Esta es una crisis no sólo de un modelo económico sino de todo un modelo antropológico.
Por: Miguel Ángel Belmonte | Fuente: ForumLibertas
Esta es una crisis no sólo de un modelo
económico sino de todo un modelo antropológico, y los aspectos económicos de
esa crisis no deben provocar el olvido de otros aspectos que son aún más ‘críticos’ y que tienen que ver con el orden de lo
espiritual y, por tanto, con lo más profundamente humano y real.
Más allá de las discusiones de los especialistas a la hora de calificar la
crisis en que el mundo se ve envuelto, trataremos aquí de poner el acento en la
perspectiva cultural o civilizatoria, desde el presupuesto de que esta crisis
del presente no es meramente de naturaleza económica, aunque sea en este ámbito
donde su manifestación resulta más actual, flagrante e innegable. Como dice
Benedicto XVI «el desarrollo es imposible sin
hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan
fuertemente en su conciencia la llamada al bien común».1 Los aspectos
económicos de la crisis no deben provocar el olvido de otros aspectos que son
aún más ‘críticos’, aspectos que tienen más
que ver con el orden de lo espiritual y, por tanto, con lo más profundamente
humano y real. Esta es una crisis no sólo de un modelo económico sino de todo
un modelo antropológico. Bajo la apariencia tranquila del ‘estado del bienestar’ se escondía un espejismo
tras otro. Al occidental de a pie se le había prometido salud, prosperidad y
paz para disfrutar en esta misma generación, sin necesidad de pensar ni en las
anteriores ni en las siguientes generaciones. Y de tanto pensar cómo disfrutar
el presente, el hombre corriente se ha olvidado de dejar tras de sí alguien que
le tome el relevo.
Pronto hará un siglo que un observador tan sagaz como extravagante de la
sociedad moderna atestiguó el comienzo de la decadencia de Occidente. Para Oswald Spengler, la mentalidad de la gran urbe es
la causa directa de una grave incapacidad para la vida. El hombre corriente de
la gran ciudad representa perfectamente el alejamiento total de la naturaleza y
la dependencia total de la técnica. Una técnica, por otra parte, tan
desconectada de la naturaleza que, cuando falla, le deja sumido a este hombre
corriente en la perplejidad y en la incapacidad radical para la acción. Esta
incapacidad para la acción viene precedida y provocada por otra incapacidad, la
incapacidad para la contemplación: «si se lograra
desarraigar en el hombre la contemplación, perdería su consistencia religiosa y
quedaría a merced de todos los intelectuales, poderes y afanes egoístas de sí
mismo y de los demás».2 Acerca de ella se han pronunciado, de una u otra
manera y en diversas ocasiones, los sumos pontífices en el ejercicio de su
magisterio. Así, por ejemplo, Juan Pablo II afirmaba que «el descanso mismo, para que no sea algo vacío o motivo
de aburrimiento, debe comportar enriquecimiento espiritual, mayor libertad,
posibilidad de contemplación y de comunión fraterna».3
Esa decadencia de Occidente a la que dedicó Spengler
su famosa obra, pocas veces resulta tan elocuente como cuando analizamos
su evolución demográfica. Al afirmar que el hombre de Occidente no ha sabido
dejar tras de sí a quien pasarle el relevo, no estamos proponiendo una mera metáfora
sino también una realidad, o mejor, una ausencia de realidad. Una ausencia de
hijos, en resumen. Decía Spengler: «ahora surge la
mujer ibseniana, la compañera, la heroína de una literatura urbana, desde el
drama nórdico hasta la novela parisiense. Tienen, en vez de hijos, conflictos
anímicos».4 Hoy más que nunca los hijos son presentados en el imaginario
colectivo como un mal a evitar, como una de las pocas objeciones perdurables a
la ideología de género. Todavía no se ha podido tecnificar ‘suficientemente’ el proceso de ‘planificación’, ‘producción’ y ‘colocación’ de seres humanos en el mundo. Ser
madre sigue yendo unido a una serie de situaciones en las que, por más que ‘avance’ la ciencia, parece que sigue siendo
insustituible la presencia de la madre misma. Y eso la mentalidad de nuestra
época, la cultura de la muerte en expresión preferida de Juan Pablo II, no lo
soporta.
