemos en don, en dádiva: para que amemos y, al hacerlo, ennoblezcamos
de veras a aquellos a quienes queremos.)
De todo lo cual se infiere hasta qué punto la singularidad es constitutiva de
la persona y reafirma, e incluso constituye, su dignidad o grandeza.
3. ATENTADOS CONTRA LA
SINGULARIDAD DE LA PERSONA
Tal vez en otras circunstancias lo que me apresto a comentar estaría un
tanto de sobra. Sin embargo, la civilización actual propende de tal modo hacia
la homogenización despersonalizante, y semejante masificación es tan contraria
a la excelencia y el desarrollo de la persona, la sitúa tan cerca del obrar
éticamente inadecuado…, que si omitiera una mínima referencia a los atentados
más comunes contra la singularidad merecería que se me calificara de
irresponsable.
a) La reducción de la persona a simple función.
Como norma general, podría afirmarse que uno de los modos hoy más frecuentes
de lesionar la singularidad de la persona consiste en considerarla y tratarla
como simple función.
O, con palabras relativamente análogas, en no apreciarla por lo que es , sino
solo por su utilidad : por la capacidad de desempeñar ciertas tareas o generar
determinados beneficios, del tipo que fueren. Que es a lo que nos referimos de
ordinario cuando hablamos de utilización o instrumentalización de las personas.
No obstante, situaciones de este tipo se repiten con frecuencia ante nuestra
vista, y tantas veces ni siquiera las vislumbramos.
Con plena conciencia de acercarme un tanto a la caricatura, y sin ninguna
pretensión de agotar el tema, sino refiriéndome tan solo a dos de los ámbitos
más significativos y en los que menos cabría esperar esta des-personalización,
me atrevería a preguntar:
En el modo como de hecho se concibe y vive hoy la educación, y en las
instituciones y procedimientos en que esa concepción fragua, ¿se persigue de veras el desarrollo de la persona, de
alguien cuya riqueza deriva de (la grandeza originada por) su carácter único e
irrepetible? Al término del proceso educativo, ¿nos
encontramos con un sujeto más singular, que ha desplegado el entero conjunto de
virtualidades incluidas en su ser desde el momento mismo en que fue engendrado?
¿Estamos ante alguien consciente de su nobleza casi infinita y del papel
irrepetible y fascinante que, justo en virtud de su desarrollo particular como
persona, le corresponde desempeñar entre los demás hombres? ¿O nos topamos más
bien con el experto (aunque sea en humanidades), definido exhaustivamente por
la tarea que va a ejercer en el futuro y formado casi tan solo para poder
realizarla igual o mejor que los demás?
Mucho me temo que esto último resulte demasiado frecuente. Que, en lugar de
abrir al niño y al joven —de la manera que ¡a cada cual! le es propia— a la
verdad, a la bondad y a la belleza, durante diez, quince o veinte años hayamos
contribuido a agostarlo como persona; a sacar a la luz tan solo al
especialista, sustituyendo la riqueza virtualmente ilimitada de su singularidad
personal por la estrecha capacidad de ejercer una mera función; que el
resultado de nuestra «labor educativa» sea
un mero faber o laborans,
un «trabajador», sin alma ni peso específico
individuales: casi, casi, sin humanidad.
Y es que a menudo, de manera inconsciente, andamos tras la pieza que encaje con
menos fricciones en el interior de un sistema laboral y económico, capaz de
asegurar al conjunto el máximo de comodidades, de un bienestar a veces
infrahumano, que se tiene como fin a sí mismo.
Pero lo peor llega — ¡si llega!— cuando el
ejercicio de la profesión consolida la labor despersonalizadora a que acabo de
aludir; cuando el joven pasa a formar parte del engranaje de una maquinaria
supeditada, no al crecimiento personal de cada ser humano a través de su
profesión, sino simple y llanamente a la economía: a una economía cuyo gran
ausente es justo la persona.
