–DE BABEL
Desde
el pecado original de Adán y Eva, la división, y a veces la división
hostil, marcan la raza humana incesantemente: Caín y Abel, el crecimiento de «la maldad de los hombres sobre la tierra, cuando todos
sus pensamientos y deseos sólo y siempre tendían al mal» (Gén 6,5-7), el
arrasamiento de la humanidad por el Diluvio, del que Dios salva sólo a Noé y su
familia; pero su descendencia en Sem, Cam y Jafet, traen «la tierra corrompida
ante Dios, y llena de toda iniquidad» (6,11); el intento de construir la torre
de Babel, en un acto de soberbia, que indigna al Señor: «bajemos y confundamos allí su lengua… Y los dispersó de allí por la
superficie de la tierra y cesaron de construir la ciudad» (11,1-9).
Al fondo el diablo, la fuente
del mal, que introduce el pecado en el mundo, que separa y divide a los hombres,
contraponiéndolos en grupos hostiles… El mundo ignora ya durante milenios la
paz de la unidad.
–A PENTECOSTÉS
La
historia de la salvación del mundo la inicia el Señor llamando a Abraham: «Yo
te haré un gran pueblo… y en ti serán bendecidas todas las familias de la
tierra» (12,1-3). Israel, los patriarcas y profetas, el Decálogo y el
Templo, la salmos, conducen hacia la unidad, a pesar de las divisiones de las
escuelas rabínicas… Llegada la plenitud de los tiempos, en Jesucristo,
encarnación del Hijo divino eterno, nuevo Adán, alcanza su culmen la historia
de la salvación: «Él salvará a su pueblo de sus
pecados» (Mt 1,21). Él, por primera vez en tantos milenios de vida
humana, cumplida su obra de salvación por el Evangelio, la Cruz, la
Resurrección y la Ascensión a los cielos como Señor del cielo y de la tierra,
envía desde el Padre al Espíritu Santo, que formando la Iglesia, «congrega en la unidad a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,51-52). Cristo lo ha anunciado: «Os digo la verdad, os conviene que yo me vaya, porque si
no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré» (16,7).
Él será quien, concedido por Dios a hombres de todas las naciones, construirá
el Pueblo de Dios, perfectamente unido en pensamiento, obras y lenguas.
–EL ESPÍRITU SANTO CAUSA LA UNIDAD DE LA IGLESIA EN TODOS LOS PUEBLOS Y CULTURAS
Como
un milagro de unidad, desconocido en la historia humana, entiende la Iglesia desde el
principio la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés, adviento de fuego divino sobre María, los
Apóstoles y la muchedumbre de muchas naciones:
«Asombrados de
admiración decían: Todos éstos que hablan ¿no son galileos? ¿Pues cómo nosotros
los oímos cada uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos,
medos, elamitas, los de Mesopotamia, Judea, Capadocia (…), prosélitos,
cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas de las
grandezas de Dios» (Hch 2,1-12).
Cristo
«entrega su espíritu» en la cruz (Mt 27,50: frase quizá de buscado doble
sentido) para realizar la unidad de la Iglesia por la efusión del Espíritu
Santo. Para eso precisamente murió Jesús por el pueblo, «para reunir en la unidad a todos los hijos de Dios que
están dispersos» (Jn 11,51-52). Así es como forma «un
solo rebaño y un solo pastor»
(10,16). La sangre de Cristo es el precio de la unidad de la Iglesia.
«Todos nosotros
hemos sido bautizados en un solo
Espíritu, para constituir un
solo cuerpo… y hemos bebido del mismo Espíritu» (1Cor 12,13). Los primeros
cristianos, por obra del Espíritu Santo, «perseveraban
en oír la enseñanza de los apóstoles, y en la unión, en la fracción del pan y
en la oración (…) Todos los que habían
creído vivían unidos, teniendo
todos sus bienes en común» (Hch 2,42-44). En la comunidad eclesial había
«un solo corazón y una sola alma» (4,32).
La unidad de la Iglesia es,
pues, una unidad comunitaria en la vida de Dios uno y trino, producida en todos
nosotros por obra del Espíritu Santo. Ahora, gracias a nuestro Señor y
Salvador Jesucristo, «unos y otros tenemos acceso libre
al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,18).