Para Spengler, la clave de la decadencia de
una cultura está en la mentalidad de la gran ciudad que lo invade todo: «el hombre de la gran urbe lleva eternamente consigo la
ciudad; la lleva cuando sale al mar; la lleva cuando sube a la montaña (…) la
causa por la cual el hombre de la gran urbe no puede vivir más que sobre ese
suelo artificial, es que el ritmo cósmico, en su existencia, retrocede al
propio tiempo que las tensiones de su vigilia se hacen más peligrosas». Hoy
más que nunca el hombre civilizado salta de actividad en actividad durante su
vigilia pero luego es incapaz de conciliar el sueño. Vivimos una era del
somnífero, el tranquilizante y el antidepresivo como instrumentos para mantener
artificialmente lo que la naturaleza resulta ya incapaz de generar. Y es que
para Spengler la era de la civilización
quiere decir la decrepitud de una cultura, su pérdida definitiva de vitalidad
real bajo la apariencia de una actividad en el fondo mecanizada y petrificada: «la civilización no es otra cosa que tensión. Las cabezas
de todos los hombres civilizados (…) poseen la expresión dominante de una
tensión extraordinaria (…) Estas cabezas son, en toda cultura, el tipo de sus
últimos hombres».5
La tensión a que se refiere el escritor alemán es una cualidad del hombre de la
cultura decadente, cualidad exactamente opuesta a la contemplación. Bajo los
efectos de tal tensión vigilante se implanta el «dinero
abstracto como causalidad pura de la vida económica».6 Palabras estas
últimas ciertamente aplicables a una crisis como la actual donde el creciente
exceso de ‘irrealidad’ o la falta de un ‘sustrato real’ de la actividad económica incesante
se revelan cada vez más como factores decisivos de la propia crisis. Es esa
tensión la que se traslada también a los demás ámbitos de la vida de este
hombre decadente. Por ejemplo, en la misma vida de ocio donde aparecen
fenómenos como el footing hoy día tan integrado en el paisaje urbano pero que
en tiempos de Spengler comportaba cierta
novedad: «la anulación del intenso trabajo mental
práctico por su contrario, el footing, practicado consecuentemente; la
anulación de la tensión espiritual por la corpórea del deporte; la anulación de
la tensión corpórea por la sensual del ‘placer’ y por la espiritual de la
‘excitación’ que producen el juego y la apuesta (…) el cine, el expresionismo,
la teosofía, el boxeo, los bailes negros, el póquer y las apuestas: todo ello
se encuentra en Roma».7 No cabe duda de que el hombre occidental actual
está saturado de distracciones, distensiones, equivalentes a las señaladas por Spengler.
La tensión anticontemplativa invade su vida laboral, su vida familiar y su
tiempo libre hasta el punto de volverlo estéril como una piedra: «la existencia pierde sus raíces y la vigilia se hace
cada día más tensa. De este hecho se deriva (…) la infecundidad del hombre
civilizado».8 Y aquí tocamos, por así decirlo, lo nuclear de la crisis.
No se tienen hijos porque no los contemplamos. En lugar de admirar la imagen de
Dios en la criatura, calculamos los pros y los contras, buscamos motivos que
justifiquen su existencia. La relación del hombre de hoy con la procreación es
también, cómo no, técnica, calculadora, planificadora. Todo, menos
contemplativa. Fácilmente nos inclinamos por la situación, tenida por más
ventajosa, de evitar la descendencia: así es la
falsa prudencia del hombre de hoy. Incluso lingüísticamente hay una clara
relación entre mentalidad ‘anti-contemplativa’ y mentalidad ‘anti-conceptiva’
puesto que también contemplar requiere engendrar aunque sea intelectualmente.