Veamos si ocurre
así.
Un sistema de producción donde los valores personales fueran
prioritarios desembocaría en la creación de bienes auténticos, capaces de
colmar una necesidad real o incrementar la categoría personal y única de
quienes los disfrutan.
Mas en buena medida el economicismo occidental contemporáneo —a través de
mecanismos que obligan precisamente a ser o tener lo mismo que los demás o de
lo contrario sentirse frustrados— se fundamenta en la homogénea creación de
necesidades superfluas, casi siempre materiales, que convierten a los
individuos en meros consumidores e inducen a realizar un trabajo sin sentido,
que no arroja como saldo más beneficio que el financiero.
Y de esta suerte el círculo se cierra. Porque un trabajo cuya única
justificación sean las ganancias, y no un bien real que perfeccione a sus
destinatarios, es, en fin de cuentas, un trabajo sin justificar, incapaz de
engrandecer la fibra personal de quien lo lleva a término.
Una labor de este tipo, en lugar de contribuir al desarrollo personal y a la
singularidad del trabajador, lo subordina a un impersonal imperio del dinero,
en el que también quedan subsumidos quienes consumen los productos de
semejantes tareas. Como consecuencia, la persona enriquecidamente individual se
esfuma, sumergida sin reservas en una realidad uniforme e infrahumana: en el
monstruo anónimo de un mercantilismo desquiciado.
b) El totalitarismo de «la moda».
Se trata de una cuestión tan obvia que voy a limitarme a hacer una observación
y poner un ejemplo.
En primer lugar, en el mundo de hoy y con fuerza
inusitada, la moda no se limita a determinar los hábitos exteriores —el modo de
vestir, de peinarse, los lugares de recreo, los férreos e inalterables
itinerarios de «la movida»…—, sino que influye poderosamente en lo que más
caracteriza a la persona: la manera de pensar (o
de no hacerlo), el modo como concibe y vive el amor… y, en fin de cuentas, por
la universalidad de su influjo, hasta la misma identidad «personal».
Después, en correspondencia con lo anterior, transcribo algunos párrafos de un
artículo sin desperdicio, que leí no hace demasiado tiempo en una revista
mexicana.
Escribe María del Carmen Cárdenas:
«Ahora tenemos en todos los estratos sociales el gravísimo problema de
jóvenes anoréxico-bulímicos. Incluso hay muertes por estas enfermedades y, por
desgracia, la sociedad, padres de familia y maestros no estamos lo
suficientemente informados sobre el tema.
»¿Nos hemos preguntado quién o qué está detrás de
esas figuras “perfectas”? ¿Hemos observado bien a las modelos de los grandes
diseñadores? ¿Quiénes son estas personas, mujeres diseñando para mujeres u
hombres vistiendo mujeres?
»Las modelos,
a fuerza de ejercicio y control estricto de alimentación, han perdido los “encantos” característicos del “bello sexo”. Hoy día, ser aceptada socialmente y
cumplir los cánones del éxito implica someterse a la imagen anoréxico-bulímica,
en vez de dejar que la naturaleza muestre el esplendor y diversidad de la
belleza de cada mujer.
»Si Dios nos hizo únicos e irreemplazables, y en
ello radica la dignidad del ser humano, ¿por qué renunciar a la divina
creatividad tratando de hacernos todos iguales?».
Cualquier comentario estaría de más. La cadena de evocaciones surge por sí
sola.
c) La competitividad extrema
Si no me equivoco, es solo la punta del iceberg de algo que ha adquirido
proporciones inadmisibles en los últimos tiempos: medir la propia valía en
función de los demás, comparándonos con ellos.
¿Resulta en realidad tan grave? Estimo que sí, e
intentaré apuntar los motivos.
Si en páginas anteriores hemos fundamentado la dignidad de la persona en la
eminencia de su ser, que le permite reposar en sí, sin depender del resto, ¿no lesionamos esa grandeza en la medida en que nuestra
valía resulte definida por lo que son o hacen los demás?
