En el silencio Dios tendrá más espacio en nuestras vidas.
Por: Celso Júlio da Silva, LC | Fuente:
Catholic.net
Palabras vienen y palabras van y al final la
única cosa que define a un hombre es su silencio. Lo que caracteriza a una
persona -como bien escribe el cardenal Sarah en su libro La fuerza del silencio- es su capacidad de
hablar, de comunicarse. Sin embargo, lo que define a una persona es el
silencio. Quizás porque es en el silencio donde cada uno es capaz de afrontar
su propia verdad y la verdad de Dios en su vida con realismo y autenticidad.
Nuestra vida diaria comúnmente no favorece ese
espacio de silencio y por ahí podemos andar nosotros como fugitivos de nuestra
realidad perdiéndonos en la última noticia, en los chismes que corren como
reguero de pólvora, en proyectos, viajes, trabajo, estudios, videos,
persiguiendo sueños que simplemente nos hipnotizan, pero no nos hacen crecer.
Huyendo del silencio nos volvemos fugitivos de nosotros mismos.
Claro está que también existen silencios que son
cobardía, silencios cómplices del mal y del pecado. Estos al fin y al cabo se
radican en la corrupción del corazón humano que, distraído por tantas palabras,
tantas promesas, tantas ambiciones y desorden, terminan encarnando lo que San
Agustín en la Ciudad de Dios llama "el amor a
sí mismo hasta el desprecio total de Dios". Estos silencios corroen
y matan el alma.
Sólo el silencio verdadero que procede del
encuentro con Dios nos puede ayudar a enfocar otra vez la mirada hacia lo que
es esencial en nuestra vida. Dejar de mirar el propio ombligo para detenernos
ante el espectáculo de la vida, la belleza de la naturaleza, el don del otro
que está a nuestro lado, ante la vida que pasa rápido y quizás no nos damos
cuenta.
El silencio nos empuja a lo
que es esencial. Francisco
Petrarca, eximio humanista y escritor italiano, pasaba por una fuerte crisis
espiritual. Su director espiritual era un franciscano del Convento de Santo
Sepulcro que le había sugerido la lectura de las Confesiones de San Agustín.
Cierto día del 1336, subiendo el Monte Ventoso con un fraile más joven que él,
Petrarca -al detenerse una y otra vez debido al cansancio- contemplaba las
montañas hermosísimas que se levantaban delante de sus ojos. Llegado a la cima,
abriendo al azar las Confesiones, se depara con el Libro X en el que el Doctor
de la Gracia afirma que los hombres, una vez que son capaces de contemplar las
cimas de los montes y la belleza de los mares, son capaces de salir de sí
mismos y por medio de la creación encontrar a Dios (Cfr. San Agustín, Confesiones,
Libro X, 8, 12-15). Pero todo esto gracias al silencio del alma que se enfoca
en lo que es esencial, haciéndonos reposar la mirada hacia fuera de uno mismo.
El silencio es la serena
escuela del discernimiento. En la agitación, en el ruido, en la
superficialidad de nuestra rutina acelerada jamás podremos discernir la
voluntad de Dios. Si por un lado la paz del alma nace del discernimiento hecho
en el espacio del silencio, por otro es innegable que la vida diaria con sus
quehaceres no puede ser vilipendiada. Cuando el mar está agitado los peces se
dirigen a las profundidades, es imposible pescar. Lo mismo pasa en la vida,
cuando hay distracción, ruido, agitación, las mejores respuestas o soluciones
no aparecen o no se ven porque están allí en las profundidades del silencioso
mar de nuestro interior. A veces para empezar un serio discernimiento desde el
silencio es necesario tomar distancia del mar tempestuoso, casi de una manera
epicúrea, como sugiere Lucrecio en su De rerum
natura, que invita al hombre a distanciarse un poco de las
preocupaciones para volverse sabio mediante la contemplación de las cosas que
en sí son buenas y verdaderas (cfr. Lucrecio, De rerum natura, II,
1-61).
El cristianismo abraza lo mejor de lo clásico y
por eso podemos decir que la oración y sobretodo
la liturgia es la roca en medio del mar tempestuoso en la que podemos
encontrarnos con Dios y con nosotros mismos.
Ha caído en mis manos hace pocos días un lindo libro de Guido Marini. El
capítulo 3 destaca algunos aspectos específicos de la celebración eucarística
entre el silencio. Y allí el énfasis que realiza el monseñor es sustancialmente
éste: el silencio en la liturgia es sagrado, por
tanto, no es un silencio vacío de contenido, sino un silencio rico, repleto de
Dios mismo. No se trata de vaciarnos, sino de llenarnos de Dios que
quiere comunicarse con nosotros y llenarnos de Él (Cfr. Guido Marini, Liturgia,
Gloria di Dio, santificazione dell”uomo, San Paolo, pág. 65ss). Dicho esto
notamos que quien huye del silencio no se escapa sólo de sí mismo, sino también
de Dios. Si aceptamos ser abrazados por Dios en ese silencio que nos llena la
santidad será un gozoso camino de felicidad y de paz.
Por último, el
silencio es sanador y redentor si está radicado en Cristo. Toda la
riqueza del silencio que hace con que el hombre sea realmente espiritual y
sabio proviene del silencio del Verbo de Dios, de la Palabra Eterna de Dios,
Cristo. Orígenes en el De Principiis
afirma que “Cristo es la Palabra abreviada de Dios
Padre”, pero esa Palabra conoció desde su Encarnación el humilde
silencio salvífico. Silencio en el seno de María, silencio en la sencillez y
pobreza con su nacimiento, silencio en Nazaret por muchos años, silencio ante
el momento de la Pasión y la Muerte. Y grandioso es que ese silencio fue fuente
de Redención para todo el género humano. Silencio redentor, silencio lleno de
amor y de entrega, silencio de Cristo que nos invita a radicar nuestros
pequeños silencios en la fecundidad divina de su amor elocuente por cada uno de
nosotros.
Radicados en Cristo a través de la oración, la
liturgia, del sincero discernimiento y de la contemplación de la verdad y la
belleza ya no seremos fugitivos de nuestra realidad, sino hombres definidos por
ese silencio fecundo y portador de paz. Además cualquier palabra que salga de
nuestra boca estará llena de valor y significado porque estará impregnada de un
silencio pleno de Dios, pleno de autenticidad y de trascendencia.
Siendo así, no huyamos de
las ocasiones de silencio y así no huiremos de nosotros mismos y Dios tendrá
más espacio en nuestras vidas.
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