Este 7 de octubre se cumplen 450 años de la batalla naval de Lepanto, una de las batallas más decisiva para el devenir de Europa y de la cristiandad.
En Lepanto, el 7 de octubre de 1571, las armadas de España, Venecia, los
Estados Pontificios, Malta, Saboya y Génova, bajo la alianza conocida como la
Liga Santa, derrotó a la armada del imperio otomano que amenazaba con
conquistar Roma y extender el islam por todo el Mediterráneo cristiano.
La amenaza turca otomana sobre los reinos cristianos no había dejado de
aumentar desde la conquista de Constantinopla en el año 1453.
El empuje turco otomano llevó a la creación de un imperio que, además de
extender su dominio por casi todo el mundo musulmán, conquistó numerosos reinos
cristianos en Europa occidental hasta llegar a las mismas puertas de Viena en
1529.
Consciente del peligro que suponía el dominio marítimo otomano,
hegemónico en las regiones orientales del Mediterráneo, el Papa Pío V hizo un
llamado a la cristiandad a la oración y al ayuno.
Pidió, en concreto, solicitar la protección de la
Virgen mediante el rezo del Rosario y
convocó a las grandes potencias marítimas europeas a una alianza militar, la
Liga Santa, que hiciera frente a los otomanos en defensa de la fe cristiana.
El rey de España, Felipe II, asumió la mayor parte del peso financiero
al sufragar la mitad de los costes de la Liga y puso al frente de la armada
cristiana a su hermano, el almirante don Juan de Austria.
Junto a él, comandaron la Liga Santa Luis de Requesens, Álvaro de Bazán
y Alejandro Farnesio, al frente de las naves españolas; el almirante Marco
Antonio Colonna, al mando de la armada pontificia; el genovés Gian Andrea
Doria; y los venecianos Agostino Barbarigo y Sebastiano Venier.
Las naves españolas, venecianas, pontificias, genovesas, saboyanas y
maltesas se reunieron en Mesina, Sicilia, antes de zarpar hacia las costas
griegas.
Los otomanos contaban a su favor con el dominio de los mares en que se
iba a producir la batalla, una importante red de inteligencia gracias a las
naves corsarias berberiscas que aterrorizaban las costas europeas y un elemento
psicológico clave: la armada otomana acababa de
conquistar la isla griega de Chipre, donde se había establecido una importante
colonia veneciana.
Por el contrario, los cristianos se mantenían en una frágil unidad
amenazada por las disputas territoriales, dinásticas y comerciales entre los
diferentes reinos y repúblicas europeas desde hacía siglos.
No en vano, más de la mitad del territorio italiano se encontraba en
aquel momento bajo dominio español, dominio que los Estados Pontificios y las
ciudades-estado italianas veían como una amenaza.
Finalmente, el interés común de acabar con el peligro otomano, y el llamado del Papa a defender la fe,
actuaron como aglutinador poniendo en un segundo plano las disputas entre
cristianos, disputas que, no obstante, no cesarán y que a la larga causarán un
grave perjuicio a los intereses cristianos.
Soldados de un barco expedicionario que tenía la misión de explorar las
costas enemigas informaron a don Juan de Austria de la presencia de la flota
otomana, comandada por Alí Bajá, almirante de la flota imperial, en un puerto
vulnerable de las costas griegas, Lepanto, y se consideró oportuno emprender la
ofensiva. Las naves de la Liga Santa se hicieron a la mar el 16 de septiembre.
El 5 de octubre las naves cristianas llegaron a Cefalonia, puerto griego
bajo control veneciano, donde fueron detectadas por los otomanos. Bajá era
partidario de no entablar combate con los cristianos, pues había detectado el
peligro que suponía la armada cristiana en un momento en que los otomanos
acababan de lograr un gran éxito tras la conquista de Chipre.
Pero las ambiciones del sultán otomano no dejaron lugar a la prudencia: la posibilidad de derrotar en una sola batalla a las
armadas cristianas más poderosas y tener libre el terreno para conquistar todo
el Mediterráneo llevó a Selim II a entablar batalla.
De esta manera se llegó al alba del 7 de octubre. Las fuerzas eran muy similares:
Unas 200 galeras por cada bando, más numerosas
embarcaciones más pequeñas y ligeras, y algo menos de 90 combatientes por cada
bando, de los que murieron en combate unos 14.000 por el lado cristiano y
30.000 por el otomano.
Sin embargo, la preparación militar en ambos bandos es muy desigual. La
Liga Santa, sobre todo la armada española, contaba con un alto grado de
profesionalización e innovación militar fruto de las reformas introducidas en
los siglos anteriores.
Disponía de una unidad de infantería embarcada especializada en el
combate naval, y se habían introducido numerosas novedades técnicas en
armamento y en diseño naval que hacían de las galeras españolas más eficaces
que las turcas.
Además, gran parte de los galeotes cristianos, los marineros que iban en
los remos de las galeras, eran libres y estaban armados, por lo que estaban
disponibles para participar en la batalla cuando se entablara combate.
Por el contrario, los efectivos turcos, también muy especializados en
batallas navales, eran menores que los cristianos y muchos de ellos eran
jenízaros, antiguos cristianos conversos al islam. Además, contaban con una
gran cantidad de galeotes esclavos de dudosa lealtad.
La aparente igualdad de ambas armadas desapareció en cuanto comenzó la
batalla. La artillería cristiana era mucho más efectiva que la otomana. Los
cañones otomanos casi no lograron hacer daño a los barcos de la Santa Liga,
mientras que los impactos de los cañones cristianos lograron hundir varias
naves enemigas.
Pronto las piezas de artillería otomanas quedaron inutilizadas y sus
galeras indefensas. Los barcos cristianos lograron abordarlas con relativa
facilidad e iniciar el combate cuerpo a cuerpo, donde el peso de la infantería
embarcada española es esencial para la victoria cristiana.
Mientras tanto, la nave capitana cristiana, La Real, comandada por don
Juan de Austria, izó un gran pendón con la Cruz de Cristo,
pendón que se conserva en el Hospital de la Santa Cruz de Toledo, hoy un museo.
Pronto, La Real sufre el ataque de la nave capitana otomana, La Sultana, que
fue rechazada y abordada.
Finalmente, la victoria cristiana fue aplastante. Ese día fue
declarado por el Papa Pío V como fiesta de la Virgen de la Victoria, al considerarse que la victoria se debió a la
protección de la Virgen invocada por el Pontífice. Su sucesor, Gregorio XIII,
la cambió por la Virgen del Rosario.
La victoria de la Liga Santa en Lepanto permitió alejar la amenaza
otomana sobre la Europa cristiana y, aunque no supuso la derrota definitiva del
imperio otomano debido a las divisiones y disputas entre las potencias
cristianas, sí que marcó el inicio de su lento pero inexorable declive.
Aunque la victoria cristiana resultó indudable, la sensación de
oportunidad perdida cundió entre las élites europeas. De ahí que el escritor
Miguel de Cervantes, que participó y resultó herido en la batalla, definiera la
batalla de Lepanto como “la más memorable y alta
ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”.
POR MIGUEL PÉREZ
PICHEL | ACI Prensa
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