Y esto sucede de dos modos, aparentemente contrapuestos, pero que responden, en
fin de cuentas, a una exigencia única:
Al primero me he referido abundantemente en el apartado anterior. Se trata de
la tendencia a no distinguirse, a equipararse a los otros. Inclinación
perfectamente tolerable si se mantiene dentro de ciertos límites, pero en
extremo dañina, según apunté, cuando se desorbita.
Según expone Kierkegaard, resaltando él mismo las palabras en cursiva, «Vivir comparativamente es la ley para la existencia
del “número”. Por ahí se ve también que el número es el principio
sofístico [engañoso], algo que inunda y que, visto de cerca, se disuelve en
nada. No pasarlo menos bien que los otros: es la fórmula para ser felices. Si
esta existencia de todos no es más que miseria o si es realmente una existencia
preciosa, es un problema que no interesa nada al número: ¡basta vivir “como los otros”!».
El segundo es el objeto de este breve parágrafo.
El intento de ser mejor que los demás (y de serlo absolutamente, en todos los
ámbitos) resulta al menos tan peligroso como el de asimilarse por completo a
ellos… o a distinguirse de ellos. En ninguno de los casos demuestro la
categoría necesaria para descansar en mí, sino que me subordino a los otros,
aunque fuere para superarlos o marcar las diferencias con respecto a ellos.
Está bastante comprobado que las dos manifestaciones de este mismo estímulo son
fuente generalizada de malestar, frustraciones, infelicidad, e incluso desesperaciones
con consecuencias trágicas. Y no es difícil de comprender. Un atentado tan
directo contra el núcleo mismo de nuestra condición personal, que no es otro
que la autonomía rectamente entendida, ¿no tendrá
efectos devastadores también en el plano psíquico?
La clave de todo el asunto podrían darla estas palabras de Kierkegaard: «¿En qué radica la pequeñez? En la relación a “los
demás”. Y ¿en qué consiste la preocupación de la pequeñez? En existir
exclusivamente para los demás, en no saber nada fuera de la relación a los
demás».
A lo mismo apunta la cita que sigue, ahora de un autor contemporáneo: «En
nuestra vida social sufrimos frecuentemente la tensión constante de responder a
lo que los demás esperan de nosotros (o a lo que nos imaginamos que esperan de
nosotros), lo cual puede acabar resultando agotador.
[…] nunca hemos estado más culpabilizados que hoy en
día:
todas las jovencitas se sienten más o menos
culpables de no ser tan atractivas como la última “top-model” del momento, y
los hombres de no tener tanto éxito como el dueño de Microsoft...».
Y añade, elevándolo a un plano sobrenatural fácilmente traducible también en
términos humanos: «Bajo la mirada de Dios [o de una
persona que verdaderamente nos ame, como nuestro marido o mujer] nos sentimos
liberados del apremio de ser “los mejores”, los perpetuos “ganadores”; y
podemos vivir con el ánimo tranquilo, sin hacer continuos esfuerzos por
mostrarnos como en nuestro mejor día, ni gastar increíbles energías en
aparentar lo que no somos; podemos —sencillamente— ser como somos. No existe
mejor técnica de relajación que ésta: apoyarnos como niños pequeños en la
ternura de un Padre que nos quiere como somos».
Lo cual nos permite fácilmente proseguir con las consideraciones
positivas.
4. OTRAS MANIFESTACIONES DE
LA SINGULARIDAD
a) El incomparable
Sostenía antes que la singularidad de la persona encuentra su razón última de
ser en la entrega; que hemos sido creados irrepetibles y debemos cultivar e
incrementar esa individualidad con el único fin de ofrecer a quienes amamos
algo que ningún otro podría dar en lugar nuestro.