«Hay diversidad
de dones, pero uno mismo es el Espíritu [Santo]. Hay diversidad de ministerios,
pero uno mismo es el Señor [Jesucristo]. Hay diversidad de operaciones, pero
uno mismo es Dios [Padre], que obra todas las cosas en todos. Y a cada uno se
le concede la manifestación del Espíritu para común utilidad. A uno le es dada
por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro la palabra de ciencia, según el
mismo Espíritu; a otro la fe, en el mismo Espíritu; a otro don de curaciones,
en el mismo Espíritu; a otro operaciones de milagros; a otro profecía, a otro
discreción de espíritus; a otro, el don de lenguas; a otro el de interpretar
las lenguas. Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye
a cada uno según quiere» (1Cor 12,4,11).
La Iglesia de este modo es un Templo espiritual en el
que todas las piedras vivas están trabadas entre sí por el mismo Espíritu
Santo, que habita en cada una de ellas y en el conjunto del edificio. Así lo
entendía San Ireneo: «donde está la
Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y
toda su gracia» (Adversus hæreses III,24,1). Cristo se ha elegido
y formado a la Iglesia como Esposa suya (Ef 5,22-32; 2Cor
11,1-2). Nuestro Señor Jesucristo, por obra del Espíritu Santo, tiene una Iglesia, no varias; un Cuerpo,
no varios, una Esposa, no varias; un Rebaño,
no varios; la Iglesia tiene una sola alma, el Espíritu Santo, no varias más o
menos semejantes, pero distintas.
–LA IGLESIA ES UNA, SANTA, CATÓLICA Y
APOSTÓLICA
La Iglesia, poco después de
llegar a la libertad civil con Constantino (313), inició sus grandes asambleas.
Y en el I Concilio de Constantinopla, IIº ecuménico (381), proclamó en el Credo
a la
Iglesia, «una, santa, católica y apostólica» (Denz 150). Vemos en ello la extrema urgencia de
los Padres conciliares por declarar como dogma de fe la unicidad de la Iglesia. Es la fe que en el Credo mayor
proclamamos los domingos en la Misa, el Símbolo Niceno-Constantinopolitano. Es
la fe que confiesa igualmente el concilio Vaticano II (Lumen Gentium 8)
y en el Catecismo de la Iglesia Católica (811).
En ella la unidad se une totalmente con la santidad, catolicidad y
apostolicidad de la Iglesia.
Algunos de quienes hoy
propugnan la «unidad en la diversidad» no entienden la fórmula en el sentido católico.
Es obvio que no puede haber unidad verdadera entre quienes profesan fórmulas
dogmáticas de la fe católica con otros que afirman proposiciones objetivamente
contrarias.
–EL ESPÍRITU SANTO, PRINCIPIO VITAL DE LA UNIDAD DE LA IGLESIA
A todos cuantos en el Bautismo hemos «nacido del agua y del Espíritu» (Jn 3,5), Dios «nos ha salvado en la fuente de la regeneración,
renovándonos por el Espíritu Santo, que abundantemente derramó sobre nosotros
por Jesucristo, nuestro Salvador» (Tit 3,5). Así cumplió Cristo su
misión: «yo he venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia» (Jn 10,10).
El Espíritu Santo, que «habita en los creyentes y llena y gobierna toda la
Iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y los congrega tan íntimamente a
todos en Cristo, que Él mismo es el principio de la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio 2).
–EL ESPÍRITU SANTO, ALMA DE LA IGLESIA
La Iglesia es el Cuerpo de
Cristo; es, pues, «un organismo vivo». Y
como tal, todos los que han sido «bautizados en el
Espíritu Santo» (Hch 1,5) tienen «“un solo corazón
y una sola alma” (4,32),
ya que es el Espíritu Santo quien, en unión con el Padre y el Hijo, unifica y
vivifica la Comunión de los Santos, como único principio vital intrínseco de
todos ellos. Cristo es la Cabeza de la
Iglesia, y el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Esa verdad de la fe
católica, formulada por San Lucas en los Hechos, la veremos ampliamente reafirmada en la
Tradición.
San
Agustín
dice que «lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu
Santo en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Serm. 187 de
temp.). Santo Tomás enseña lo mismo (In Col. I,18,
lect.5, y dice también que es «corazón» del
Cuerpo (STh III,8,1). La misma doctrina es dada por León XIII
(Divinum illud 8); Pío
XII, Mystici Corporis, Denz: 3808; Vaticano II:
Cristo, “para que nos renováramos incesantemente en él (cf. Ef
4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la
Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo
mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función
que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano» (LG
7).