Detrás de estas actitudes se esconde una auténtica «propensión
metafísica a la muerte. El último hombre de la gran urbe no quiere ya vivir, se
aparta de la vida, no como individuo, pero sí como tipo, como masa (…) no nacen
niños; y la causa de ello no es solamente que los niños se han hecho
imposibles, sino, sobre todo, que la inteligencia en tensión no encuentra motivos
que justifiquen su existencia».9 Signo de esa actitud es que «la abundancia de niños pasa por algo provinciano. El
padre de numerosa prole es en las grandes ciudades una caricatura».10 Ya
antes del Ibsen mencionado por Spengler, el gran Dickens
había por su parte transitado de una primera época literaria en que la familia
numerosa aparecía benignamente tratada a una segunda época, más pesimista,
donde la amargura y el resentimiento llenan sus narraciones de pseudofamilias
tan numerosas como desordenadas e inhumanas. También Dickens
es hijo de su tiempo y de la gran urbe londinense. Con gran perspicacia hablaba
otro londinense, Chesterton, del padre de
familia numerosa como prototipo del aventurero épico de nuestro tiempo.
Por otra parte, si se hiciera el retrato robot de la pareja occidental
posmoderna probablemente nos sorprendería descubrir que aún más es el varón
quien obstaculiza la llegada de los hijos que la propia mujer. De poco vale la
afirmación políticamente correcta de uno de los gurús del pensamiento social
contemporáneo, F. Fukuyama, según el cual la
principal revolución del mundo contemporáneo ha sido el acceso generalizado de
las mujeres a los anticonceptivos: a la hora de la verdad son los varones los
que gobiernan esta triste revolución. Hasta intelectuales americanos tan
representativos del progresismo moral y del espíritu de la gran urbe descrito
por Spengler como el escritor Paul Auster y el director de cine Woody Allen, iconos ambos de la gran urbe por
antonomasia a día de hoy, Nueva York, dan señales con sus tramas de ficción y
sus personajes de reconocer esta realidad: en las
novelas de Auster y en las películas de Allen, normalmente son ellos los que no
quieren tener hijos. Así que hemos llegado a un punto en el que
podríamos completar a Spengler diciendo que
las mujeres de hoy día tienen conflictos anímicos no sólo porque no tienen
hijos sino especialmente porque no encuentran al padre. Con razón se ha hablado
últimamente de la clamorosa ausencia del padre en el mundo posmoderno.
De poco valen en este contexto las políticas supuestamente favorables a la
natalidad. Es algo así como si se intentara parar una hemorragia con unas
tiritas. Con el añadido de que en las tiritas mismas están las instrucciones
para que se desangre completamente la pobre víctima. Cada vez que un gobierno
europeo anuncia una medida de apoyo económico o laboral a la maternidad, se
realiza una contribución más a la idea tan fuertemente instalada de que tener
hijos supone una carga insoportable. Cada mes de septiembre, los medios de
comunicación repiten hasta la extenuación los últimos estudios acerca del coste
medio para las familias de cada hijo en edad escolar. De poco sirve que a
noticias de este tipo le sucedan anuncios gubernamentales acerca de la
gratuidad de los libros de texto o similares alivios. Sin quererlo, estamos
siendo objeto de campañas ideológicas no muy diferentes de las que proponían
los nazis a la hora de exterminar razas «superfluas»:
«El Dr. Wetzel, al servicio del III Reich, y a instancias de Himmler, elabora
un informe con un claro objetivo: eliminar la población ucraniana en
territorios ocupados durante la segunda guerra mundial para asentar población
alemana. Las recomendaciones del informe no se alejan en absoluto de prácticas
que han llegado a ser habituales en nuestras sociedades democráticas: ‘Se debe
inculcar a la población rusa –dice el informe– por todos los medios de la
propaganda, en particular por la prensa, la radio, el cine, los volantes,
folletos y conferencias, que un gran número de hijos no representa sino una
carga pesada. Hay que insistir en los gastos que ocasionan los hijos, en las
buenas cosas que podrían tenerse con el dinero que gastan en ellos. Se podría
asimismo aludir a los peligros que para la salud de la mujer pueden representar
los partos (…) Al mismo tiempo, se debe establecer una propaganda amplia y
poderosa a favor de los productos anticonceptivos. Se debe crear una industria
apropiada con este objeto. La ley no castigará ni la difusión, ni la venta de
los productos anticonceptivos, ni tampoco el aborto. Habrá que facilitar la
creación de instituciones especiales para el aborto, entrenar respecto a esto a
parteras o enfermeras. La población acudirá con más frecuencia a los servicios
de abortos si éstos son efectuados con cuidado. Los médicos deben recomendar
igualmente la esterilización voluntaria’. Un programa de genocidio de retardo
fundamentado en la filosofía hegeliana, donde toda realidad social debe
ordenarse a los intereses del Estado».11
Las medidas económico-políticas extraordinarias de apoyo a la natalidad, aun en
los casos en que se prolongan indefinidamente, apenas pueden producir un mínimo
de lo que los demógrafos llaman ‘efecto sierra’.