Añado ahora que el amor es también el que permite descubrir y fomentar la
singularidad de quienes nos circundan, y confirmar de esta suerte su condición
personal.
i) Descubrir, porque, como es sabido y más tarde
explicaré, el amor, más que ciego, resulta clarividente: nos torna capaces de «ver» la maravilla que cualquier
persona encierra en lo más hondo de su ser; y, advirtiendo la riqueza
inigualable de aquellos a quienes queremos (pienso, por ejemplo, en nuestros
hijos, pero también en nuestro cónyuge, amigos, etc.), nos sitúa asimismo en
condiciones de valorar hasta el fondo su radical singularidad… sin la que esa
grandeza nunca podría ni consolidarse ni, mucho menos, crecer.
Al respecto, existe un sencillo verso de Pablo Neruda que justifica por sí solo
la entusiasta acogida que tuvieron en su momento sus Veinte poemas de amor y
una canción desesperada: «A nadie te pareces desde
que yo te amo».
«Desde que yo te amo»: el
amor, que hace surgir en toda su pujanza el ser del amado, tornándolo realmente
real para quien lo quiere, dibuja también, y por lo mismo, los perfiles
consistentes de su singularidad inconfundible. Pronuncia, indisolublemente, el
sí y el tú. Sin amor no hay individualidad, ni personalidad, ni ser. Ni
familias compuestas por individualidades irrepetibles.
(Introducido ya en los dominios de la poesía, me animo a citar y comentar
brevemente estos otros versos de Pedro Salinas: «Cuando
tú me elegiste / el amor eligió / salí del gran anónimo / de todos, de la
nada».
Del anónimo de la nada nos sacó Dios, sin nuestra colaboración,
creándonos y conservándonos en el ser. Del anónimo de todos tenemos que
sacarnos nosotros mismos, con ayuda y con esfuerzo zo, como respuesta al amor,
siempre personalizante y singularizador, de aquellos que nos quieren.)
ii) Y fomentar. Cuando el amor hacia el ser
querido aumenta y se purifica hasta «derrotar» y superar al que tendemos a
tenernos a nosotros mismos, engendra la aptitud no sólo de percibir, sino
también de valorar y fomentar —de apreciar y alentar— la irrepetibilidad de los
otros (sigo pensando sobre todo, pero no exclusivamente, en los hijos).
O, lo que viene a ser análogo, pero en su versión más práctica, de vencer la
tendencia a «desearlos» y «construirlos» a nuestra imagen y semejanza… que es
un modo muy natural de querernos en y a través de ellos, convirtiéndolos —como
escribió Delibes— en un «apéndice de nuestro
egoísmo», en una prótesis de nuestro «yo».
Entonces somos ya capaces de «soportar» que
sean lo que están llamados a ser, y no un remedo de nuestras cualidades o de
nuestros anhelos y nostalgias insatisfechas…, a pesar del desgarro íntimo que
pudiera suponer la separación —no solo ni tanto física, sino estrictamente
personal— que implica inevitablemente la diferencia: los proyectos que se
vienen abajo, las ilusiones que cambian de rostro, los criterios de siempre que
son reemplazados por inéditas convicciones personales, el que acaben por ser
más «de otro o de otra» y de su nueva familia que nuestros…
Y, aumentando los quilates de nuestro cariño, ya sin apenas esfuerzo, buscamos
y promovemos esa irrepetibilidad, que el entendimiento agudizado por el amor
valora ahora de forma habitual y serena. Entonces, por más que se aleje del que
nosotros habíamos planeado para nuestros hijos (por proseguir el ejemplo), nos
gozamos en que cada uno tenga su camino, les ayudamos a descubrirlo y ponemos
cuanto está de nuestra parte para que lo sigan… sin inventarnos absurdas injusticias
ni crearnos falsos cargos de conciencia por negar a uno lo que hemos facilitado
al otro… o viceversa.
Con otras palabras: vivimos y fomentamos su
unicidad. Pues ya decía Aristóteles que tan injusto resulta discriminar a los
iguales como comportarse del mismo modo con quienes son distintos. Y
cada persona lo es de una manera sublime.
