Gracias a Dios, es posible encontrar hogares que están abiertos a la vida, abiertos al amor, abiertos a la Iglesia, abiertos a Dios.
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Muchos esposos católicos usan anticonceptivos.
Al actuar así, con mayor o menor conciencia, van contra la doctrina de la
Iglesia, expuesta en diversos documentos, sobre todo en la encíclica “Humanae vitae” del Papa Pablo VI (1968).
Según nos enseña la moral católica, es inmoral el uso de métodos
anticonceptivos por el hecho de que alteran la naturaleza y el sentido propio
del acto conyugal, un acto que debería ser expresión del amor entre los esposos
abierto a la llegada de los hijos que Dios pueda enviar.
¿Por qué tantos católicos no aceptan esta
enseñanza? Se pueden dar respuestas mejores o peores, según la
perspectiva que se adopte para analizar esta situación.
Algunos harán un análisis en clave sociológica: en muchos países la mayoría de
la población acepta como “normal” el uso de
los anticonceptivos, y los católicos se ajustan y acomodan a la mentalidad
dominante.
Otros hablarán de motivos económicos: los esposos,
en sus primeros años de matrimonio, suelen verse apurados por la falta de
dinero. Sienten la presión de tener que pagar la casa y mantener un
nivel de vida “aceptable”. Por lo mismo, los
dos trabajan. En esa situación, pensar en un hijo parece imposible, y se
recurren a los métodos anticonceptivos “más
seguros”.
Otros señalarán causas psicológicas: las parejas
suelen desear unos primeros años de matrimonio sin las angustias y las
responsabilidades que surgen con el nacimiento de cada hijo. O prefieren
madurar y asentar la relación de pareja. O buscan vivir la belleza de los
primeros meses de recién casados con más tranquilidad y sin un hijo “precoz” que altere completamente la convivencia
conyugal.
Pero es importante no olvidar las causas más profundas de este hecho. La
primera radica, en muchos casos, en un desconocimiento de la enseñanza católica
y de los motivos de la misma. Lo cual ocurre porque los jóvenes no han recibido
una catequesis completa sobre el tema, o porque nunca se les ha enseñado que el
uso de anticonceptivos es pecado mortal, o porque tras haber escuchado una
buena explicación han optado por rechazarla.
Por desgracia, no faltan casos de agentes pastorales o incluso sacerdotes que
no enseñan la verdadera doctrina católica sobre este tema, y así confunden,
desorientan y engañan a los fieles. Ante esta situación, hay que renovar la
oración a Dios para que envíe a su Iglesia santos sacerdotes y para que los
mismos católicos sepan distinguir lo que es buena doctrina y lo que es la
opinión errónea de quien ya no vive en la verdad de la fe que debería profesar.
Otra causa profunda está en la falta de fe y de esperanza. Cuando hay fe en
Cristo y en la Iglesia, cuando los corazones se ponen en las manos de Dios, la
enseñanza moral de la Iglesia es vivida con seriedad, desde convicciones
alegres: Dios, si pide algo, es para nuestro bien,
y nos ayudará a asumir plenamente la enseñanza moral que es parte de nuestra
coherencia cristiana.
Una tercera causa, muy relacionada con la anterior, se esconde en el miedo.
Para algunos, la llegada del hijo es considerada como un drama, algo que crea
inseguridad, problemas, vacilaciones. En cambio, quien confía, quien comprende
lo maravilloso que es colaborar con el Padre en la transmisión de la vida,
puede no sólo superar esos miedos, sino alegrarse profundamente cada vez que
inicia un nuevo embarazo y hay que reorganizar toda la vida familiar para
acoger de la mejor manera posible al recién llegado.
Las familias católicas pueden hacer mucho para educar a los niños y a los
jóvenes en el auténtico espíritu cristiano que lleva a abrirse a la llegada de
la vida. Gracias a Dios, es posible encontrar hogares que están abiertos a la
vida, abiertos al amor, abiertos a la Iglesia, abiertos a Dios.
En esos hogares, si Dios así lo quiere, el amor de los esposos llega a ser
bendecido por la llegada de hijos. Serán pocos o muchos, no importa. Lo que sí
importa es que cada uno sea amado en sí mismo, y que su llegada haya sido
posible porque los esposos, sin usar trampas ni anticonceptivos, con una
paternidad auténticamente responsable y llena de esperanza, han sabido amarse y
darse por completo entre sí.
Viven así la fecundidad esponsal que es “el fruto y
el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca
de los esposos” (Juan Pablo II, “Familiaris
Consortio” n. 28). Esa fecundidad explica la existencia de millones y
millones de hijos, que recibimos el amor de Dios desde la generosidad alegre de
unos padres que se aman y que nos aman.
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