Solo faltan nueve días para Pentecostés y es el momento de empezar una novena para pedir el Espíritu Santo. Como lo bueno, si breve y sustancioso, es dos veces bueno, traigo hoy al blog una novena brevísima y al alcance de todos.
Hay muchas novenas por ahí,
estupendas y requetemaravillosas, así que, si el lector ya está rezando una de
ellas, puede ahorrarse el resto del post. En cambio, para los lectores que
siempre se olvidan de rezar la novena al Espíritu Santo, los desmemoriados que
la empiezan al cuarto día, los que la empiezan y solo la rezan dos días de los
nueve, los que pierden la novena a la mitad, los que se cansan cuando una
novena es larga, los perezosos, los inconstantes, los muy ocupados en no hacer
nada y, en resumen, para los lectores torpes como
el autor es torpe, traigo una novena brevísima, de una sola línea:
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Al ser una novena para torpes,
no tiene normas, ni procedimientos ni instrucciones, más allá de repetir esa frase cuantas más veces mejor a lo largo de los días que quedan hasta
Pentecostés. Por la mañana, por la noche, al mediodía o a la hora de la
merienda, en casa o en la oficina, cuando uno empieza a trabajar o cuando se
aburra de hacerlo. Da igual, porque no hace falta más que un segundo y solo
hace falta levantar el corazón hacia el cielo y pedir al Espíritu Santo que
venga.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Solo esa primera palabra, ven,
es ya una oración poderosísima, que nos obtiene la gracia de avivar el deseo de
Dios y nos prepara para recibirlo. Es la oración del necesitado
que nada tiene y lo pide todo, del sediento que quiere saciar su
sed, de la enamorada que echa de menos a su amado y del enfermo que busca el
único remedio que puede curarlo. Cuantas más veces lo repitamos, más
entenderemos nuestra pequeñez y más nos admiraremos de la grandeza de Dios.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
No nos basta con un apaño, con
unas palmaditas en el hombro: necesitamos lo que solo Dios puede darnos. Lo que
está roto en nosotros no se arregla con medicinas ni con sicólogos ni con
consejitos bienintencionados. Nos hacen falta milagros.
Milagros espectaculares, milagros como los que hacía Cristo y sigue
haciendo hoy su Espíritu, milagros como los que hizo en la vida de los
Apóstoles y los santos. Renueva tus prodigios, repite tus maravillas, muestra
tu gloria y el poder de tu brazo, pide el Eclesiástico y lo mismo pedimos
nosotros con esta novena, para que nos recree por completo a imagen de
Jesucristo.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Conviene tener en cuenta que es más que probable que los milagros que haga el Espíritu Santo no sean
los que esperamos y los que creemos que necesitamos, sino otros muy
distintos: los que realmente nos hacen falta.
El Espíritu de Dios es como el viento, que nadie sabe de dónde viene ni a dónde
va y sopla donde quiere. Uno puede creer que necesita una novia y terminar de
misionero en Alaska. Quizá alguien piense que lo que tiene que hacer el
Espíritu Santo es convertir a su marido incrédulo, gruñón y borrachín, pero
luego se encuentre con que el milagro que hace es que ella misma aprenda a
amarle como es y a dar la vida por él para que los dos se salven. Otro pensará
que solo quiere ser un poquito mejor y resulte que el Paráclito quiere
convertirle en un gran santo, un doctor de la Iglesia o un mártir. No sabemos y
le dejamos a Él que haga los milagros que quiera.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Que venga, que venga ya. Tenemos prisa, urgencia, hambre. Como un
niño que repite lo que quiere una y otra vez con la esperanza de convencer así
a sus padres para que se lo den, repetimos una y otra vez la misma petición. No
me valen otras cosas ni me satisface nada más, lo que quiero es el Espíritu de
sabiduría e inteligencia, de consejo y fortaleza, de ciencia, de piedad y de
temor del Señor. No lo merezco, pero lo quiero; no soy digno, pero Él me ama;
ni siquiera puedo imaginarlo, pero sé que me hace falta; no tengo derecho a
recibirlo, pero Él quiere venir a habitar en mí.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Con esa oración basta, porque
la verdadera oración es el deseo humilde y confiado, que se repite
constantemente y que en ocasiones se plasma en palabras y otras veces no. De
todas formas, como siempre hay algunos a los que no les basta con
una sola frase, el que quiera puede añadir otras, como, por ejemplo:
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi familia.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en la Iglesia.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi país.
Mi familia, mi país, la
Iglesia y el mundo entero se mueren de sed y necesitan el agua del Espíritu
Santo. La necesitan más que comer y beber, más que la cura de todas las
enfermedades, más que buenos gobiernos o Papas y más que la paz entre las
naciones. Todas las leyes, los sistemas sociales, los esfuerzos humanos y las
reformas eclesiales no son nada en comparación con la presencia del Abogado, el
Consolador y el Rocío de lo alto. Solo el Espíritu de Cristo
puede ayudarnos de verdad, nadie más puede curar nuestras heridas, consolar
nuestras lágrimas y retirar la piedra del sepulcro que nos aplasta. Solo Él puede hacer
andar a los cojos, hablar a los mudos y ver a los ciegos. Solo Él puede hacer
maravillas en nosotros. ¿Cómo no pasarnos estos
días repitiendo a todas horas?
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Bruno M.
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