¿Descubro con todo esto algo desconocido? Por
fortuna, no. Las madres, también las que no han leído ni a Unamuno ni a
Kierkegaard ni a Aristóteles, ni tan siquiera a Neruda, lo saben perfectamente.
No necesitan muchos estudios para advertir que lo correcto, lo justo, es tratar
«de manera desigual a los hijos desiguales»… porque solo obrando así permitimos
su perfeccionamiento progresivo; y, por ende, que dar a todos lo mismo, sin
atender a lo que necesitan o en su caso merecen, constituye una tremenda
barbaridad.
Saben también, sobre todo las que han criado una familia numerosa, hasta qué
punto es radical y enriquecedora la desigualdad constitutiva de cada retoño;
han experimentado con gozo, y casi palpado, que el ser de cada hijo es fruto de
un acto original e irrepetible del Absoluto, que —como ya apunté— los extrae
amorosamente de la nada y, por eso, «nada» tiene
en común con los restantes.
De ahí
que no los comparen. Cada uno no sólo es «el
único», «el irrepetible», sino también «el incomparable» (en los dos
jugosos sentidos de este vocablo castellano). Establecer confrontaciones entre
ellos, incluso para confirmar una hipotética «igualdad», equivaldría a mancillar
su condición exquisita de personas o, con términos un poco más difíciles,
de absolutos. A olvidar que
cada uno es amado absolutamente por
el mismísimo Absoluto y que
ese Amor es la Causa radical e indefectible de que «valgan»
por sí mismos (el fundamento inconcuso de la auténtica autoestima).
iii) La concepción de la persona como un «absoluto»
resulta tremendamente fecunda, aunque el contexto y tono de este escrito
solo permita aludir a ella. Entre las muchas consecuencias que pueden extraerse
de ese enfoque, y además de la apuntada en un capítulo anterior, esbozo
únicamente la que se apoya en la individualidad y la subraya, acentuando así la
dignidad o grandeza personal.
Etimológicamente, absoluto
equivale a «ab-suelto», «des-ligado»… autónomo.
Y aquí y ahora pretende señalar que, en fin de cuentas, la valía radical y
originaria de la persona no depende más que de su propio ser: ni de lo que
realiza, ni de lo que posee, ni de la raza o especie a la que pertenece, ni de
lo que hagan o digan los otros.
De ahí,
repito, la imposibilidad real —y el absurdo— de
compararlos. Porque cabe, sí, calibrar las aptitudes y cualidades, los
comportamientos, los éxitos y fracasos…; pero no, en modo alguno, el ser propio de cada persona,
donde en fin de cuentas radica, de forma primordial y decisiva, su constitutivo
valor o dignidad y su singularidad irrepetible.
Es lo que expresan, con un ritmo y unos matices
parcialmente distintos, estas palabras de un psiquiatra afincado en la Europa
central:
«El amor no se dirige a los atributos psicológicos o físicos del ser
amado, sino hacia el exclusivo e irrepetible “ser-así” de la persona que se
ama. El amor no es atraído por esta o aquella cualidad que “el otro” tiene,
sino por la unicidad irreducible que el otro es (Frankl). Puesto que las cualidades espirituales o
corporales no son nunca absolutamente únicas e irrepetibles, siempre se pueden
encontrar otras mejores, el abrazarse a ellas da lugar a un amor equívoco y
caduco, irremediablemente condenado a la desilusión y al prurito del cambio sin
fin. De ahí que la actitud de no pocas muchachas, que echan a perder o al menos
ocultan la unicidad exclusiva de su persona mediante la supina imitación de
“modelos” completamente impersonales, tenga por resultado el ser literalmente canjeadas
por hombres tan sólo sexualmente excitados o emotivamente enamorados: “Nosotros
no somos infieles a las chicas: simplemente las confundimos”, dice el
protagonista de una novela italiana reciente. “El amor verdadero es una
relación espiritual con el espíritu del otro, como aparición de un Tú en su
‘ser así’ y no de otra manera, inmunizada contra la caducidad que
inevitablemente conlleva la mera circunstancialidad de la sexualidad corporal y
del erotismo psicológico” (Frankl). Ese tú es intocable e insustituible, y la
relación con él indisoluble y “más fuerte que la muerte”».