Pero una vez una sociedad ha entrado culturalmente en la pendiente resbaladiza
de la crisis demográfica, de nada sirven aquellas medidas: «Cuando un estado desea un crecimiento demográfico para
cumplir con sus objetivos político-económicos potencia la natalidad mediante
medidas de apoyo a las familias (…) pero si en esa sociedad existe una cultura
antinatalista, rara vez se logra un incremento constante de los índices de
fertilidad. A los pequeños éxitos parciales les suceden caídas de la
fecundidad. Las políticas natalistas se tornan estériles frente a una cultura
antinatalista».12 En el contexto de un mundo multipolar en el que con
cierta facilidad las civilizaciones entran en conflicto no cabe duda de que el
aspecto demográfico adquiere una relevancia notable: «La
diferencia de tasas de fertilidad es el fruto de la ruptura cultural occidental
que se ha transformado en una cultura anticonceptiva. La extensión de los
métodos anticonceptivos y la sexualidad desligada de la descendencia llevan a
una espiral imparable. Hoy por hoy, en Occidente, la difusión y uso de métodos
anticonceptivos deja de tener color político y se convierte en una práctica
interclasista e interideológica».13 La incertidumbre está en si
Occidente, a pesar de sus propias contradicciones, habrá conseguido o no
inocular al resto del mundo, vía globalización, el virus de una tecnificación
anticontemplativa de la vida social con la consiguiente mentalidad
anticonceptiva. Aparentemente las llamadas economías emergentes son las que
afrontan la crisis presente en mejores condiciones y también observan comportamientos
demográficos más vitalistas que Occidente. Pero no se puede descartar que
acaben siguiendo la misma senda.
No hemos intentado aquí mostrar la conexión entre la crisis económica y la
crisis demográfica. Tal conexión existe y hace tiempo que se dejaron oír voces
que advertían de la insostenibilidad de un estado del bienestar con una
pirámide demográfica invertida fruto de una mentalidad profundamente
antinatalista y anticonceptiva. Hemos querido poner el acento, más bien, en la
dimensión cultural-espiritual de la crisis demográfica. Lo que Juan Pablo II
llamaba cultura de la muerte, y que coincide en parte con el espíritu de la
gran urbe descrito tan genialmente por Spengler,
está en el origen de las actitudes y hechos que han llevado, primero, a esta especie
de suicidio demográfico colectivo occidental y, segundo, a una praxis económica
basada en espejismos, abstracciones sin fundamento en la realidad de las cosas,
sin fundamento en la verdadera naturaleza del hombre y de sus inclinaciones
sociales, familiares, económicas. Ante la crisis actual bien podríamos reeditar
el adagio y afirmar que también en economía, la verdad es la realidad de las
cosas. Verdad que aspira a ser contemplada, concebida y transmitida de manera
fecunda.
Notas
1. Benedicto XVI, Caritas in veritate, 71.
2. Marcelo González Martín, La contemplación, alma de la civilización del
mañana, Madrid, 1973.
3. Juan Pablo II, carta apostólica Dies Domini, 68.
4. Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, vol. II, Madrid, 1998 [1923],
p. 168.
5 Id., p. 164
6 Id., p. 165
7 Ibídem.
8 Id., p. 166.
9 Ibídem.
10 Id., p. 169.
11 Javier Barraycoa, La ruptura demográfica, Barcelona, 1998, pp. 29-30.
12 Id., p. 38.
13 Id., pp. 82-83.
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