La temporalidad forma parte del hombre y de su cultura.
Por: Ángel Gutérrez Sanz | Fuente: Catholic.net
El Otoño y más concretamente el mes de
noviembre, va asociado al recuerdo y a la nostalgia, entre otras cosas porque
en estas fechas se celebra la conmemoración de los fieles difuntos, que nos
hace recapacitar sobre lo frágil que es la vida, tanto que en cualquier
momento puede quebrarse como una vasija de vidrio; también nos trae a la mente
la fugacidad del tiempo que trascurre raudo y veloz como un relámpago y a poco
que te quieras dar cuenta el momento presente ya se ha ido. El tiempo en el que
estamos inmersos, viene a ser un elemento esencial en nuestras vidas. Poco a
poco se van consumiendo las diferentes etapas de nuestro viaje, así hasta
que llegue el momento definitivo en que todo acabe para nosotros. La propia
Naturaleza nos va llevando sabiamente hasta ese final de forma progresiva y
paulatina. Lo malo del tiempo es que no da tregua, ni se hace esperar, galopa
mientras trabajamos, nos divertimos o dormimos; en medio de un torbellino de
acontecimientos vamos cumpliendo años, un año más, decimos, cuando en realidad
lo que tenemos es un año menos. Nuestro tiempo se nos escapa como el agua entre
las manos y el riesgo está en que vayamos desgastándolo sin sacar fruto de él.
Visitando las tumbas de los muertos, cosa
frecuente en estos días, uno reflexiona y piensa que la vida, en la mayoría de
los casos, va pasando sin haber sacado gran provecho de ella. Gorge Bucay, advertía
con razón que en las lápidas de nuestros cementerios quedan inscritos los
años vividos: 70, 80 o 90, pero de esos años por
regla general tan sólo han sido aprovechados 2, 3, como mucho 5, porque
en lugar de dedicarlos a hacer algo grande según nuestras capacidades,
nos limitamos a matar el tiempo, dejarle pasar sin pena ni gloria, sin la menor
conciencia de que cada minuto que Dios nos regala en cualquiera de los casos
vale más que el oro, pues como dijera S. Agustín: “Cualquier gota de tiempo es
un gran tesoro”.
De una forma o de otra, todos somos conscientes
de que el tiempo pasa y que nosotros vamos pasando con él. La temporalidad es
una dimensión inserta en la entraña de nuestro existir y a la que los humanos
estamos sometidos, pero ¿qué es la temporalidad? Esta pregunta nos introduce de
lleno en una de las cuestiones trascendentales sobre la que los hombres llevan
mucho tiempo reflexionando, sin que hasta el momento se haya dado una respuesta
universalmente satisfactoria. Para nuestro propósito es suficiente con decir
que la temporalidad va asociada íntimamente a la transitoriedad y por ende a la
contingencia existencial del ser humano. La temporalidad forma parte del hombre
y de su cultura, en virtud de la cual vamos consiguiendo metas, pero también es
cierto que todo lo que hemos conseguido, todo lo que hemos sido, lo que
hemos hecho, lo que hemos vivido, va quedando atrás.
El sentido y alcance que demos a los conceptos
de transitoriedad y contingencia va a ser fundamental a la hora de interpretar
lo que está pasando en nuestro mundo, donde conviven dos tipos de cultura: una
la posmoderna de inspiración antropocéntrica y la otra milenaria de inspiración
cristiana. Una es de corte inmanentista y la otra de corte trascendente.
Se trata de dos cosmogonías diferentes o si se
quiere dos formas distintas de entender la vida. Como todo el mundo sabe los
hombres de nuestro tiempo han sido educados en “el
presentismo inmanentista” según el cual no existe nada más que el
momento presente. El pretérito es cosa del pasado y como dice el refrán “aguas pasadas no mueven molinos”, por lo que
mejor es olvidarnos de él; tampoco el futuro preocupa porque es algo incierto
que todavía no ha llegado. Quedémonos pues con lo seguro que es el momento
presente, porque no tenemos otra cosa y hay que tratar de disfrutarlo. “A vivir que son dos días” es frase que no nos quitamos de la boca. Hay que
vivir la vida muy de prisa, antes de que se nos derrita entre las manos como un
helado, hay que apresurarse a saborearlo y experimentarlo todo con voracidad
consumista, sabedores que nuestro tiempo acaba pronto y a la vuelta de la
esquina nos espera el sepulturero.
La pasión por vivir intensamente es otra
característica de nuestro tiempo porque, como constantemente repetimos, “solo se vive una vez”
y hay que volcarse y dedicarse por entero a vivir la vida que tenemos
aquí y ahora, pero no una vida interiorizada, sino una vida desparramada hacia
el exterior, en medio de los ruidos y lejos de la soledad y el silencio. Nos da
miedo adentrarnos en el interior y quedarnos a solas con nosotros mismos.