Por su parte, las dos citas que
siguen —aunque situadas en los confines de la religión natural, pues conjugan
lo humano con lo divino— confirman de manera adecuada las últimas ideas
expuestas y resumen y recuerdan buena parte de lo visto hasta el momento.
Dignidad
y ser: «Nuestra verdadera identidad [nuestra única e
irreiterable condición personal], mucho más profunda que el tener o que el
hacer, e incluso que las virtudes morales y las cualidades espirituales […], no
depende de las circunstancias, ni de lo que tenemos o dejamos de tener, ni —en
cierto modo— tampoco de lo que hagamos o no, de nuestros éxitos y nuestros
fracasos […]. Nuestra identidad, nuestro “ser” tiene otro origen distinto de
nuestros actos, y mucho más profundo: el amor creador de Dios que nos ha hecho
a su imagen y nos ha destinado a vivir siempre con Él, que es el amor que no
puede volverse atrás».
Dignidad
y libertad: «Nuestro mundo busca la libertad, pero lo hace en
la acumulación del tener y el poder, y olvidando esta verdad esencial: sólo es
verdaderamente libre aquel al que no le queda nada que perder porque ya ha sido
despojado, desprendido de todo; porque es libre de todos y de todo, y de él se
puede decir en verdad que “ha dejado la muerte atrás”, pues todo su “bien” está
en Dios y únicamente en Él. Soberanamente libre es el que no ambiciona ni teme
nada: no ambiciona nada porque cualquier bien realmente importante lo obtiene
de Dios; y no teme nada porque nada tiene que perder o defender, ya que no
posee enemigos ni se siente amenazado por nadie».
Con lo
que empieza a hacer presencia otra actitud definitiva en el trato entre
personas —la gratuidad—,
en la que ahora no puedo detenerme.
b) El insustituible
i) Pero
sí querría sacar una conclusión que, en cierto modo, culmina cuanto llevamos
visto y pone claramente de manifiesto la valía personal.
Y es que
cualquier persona, en virtud de su singularidad y los atributos que de ella
derivan, precisamente en cuanto
persona, resulta del todo insustituible: como vengo apuntando, aporta al universo algo que ningún
otro puede ofrecer en su lugar.
Estimo que, justo cuando
enfocamos la singularidad desde esta perspectiva, se nos torna patente toda la
grandeza de la persona, de cualquiera de ellas, con plena independencia de sus
dotes o cualidades, de sus méritos, de su mejor o peor comportamiento…
Pues, por
muy poco que «valga», cada persona «vale» tanto que, justo en cuanto
persona, ninguna otra puede suplirla. O, si se prefiere: en lo que atañe a su índole
personal, ningún ser humano, incluso el más autoenvilecido, puede ser
reemplazado por otro de los que ahora existen, han existido o existirán, ni por
la suma de todos ellos.
Más aún: nadie es sustituible ni
por el íntegro conjunto de las personas creadas, pasadas, presentes y futuras…
más el propio Dios, precisamente porque Él así lo ha querido.
(Para quienes les sirva, estamos
ante una prueba más, y no poco significativas, de la seriedad con que Dios se
toma su propia creación y, de manera muy particular, a las personas.
Aunque no siempre de forma
consciente, existe entre algunos una tendencia a sobrevalorar de modo tan
equívoco y falso la omnipotencia divina que se acaba por desproveer al universo
de auténtica consistencia: como si se tratara de una suerte de fantasmagoría o
de castillo de fuegos artificiales, que son… pero más bien y al cabo no son; o
como un simple juguete con el que Dios se distrae —en el sentido más banal y no
comprometido del término— y con el que puede hacer lo que le apetezca.
