Lejos
de devaluar la vida conyugal y sexual, los mandamientos divinos ayudan a su
perfeccionamiento. Dios interviene en la formación de la primera pareja humana
y la distinción entre los dos sexos, también ha sido querida por Dios, como nos
muestran las narraciones de la Creación en el Génesis.
En el Antiguo Testamento tenemos un claro ejemplo de cómo la Revelación va a
ayudar al ser humano a civilizarse y a reconocer progresivamente la dignidad de
ambos sexos.
Lejos de devaluar la vida
conyugal y sexual, los mandamientos divinos ayudan a su perfeccionamiento. Dios
interviene en la formación de la primera pareja humana y la distinción entre
los dos sexos, también ha sido querida por Dios, como nos muestran las
narraciones de la Creación en el Génesis. El Decálogo contiene dos
mandamientos, el sexto y el noveno, que nos orientan en el ámbito de la
sexualidad y del matrimonio. Tanto en el Éxodo como en el Deuteronomio, el
texto es el mismo para los dos mandamientos: «no
cometerás adulterio» (Ex 20,14; Dt 5,18) y «no
codiciarás la mujer de tu prójimo» (Ex 20,17; Dt 5,21). Pero en el
noveno mandamiento hay una diferencia importante: en
el Éxodo la prohibición está encuadrada en la prohibición de codiciar los
bienes ajenos, mientras en el Deuteronomio constituye una prohibición
específica. La razón de la diversa ubicación está en que mientras en la
época primitiva de Israel la mujer se contaba entre las posesiones del varón,
en el Deuteronomio la ubicación autónoma manifiesta el cambio que se va
produciendo en la concepción sobre la mujer y lo que ésta significa. Ya antes
de los profetas, se inicia un cierto ideal de sexualidad, al mismo tiempo que
se esboza una reflexión sobre los dramas de la pareja.
Con los profetas,
la comparación de la Alianza entre Yahvé y el pueblo con un matrimonio
introduce en la teología matrimonial una nota de gran importancia. Finalmente,
en el judaísmo postexílico, el ideal del matrimonio camina claramente en
dirección al NT, tanto en el plano del pensamiento como de las costumbres.
En el aspecto religioso, el AT
representa en realidad una cierta desacralización de la sexualidad. Ésta era
considerada en Oriente como un elemento misterioso perteneciente a la esfera
divina. Los adoradores de los dioses trataban de asegurar la fecundidad de sus
campos y mujeres por medio de cultos idolátricos entre los que no estaba
ausente la prostitución sagrada (Núm 25,3-8; Jer 2,20; 3,1-2; Oseas a menudo). Yahvé se sitúa más allá de la
sexualidad y ésta es un don de Dios, por lo que Israel disocia el matrimonio de
los ritos paganos de la fecundidad, pues ésta es algo que hay que esperar sólo
de la misericordia de Yahvé, que no cede ni a la fuerza, ni a los ritos
mágicos, e incluso puede dar hijos a parejas estériles (Gén 21,2; Sal 113, 9).
Es Yahvé y nadie más quien bendice el matrimonio que forma parte del plan de la
creación, siendo el matrimonio una realidad terrena creada por el Dios libre y
soberano (Gén 2,22) y por ello el matrimonio judío es un acontecimiento
familiar que no conoce un rito religioso oficial.
El hijo es fruto de la «sola carne» o comunión de amor del matrimonio que
es un don de Dios, por lo que pertenece necesariamente a Yahvé y ha de ser
educado en su fe. En cada nacimiento se expresa un acto de la creación divina
(Is 43,7; Jer 1,5; Job 31,15), un don de Dios (Sal 127,3) y la circuncisión
renueva en cada recién nacido varón la alianza entre Dios y su pueblo (Gén
17,10-11).
En cuanto al Cantar de los cantares,
antigua composición israelita del tiempo de los reyes, supone una ruptura total
con la divinización de la sexualidad, llegando a no citar explícitamente a
Yahvé para no asociarlo con los mitos sexuales, puesto que como hemos dicho
había que hacer una desacralización de la sexualidad. «Según
la interpretación hoy predominante, las poesías contenidas en este libro son
originariamente cantos de amor, escritos quizás para una fiesta nupcial
israelita, en la que se debía exaltar el amor conyugal, que llega a ser así
verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que
predominaba claramente en la fase anterior» (Benedicto XVI, Encíclica «Deus Caritas est»
nº 6). El amor humano es presentado como un valor de los más nobles, de
uno solo con una sola (6,9), con iguales expresiones de afecto (1,15-16), afán
de permanencia (8,6-7), espiritual, afectivo y corpóreo al mismo tiempo (4,1-2;
5,10-16). El hecho que el judaísmo haya podido integrar en sus libros sagrados
revelados una expresión erótica tan libre, demuestra que la rudeza de las
costumbres no fue capaz de apagar el impulso del amor.
En sentido negativo el Cantar
es una protesta contra el culto de Baal y la sexualidad religiosa, mientras en
sentido positivo expresa el amor de forma poética y gozosa, nada puritana,
aunque tampoco licenciosa, manifestando ambos amantes su satisfacción ante la
belleza del otro y siendo una afirmación de la bondad terrena de las relaciones
entre hombre y mujer.
Pero también se ha de
interpretar al Cantar religiosamente. Con palabras de un amor profundamente
humano, que celebra la belleza de los cuerpos y la felicidad de la búsqueda
recíproca, se expresa, igualmente, el amor divino por su pueblo. Mientras, por
una parte, hay que comprenderlo a partir del simbolismo conyugal empleado por
los profetas para evocar la Alianza entre Dios y el pueblo, místicos como Santa
Teresa ven también en él la historia del alma en su camino hacia Dios.
Pedro Trevijano
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