Patrona de los sordomudos.
Por: Camilo Valverde Mudarra | Fuente:
Mariologia.org
La Virgen del Silencio, porque lo guardó
siempre. No se sabe nada de su infancia ni de su juventud. Porque no existen
documentos y, los evangelistas cuentan muy poco. María vivía en su silencio;
cumplió su misión, hizo todo lo que debía, habló poco, casi nada. Debió ser una
niña y una muchacha corriente, humilde y sencilla, trabajadora y obediente, sin
destacar ni sobresalir en nada, recogida en su hogar y realizando sus
obligaciones diarias.
Recibió en silencio el anuncio personal del sorpresivo misterio de la
Encarnación. No lo dijo a nadie, ni siquiera a su esposo, aunque para él fuera
un asunto de importancia, ante lo que se vería comprometido y carcomido por las
dudas, por la posible infidelidad y el descrédito, que podría incluso culminar
en la humillante prueba del divorcio; y, como “era
un hombre justo, no quería denunciarla y resolvió dejarla ocultamente”
(Mt 1,19), meditó sobre la situación y decidió ausentarse, para que todas las
críticas recayeran sobre él por haberla abandonado.
La Virgen guardó en silencio su embarazo, no dijo a las betlemitas que el que
iba a dar a luz era nada menos que el Mesías. Amigos y vecinos la habrían
felicitado; todos le hubieran dado entonces el mejor cobijo en sus humildes
casas y sus parabienes. No sabemos nada de su vida en Nazaret. Aunque el no
saber nada es saberlo todo. Es saber que era la hija, la esposa y la madre
ideal, al servicio constante de sus deudos y familia, la perfecta madre y mujer
de su casa, ocupada en sus deberes y entregada a su familia.
Luego, un día, su hijo rompió el silencio de su vida privada y se fue a
predicar por los pueblos una doctrina revolucionaria, que le hizo conectar con
las gentes y saltar a las primeras páginas de la opinión pública. De la noche a
la mañana se convirtió en el judío más popular, aplaudido por el fervor de las
multitudes. Y María se quedó en casa, sumergida en el sagrado silencio de su
vida, en la espera de la reflexión y las noticias, mientras, Él recorría
Palestina y ascendía en fama y gloria y sus seguidores se acordaban, el gentío
y las sencillas voces populares preguntaban por su madre y glorificaban los
pechos que lo amantaron. Ella no estaba allí, estaba recogida en el ángulo
breve de su casita de Nazaret meditando en silencio las maravillas que Dios
había hecho en torno a su persona irrelevante: “porque
ha mirado la humilde condición de su sierva; porque, desde ahora, me llamarán
bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1,48).
Su vida fue la expectativa en la disposición y aguardar callada en la
discreción. Y el silencio más impresionante llegó; el sigilo más lacerante se
presentó en el filo de la espada, anunciada, del Calvario. Silenciosa y de pie:
“stabat mater dolorosa” ante su hijo vejado,
colgado en la agonía, traspasado por la infidelidad, sin proferir siquiera una
palabra de dolor o de condena, sin rasgar el impresionante silencio de la
muerte con un gemido herido o un lamento desgarrador del corazón sangrante de
una madre que llora, calla y sufre, a quien la cruel y estúpida violencia de la
agresividad humana le acaba de arrebatar su hijo, lo único que tiene. Allí,
diluida en el manto, reservada en el dolor, siempre callada, sin decir nada,
porque la mejor palabra es la que no se dice nunca. El mejor sermón es el que
no se predica, el que se lleva en el alma, el que se practica en el secreto
cumplimiento del deber.
Virgen María Santísima, Nuestra Señora del Silencio. Tus silencios son tus
mejores enseñanzas, son silencios que gritan que se clavan dentro. Enséñanos a
saber callar. Vivimos en unos momentos, en que todos quieren hablar, gritar y
perorar. Discursos, mítines, sermones, congresos, manifestaciones, movidas. Los
medios de comunicación nos abruman, nos atropellan, invaden y destrozan nuestra
vida privada. Todos hablan; quieren intervenir todos; que se oigan nuestras
voces. Se vive en la locura que produce en el hombre un vacío penoso, una
catástrofe personal irreparable y una degradación social desquiciadora de
valores imprescindibles y solidarios. Enséñame a callar, "oh Virgen del Silencio", pues el que
mejor habla es el que mejor calla. Enséñanos a meditar todas las cosas en lo
más profundo de nuestro corazón, como hacías tú. Tú fuiste inscrita en la
reflexión, en la calma, en la paz de la contemplación, en la quietud de la
oración; entre los “taciturnos del reino", entre
los grandes maestros del silencio. No has pasado a la historia por tus
proclamas sociopolíticas, por tus discursos grandilocuentes, porque
movilizaras a las masas; has sido y eres conocida justamente por tu gran
cautela, por tus impresionantes y sobrecogedores silencios, por tu prudencia,
sobriedad y parquedad que dicen y nos enseñan mucho más que tanta verborrea y
palabrería vacua y sin profundidad, sin fondo, como hemos de soportar y,
forzados, atender.
Sepamos hablar con el ejemplo de nuestra vida, con el gesto silencioso, que
hace en cada momento simplemente lo que hay que hacer, sin alardes, sin
aclamaciones, sin voceríos, pues la razón y la perfección no están en los que
gritan, sino en los que cumplen silenciosamente con el deber diario, y cumplen
la voluntad del Padre.
El gran acontecimiento de la historia humana, la
Encarnación del Verbo, se efectuó en el más absoluto de los silencios, en un
profundo sosiego del alma entroncada en Dios.
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