En absoluto. Diciéndolo a nuestro modo, Dios asume
todas las consecuencias de las obras que realiza.
Y, por
acudir al caso que se plantea más a menudo, cuando crea al hombre libre, corre
con todos los riesgos que esa libertad lleva consigo.
Riesgos para el ser humano, para
quien el privilegio del obrar libre presenta un carácter ambivalente: por
cuanto sin libertad es del todo imposible el amor y, con él, la plenitud y la
felicidad consiguiente; pero cuyo carácter por fuerza imperfecto, pues es una
libertad limitada, lo sitúa en la coyuntura de deshacerse como persona y
tornarse tremendamente desdichado.
Y riesgos para el propio Dios,
que, justo porque nos ama (y por eso nos dota de libertad), se torna vulnerable:
se arriesga realmente a que frustremos sus planes, y sufre muy de veras —solo y
exclusivamente por el daño que eso supone para nosotros— cuando, al obrar de
forma incorrecta, en efecto los malogramos.
De manera análoga, y esto es lo
que ahora más nos interesa, cada persona creada tiene un cometido que, en
sentido propio, ninguna otra —ni el propio Dios, porque así lo ha querido—
puede realizar en su lugar. De lo contrario, no habría sido creada. Cuestión
que, como vemos, enlaza de forma clara con lo antes apuntado acerca del
compromiso.)
ii) Tras estas
observaciones tal vez se advierta con mayor hondura el daño que se inflige a un
ser humano cuando lo único que se busca, y aquello para lo que se le prepara y
por lo que se le valora, es la función que puede
desempeñar. Porque justo en esa medida hacemos de él alguien radicalmente sustituible y, en consecuencia,
no-valioso desde el punto de vista personal.
(Semejante «funcionalismo»
alcanza cotas que hacen temblar cuando a un ser humano en estado embrionario se
le permite proseguir en la existencia o, al contrario, se trunca su vida en los
mismos inicios, en función de su utilidad para la salud de otros individuos,
del progreso de la ciencia… ¡del coste económico
que supone su conservación!)
Y es que
el mismo concepto de función incluye, como nota constitutiva, que pueda ser
realizada, indiferentemente, por
quien posea la aptitud correspondiente, al margen del resto de caracteres que
integran a esa persona… ¡y de su misma condición
personal!
Más aún, como demostraron ciertos
sistemas laborales hoy en parte superados, la organización «funcional», en la acepción que damos ahora a este
vocablo, sitúa en la raíz de su eficacia el que quien realice una tarea pueda
ser suplido por cualquier otro igualmente capacitado (¡para
esa labor… y punto!), sin que ello implique la más mínima merma en el
producto final.
Ahora bien, incluso suponiendo
que efectivamente de este modo se aumentara la eficacia —cosa que dista mucho
de estar clara—, el precio que tiene que pagarse, en términos antropológicos,
es tremendo: la des-personalización, la
imposibilidad de poner en juego la propia creatividad, el ingenio o las
habilidades que nos caracterizan, el espíritu de iniciativa…, es decir, justo
aquellos rasgos que mejor definen a la persona en cuanto persona.
Y todo
ello desemboca, más tarde o más temprano, en frustración y desencanto
personales profundos y difícilmente reparables, y en absoluto paliados incluso
con el éxito más apabullante en la propia profesión. Las estadísticas, en
especial las realizadas entre los yuppies, muestran cómo los
«grandes triunfadores» son a menudo tremendamente infelices en lo que suele
denominarse «vida sentimental», que es lo que marca el tono de
su entera existencia.
(Se explica, también por este
motivo, que bastantes personas «aguanten» los días laborables pensando tan solo
en el fin de semana; o, que, cuando —como en este caso— el trabajo es la
simple, no deseada e ineludible contrapartida del dinero que proporciona, y no
una realidad que —aunque esforzada— satisface y hace crecer a la persona en
cuanto tal, con palabras de Schumacher, «el mejor trabajo sea el menor
trabajo».)
