¿Somos de aquellos cristianos que queremos ver milagros a toda costa?
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y
homilías del Padre Nicolás Schwizer
Existe una
ambigüedad que caracteriza a los signos y milagros de Jesucristo.
Por una parte, los evangelios están llenos de milagros. El camino de Jesús está
señalado por acontecimientos prodigiosos: los ciegos recobran la vista, los
cojos andan, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan.
Por otra parte, Cristo es reticente con los milagros. Multiplica los signos,
pero no pretende presentarse como taumaturgo. Viene a traer la salvación, no a
hacer milagros. Evita todo sensacionalismo, se niega decididamente a lo
espectacular.
Si miramos atentamente el Evangelio, podemos decir que hay dos cosas que son
capaces de arrancarle milagros: la fe de los que
piden y la miseria de los hombres.
1.
La fe del que pide. Un rostro que implora con fe es
un espectáculo ante el que Cristo no puede resistirse. Es su punto débil. Se
deja escapar expresiones maravilladas: “¡Mujer, qué grande es tu fe!” Y no
puede evitar realizar el milagro: “Hágase según tus deseos...”
2.
La miseria humana. Cuando Jesús se encuentra en sus
caminos con la miseria, se siente casi obligado a regalar el milagro. En muchos
casos, ni siquiera es necesario que formulen una petición explícita. Basta con
la presencia del dolor. P.ej. las lágrimas de una madre que acompaña al
sepulcro a su único hijo. Y Cristo responde inmediatamente. No puede ver cómo
los hombres sufren.
Yendo a
nosotros, hay cristianos que quieren ver milagros a toda costa. Como si su fe
estuviera colgada, más que de la palabra de Dios, de los milagros. Su vida se
desarrolla bajo el signo de lo extraordinario, de lo excepcional, a veces
incluso de lo extravagante.
No han comprendido que la fe es lo que provoca el milagro. Y no al revés. Han
trastornado el procedimiento de Jesús. En el evangelio aparece con claridad que
el Señor resalta la libertad, deja la puerta abierta, pero sin obligar a entrar
a nadie, sin golpes espectaculares. Él queda vencido sólo por la fe de los
hombres.
Pero existe también una postura contraria, también fuera de tono. Son
cristianos que tienen miedo, que casi se avergüenzan del milagro. Pretenden impedirle
a Dios que sea Dios. Les gustaría aconsejarle que no resulta oportuno, que es
mejor, para evitarse complicaciones, dejar en paz el campo de las leyes
físicas. Como si Dios estuviese obligado a pedirles consejo antes de manifestar
su propia omnipotencia. Se olvidan que los milagros son la expresión de la
libertad de Dios.
Nuestros milagros. Por encima de estas actitudes frente a los milagros y signos
de Dios, está la obligación precisa para todos nosotros: Cristo nos ha dejado
la consigna de hacer milagros. Es el “signo” de
nuestra fe. Más aún, hemos de “convertimos” en
milagros: Milagros de coherencia, de fidelidad, de
misericordia, de generosidad, de comprensión.
Una vez más esta “generación perversa pide un
signo”. Y tiene derecho a esperarlo de nosotros, los que nos llamamos
cristianos. ¿Qué signo podemos ofrecerles? ¿Qué
milagro podemos presentarles?
Una respuesta al mundo que nos rodea. Nuestro
camino pasa por un mundo que tiene hambre, hambre de pan y hambre de amor. Un
mundo enfermo de desilusiones. Un mundo ciego por la violencia. Un mundo
asolado por el egoísmo. No podemos pasar por ese camino limitándonos a
contarles a los demás, los milagros de Jesús. No podemos contar con sus
milagros. Hemos de contar con los nuestros.
Lo que buscan los hombres de este mundo, son nuestros milagros de cada día: nuestros milagros de fe, de amor, de transformación, de
vida cristiana.
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