–EL HORROR DEL CISMA
En
la Iglesia, sin embargo, hubo grietas en la unidad desde el principio. En parte, porque los cristianos, como en el caso de Corinto, estaban
recién nacidos, y eran todavía «como niños en
Cristo» (1Cor 3,1). En parte también porque aún la doctrina católica no
había sido precisada por la Autoridad apostólica en concilios y en otros actos.
Pero los Apóstoles reaccionaban con máxima fuerza para defender la unidad de la
Iglesia, luchando con toda su autoridad espiritual contra los cismas, ya en su
mismo inicio, cuando eran todavía una tendencia.
«Os ruego,
hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis
igualmente, que no haya entre vosotros cismas. Estad bien unidos con un mismo
pensar y un mismo sentir. Esto, hermanos, os lo digo porque he sabido que hay
entre vosotros discordias, y que cada uno de vosotros dice: “Yo soy de Pablo,
yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo”. ¿Acaso está dividido Cristo? ¿O ha
sido Pablo crucificado por vosotros, o habéis sido bautizados en su nombre?» (1Cor 1,10-13). Y «si hay entre vosotros envidias y discordias, ¿no
prueba esto que seguís siendo carnales y que vivis al modo humano?» (3,3).
Todo
lo que introduce en la Iglesia división –herejía,
cisma– es pecado directamente cometido contra el Espíritu Santo, «el Espíritu
de la verdad» (Jn 14,16), «el alma sola» de la Iglesia (+Hch 4,32). Y «el que no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de
Cristo» (Rm 8,9). Por eso hemos de ser en la ortodoxia y la ortopraxis
muy «solícitos para guardar la unidad del Espíritu
con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es
la esperanza a la que habéis sido llamados» (Ef 4,3-4).
Vivamos
hoy el amor de la Tradición por la unidad, y su horror por
la herejía y el cisma.
–HEREJÍA Y CISMA
Herejía y cisma
van juntos, al menos normalmente. San Agustín enseña que: «mediante
las falsas doctrinas referentes a Dios los herejes hieren la fe. Y
mediante inicuas disensiones los cismáticos se apartan de la caridad fraterna, aunque crean lo que
nosotros creemos» (De fide et symbolo, 9). Pero como ya San Jerónimo observa, práctica e históricamente,
herejía y cisma casi siempre van de la mano, pues el cisma se
auto-justifica alegando herejía en la Autoridad apostólica. Y conduce siempre a
negar la primacía del Sucesor de Pedro.
Recordemos lo que
dijo San Agustín:
«Quien no vive
en la unidad de Cristo y ladra contra la unidad de Cristo, hemos de entender
que no tiene el Espíritu Santo. Las riñas, disensiones y divisiones sólo
producen animales, de los que dice el Apóstol: “el hombre animal no
capta lo que atañe al Espíritu de Dios” (1Cor 2,14). También en la epístola del
apóstol Judas se halla escrito: “Éstos son los que se separan a sí mismos,
hombres animales, que no poseen el Espíritu” (Jud 1,19)» (Serm. 8,17).
–EL ESPÍRITU SANTO UNE POR LA LITURGIA
La
Liturgia católica nos enseña y recuerda constantemente el misterio sobrehumano
de la unidad de la Iglesia.
La vivificación primera, por
obra del Espíritu Santo, se inicia en el Bautismo, crece y se
afirma en el sacramento de la Confirmación, en la Penitencia, en la Eucaristía y, en fin, en todos los sacramentos.
Todos ellos dan comunicación y crecimiento en el Espíritu Santo, Dominum et vivificantem. En todos ellos se nos
manifiesta como «Espíritu de vida» (Rm 8,2).
Y a través de ellos nos conduce Dios a la vida gloriosa celestial.
La Eucaristía es
causa y signo máximo de la unidad de la Iglesia. Por eso se celebra
por obra del Espíritu Santo, que es invocado antes y después de la
consagración.
Primera
epíclesis.
«Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que
hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y + Sangre de Jesucristo»… (Pleg. euc. III). Segunda epíclesis:
«Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos
participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo» (Pleg. euc. II).
Súplica de Cristo al
Padre:
Ruego
«por cuantos crean en mí, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí
y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros, y el mundo crea que tú
me has enviado» (Jn 17,20-21).
José María Iraburu, sacerdote.
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