Cabría, pues, establecer una ley no desprovista de
excepciones, pero sumamente indicativa:
Cuando se
busca el crecimiento íntegro de la persona, su «singularización»
no solo afianza y acrisola su categoría constitutiva, sino que la pone
en condiciones de capacitarse para ejercer de la manera más adecuada —¡humana y personal!— una multitud de tareas.
Al
contrario, si lo que se persigue es el adiestramiento para ejercer una
simple función, con
lo que implica de igualación homogeneizante, al cabo no solo mengua la valía de
la persona en cuanto tal, sino que ni siquiera se la hace capaz de realizar
convenientemente la labor que se ha transformado en objetivo supremo de
semejante «educación».
UN PASO MÁS.
Cuanto vengo apuntando resulta
relevante en los dominios en que lo he emplazado, en los que ciertamente existe
un aspecto de cualificación funcional-profesional… que nunca debería, sin
embargo, ni ahogar ni pretender suplir (sino, al contrario, fomentar) las
dimensiones personales estrictas, claves incluso del éxito específico de tales
esferas.
(De acuerdo con lo que acabamos
de sugerir, en el plano estrictamente laboral cada vez va siendo más obvio que
los mejores empresarios no buscan tanto al individuo técnicamente preparado —¿quién podría serlo hoy, cuando bastantes de las
Universidades han disminuido notablemente el nivel y la calidad de enseñanza y,
sobre todo, cuando los conocimientos cambian con tal rapidez que al término de
buena parte de las carreras, en particular las más técnicas, ha quedado
obsoleto lo que se estudió los primeros años?—, sino a quien posee la
suficiente calidad personal para desenvolverse correctamente en las distintas
situaciones… y, en parte por esa misma razón, asimilar en pocos meses la
capacitación específica que solo la empresa puede darle.)
Pero
semejante funcionalismo se
torna devastador cuando invade las esferas en las que el nexo persona-persona
debe ser dominante o incluso exclusivo, al tiempo que soporta y fundamenta, en
su caso, lo que en ellas pueda haber de función.
Me refiero sobre todo a cuanto
constituye o guarda parentesco, más o menos estrecho, con la familia y
realidades similares: amistad, noviazgo, matrimonio, paternidad, filiación,
servicio doméstico…
Sin embargo, por desgracia,
también en estas comunidades más entrañables, la persona en cuanto tal pierde a
veces terreno frente a otros factores de muy diverso tipo:
·
bien porque, aun
buscándolo al menos de forma implícita, no se alcanza a penetrar hasta el
núcleo de la persona, y las relaciones se sustentan sobre caracteres
extrínsecos (posición social, económica, éxito, influencias, fama…), o
intrínsecos, pero superficialmente desprovistos de la radicación y connotación
personales que por naturaleza les corresponde (concordancia emotiva, atractivo
físico, presunta compenetración sexual…);
·
bien porque
positivamente —por ignorancia o convencimiento acrítico, derivado de las ideas ambientales
dominantes— se estima que son solo esos otros factores impersonales los (que
realmente existen o los) que cuentan a la hora de establecer con provecho hasta
las relaciones por naturaleza más íntimas: las de novio y novia, marido y
mujer, padres e hijos, hermanos, etc.
En los dos casos, pero particularmente en este segundo, la prueba más
patente de la des-personalización y rebajamiento infligidos consiste en que los
componentes del conjunto se consideran sustituibles (de «usar y tirar», como
dicen algunos)… y, de hecho, se los re-cambia cuando en efecto no funcionan o dejan de funcionar, a tenor del rendimiento
previsto.
Parece bastante claro que en todas estas situaciones se atenta contra la
dignidad de la persona, al medir su valor no por lo que es, sino por lo que hace.
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