Para los católicos es posible -y aun necesaria- una ética universal. Baste con aludir aquí a la arraigada doctrina de la ley natural.
Por: Juan Antonio Martínez Camino | Fuente:
catholic.net
Para los católicos es posible -y aun necesaria-
una ética universal. Baste con aludir aquí a la arraigada doctrina de la ley
natural, considerada, en cierto sentido, como previa a la ley de Cristo, y
accesible, como principio, a todos los hombres, cristianos o no.
San Francisco Javier, en el mejor estilo universitario parisino del XVI, dedicaba
largos días a disputar con los bonzos del Japón acerca de la existencia de un
Dios omnipotente y bueno, creador del universo y de todas las razas humanas.
Ellos le argüían que, de ser así, ese Dios no habría esperado a la llegada de
Javier y de sus misioneros para darles a conocer a los japoneses un mensaje tan
importante, consolador y decisivo. El navarro les respondía que el Creador
había grabado en el corazón de todos los hombres -también de los antiguos
nipones- su Ley de salvación.
La LOE ha planteado problemas inéditos en la democracia al introducir en el
sistema educativo una nueva asignatura llamada Educación para la Ciudadanía
(EpC). Hay quien escribe ahora que el fondo de la cuestión consiste en si se
puede o no enseñar una ética universal o si solamente se pueden enseñar morales
religiosas. Al parecer, la EpC representaría la ética universal y, por tanto,
común a todos, frente a las enseñanzas morales de las religiones, que, en el
mejor de los casos, no pasarían de representar opciones parciales y privadas de
algunos. De ahí deducen algunos que los obispos, cuando rechazaron la EpC en su
Declaración del pasado 28 de febrero, estarían propugnando, nada más y nada
menos, que un peligroso escepticismo ético, ya que se mostrarían apegados a lo
parcial y a lo privado, olvidando lo universal -¿y verdadero?-.
El problema de la posibilidad de una ética universal es ciertamente un asunto
importante y concomitante con la cuestión que nos ocupa. Pero no es, a mi modo
de ver, el nudo del problema que ahora se plantea. La cuestión está en si el
Estado está legitimado o no para imponer a todos a través del sistema educativo
una formación de la conciencia ética obligatoria y evaluable. Ésa es la
infausta novedad de la EpC. Es curioso que algunos filósofos que ahora se
aprestan a escribir los libros de texto de la nueva asignatura no parezcan
preocupados por la inquietante creación de un instrumento coactivo para
uniformar las conciencias de los jóvenes escolares. ¿Dónde
queda el derecho fundamental de esos ciudadanos, que son los padres de los
alumnos a quienes se pretende concienciar de esa manera?
La Constitución Española reconoce a los padres el derecho originario e
inalienable de ser ellos quienes decidan qué tipo de educación moral habrán de
recibir sus hijos. El Estado no puede sustraerles ese derecho arbitrando una
asignatura como la EpC, cuyo objetivo es una formación moral de las
conciencias, al margen de la libre elección de los padres. ¿Cómo es posible que los filósofos aludidos se muestren
tan poco sensibles a este fundamental ejercicio de libertad y, en cambio, tan
solícitos por asistir al Estado en tal invasión de las conciencias?
Es probable que esos escritores crean haber resuelto de modo incontrovertible
qué es lo perteneciente al ámbito de la ética universal-común y qué lo restante
para el campo de las opciones parciales-privadas. Siendo así, se sienten
autorizados para colaborar con ciertos poderes públicos en la imposición de sus
descubrimientos universales a los ciudadanos que, al menos hasta ahora, no han
sido capaces de moverse más que en las oscuridades de lo parcial y de lo
privado. La EpC traerá por fin la luz de lo universal para todos. Al menos,
cuando los autores de los libros de texto crean en los mencionados
descubrimientos.
Pero las cosas son más complejas de lo que parecen. Porque, en primer lugar,
quienes así argumentan no pueden negar el hecho cierto de que al menos la moral
religiosa católica plantea una pretensión de universalidad asistida de razones
no menos concluyentes que las de quienes la tildan de «particular»
desde otra supuesta universalidad. ¿Quién va
a dirimir este litigio intelectual? ¿El Estado o el filósofo colaborador?
Y aquí brota enseguida la segunda fuente de complejidad: es ingenuo, falso (y peligroso) suponer que el Estado y
sus filósofos estén mejor capacitados que la sociedad (padres, escuelas,
iglesias, etcétera) para representar lo verdaderamente universal y, sobre todo,
para hacerlo vitalmente efectivo en las conciencias de las personas.
Ante estas complejidades tocantes a la fundamentación de la ética, los
ordenamientos democráticos del mundo de la posguerra arbitraron los mecanismos
legales apropiados para tratar de garantizar la libertad de enseñanza y de
conciencia.
La piedra angular de dichos mecanismos es el reconocimiento expreso del derecho
primordial de la sociedad (padres y escuelas) a formar la conciencia ética de
las nuevas generaciones. Si este derecho no se respeta, como sucede en el caso
de la LOE y de los decretos que la desarrollan, nos encontraremos tal vez con
una moral de Estado (o mejor, de ciertos grupos de poder) impuesta a todos por
la fuerza de la ley, pero no necesariamente con la moral universal que responde
a la naturaleza personal del ser humano.
Valgan dos muestras al respecto, tomadas de las enseñanzas que serán legalmente
obligatorias para los alumnos de Secundaria de todos los centros. Las copio de
la mencionada Declaración de la Comisión Permanente de la Conferencia
Episcopal, titulada La Ley Orgánica de Educación (LOE), los Reales Decretos que
la desarrollan y los derechos fundamentales de padres y escuelas:
La primera: «La verdad no juega papel alguno en los
Decretos...». La segunda: «En cambio, el
nuevo concepto de homofobia forma parte de los contenidos previstos como enseñanzas
mínimas por los Reales Decretos. Bajo tal concepto se esconde una visión de la
constitución de la persona más ligada a las llamadas orientaciones sexuales que
al sexo. De ahí que el sexo, es decir, la identidad de la persona como varón o
como mujer, sea suplantado por el género, precisamente cuando se señalan los
criterios según los cuales se evaluará la conciencia moral de los alumnos de
Secundaria».
Es cierto que la rarísima Ley de reforma del Código Civil en materia de
matrimonio, de junio de 2005, presupone una visión del hombre guiada por la
llamada «ideología del género», sucintamente caracterizada en el párrafo tomado
de la Declaración episcopal. Por eso nos encontramos hoy en España con que,
para el Código, el matrimonio no es la unión de un varón y una mujer; es decir,
nos encontramos con que el matrimonio no es reconocido por la ley. Pero eso no
quiere decir que la sociedad comparta mayoritariamente tales disposiciones, al
menos, con suficiente conocimiento de causa. Y, aun en el caso de que así
fuera, un filósofo no debería nunca confundir mayoritario con universal,
opinión con verdad. El filósofo sabrá valerse, pero, ¿y
el alumno cuya conciencia haya sido formada según un programa carente del
concepto de verdad?
En definitiva, mientras los instrumentos para determinar qué ética universal y
qué ciudadanía sean en verdad universales sigan siendo los que suelen ser, la
mejor manera de colaborar razonablemente a la formación moral de las personas,
que han de ser también buenos ciudadanos, será asumir el papel que a cada uno
le corresponde en una sociedad activa y responsable.
Ante la actual situación legal, los padres y las escuelas harán muy bien en
defender sus derechos por todos los medios legítimos a su alcance, incluida, en
su caso, la objeción de conciencia, si así lo juzgan necesario.
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