La cultura actual ha apostado no por “el bien
vivir” sino por “el vivir bien” y
disfrutar todo lo que se pueda de las cosas materiales, porque al fin y al cabo
es lo que te vas a llevar en limpio de este mundo, ya que todo acaba con la
muerte, una muerte de la que nadie habla, en la que nadie piensa, a la que
tenemos miedo y hacemos todo lo posible por ocultarla para que no venga a
perturbar nuestra plácida existencia; pero la muerte está ahí siempre a la
acecho, haciéndose presente a pesar de nuestros cuidados y esto nadie lo podrá
evitar, porque la muerte es lo más real de la vida, ella es el acontecimiento
más cierto y seguro de nuestro discurrir humano.
Bien mirado, la muerte viene a ser el punto de
convergencia de estas dos culturas que coexisten en nuestra sociedad. A partir
de aquí es preciso elegir entre dos abismos, que son la nada o
la eternidad. Los hijos de la posmodernidad, que piensan que todo
acaba con la muerte, podrán disfrutar del momento presente, pero se han
quedado sin horizontes de futuro, sin una esperanza que colme sus ansias de
inmortalidad. Por algo esta etapa de la historia ha sido bautizada como la
época del vaciamiento y del nihilismo.
Muy distinta es la interpretación cristiana de
la transitoriedad y de la muerte. Para el cristianismo la muerte no es el final
de nada sino el comienzo de todo. La muerte es parte de una vida que comienza y
se desarrolla a través del devenir temporal para desembocar en la
eternidad. Nacemos para morir, es cierto, por este trance doloroso todos hemos
de que pasar. De la muerte no se libra nadie, pues es el precio que hay
que pagar por el hermoso regalo de la vida, pero ella, la muerte no es el
final de nuestra biografía, porque cuando morimos lo hacemos para vivir
eternamente una vida en plenitud y esto es tremendamente consolador en un
mundo que parece haber perdido toda esperanza de futuro.
Como bien dice Martín Descalzo: “Morir solo es morir, morir se acaba” como se
acaba todo en este mundo. La muerte no es más que parte del devenir humano, que
nos conduce a una barrera fronteriza, la cual es preciso cruzar para
encontrarnos con la luz después de tanta oscuridad o si se quiere la muerte no
es más que un sueño que tiene su despertar en Dios. Cómo me gustaría que
nuestro mundo entendiera que la muerte no es la muerte, sino el comienzo de la
vida. Cuando esto suceda nuestra existencia podrá recobrar el sentido perdido y
nos haremos más humanos.
El cristianismo no solo nos permite mantener
viva la esperanza de futuro, también nos anima a vivir con confianza las
realidades del presente No se es necesario hipotecar las alegrías y goces
humanos, no se nos pide renegar de la vida, ni tampoco renunciar a ser felices
aquí donde ahora nos encontramos. Quien haya entendido correctamente el
cristianismo sabe muy bien que Dios nos quiere felices desde el momento que
nacemos. Lo que sucede es que dar con la clave de una vida feliz es un
ejercicio complicado y difícil que raramente se consigue. Para lograrlo, sin
duda, lo primero que deberíamos saber es que la felicidad no se encuentra fuera
sino dentro de nosotros mismos, no consiste en la posesión o disfrute de algo,
sino que es un estado interno de complacencia que surge cuando el alma se
siente en complicidad con Dios y poseído por Él . “Buscad
el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura” (Mateo 6,33).
Desgraciadamente los propios cristianos en
ocasiones hemos sido los primeros en no haber entendido la “Buena Nueva” evangélica, al presentar un
cristianismo arisco y a veces incluso hasta dolorista. Sin darnos cuenta y por
supuesto sin que fuera nuestra intención, hemos dotado de munición a los franco
tiradores, que como Nietzsche han visto en nosotros no más que unos
predicadores de la muerte y no unos enamorados de la vida, portadores de un
optimismo desbordante del que nuestro mundo tanto necesita.
Ahora que nuestro mundo se muestra tristemente
desesperanzado, ha perdido la inocencia y se ha quedado sin respuesta cuando
tiene que enterrar a un muerto, es el momento de recordar que el
cristianismo es el único humanismo auténtico que nos asegura algo
sorprendentemente maravilloso cual es, que se puede ser feliz en medio de este
valle de lágrimas y seguir siéndolo en otra dimensión distinta, en donde los
relojes de la historia están parados y el tiempo ya no cuenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario