958. –Según el arrianismo el Logos, o Verbo de Dios, no
tenía naturaleza divina, ni era eterno. Había sido creado con una participación
en la divinidad, pero superior a la de los ángeles. Se encarnó como alma de un
cuerpo, para constituir a Cristo, que no es así ni verdadero Dios ni verdadero
hombre. ¿Cuál es la crítica del Aquinate?
–La refutación del arrianismo
la comienza Santo Tomás desde los textos de la Sagrada Escritura, que
utilizaban para confirmar su posición. Precisa que si en ella se «llama hijo de
Dios a Cristo e hijos de Dios a los ángeles, lo hace por distinta razón. Por lo
cual dice el Apóstol: «¿A quién de los ángeles dijo
jamás: ‘Tú eres mi Hijo, yo hoy te he engendrado’? (Heb 1, 5). Cosa que afirma fue dicha a Cristo». Si la
interpretación arriana fuese acertada: «por la
misma razón se dirían hijos los ángeles y Cristo ya que a ambos competiría el
título de filiación conforme a la sublimidad de naturaleza en que fueron
creados por Dios».
El título de la filiación
divina no conviene a Cristo en el mismo sentido que a los espíritus creados,
porque: «la Escritura afirma que Él es Unigénito.
«Y le vimos como Unigénito del Padre» (Jn 1, 14). Luego no se dice Hijo
de Dios por razón de la creación». Se le llama así porque no es creado, sino
engendrado, porque: «el título de filiación
responde propia y verdaderamente a la generación de los vivientes, en los
cuales el engendrado procede de la substancia del generante».
Por el contrario: «si Cristo se llamase Hijo por razón de creación, no
sería verdadero Dios, ya que nada creado puede llamarse Dios». Además: «ninguna criatura recibe toda la plenitud de la bondad
divina, porque, como consta por lo dicho, las perfecciones divinas van de Dios
a las criaturas, como descendiendo. Mas Cristo tiene en sí toda la plenitud de
la divina bondad, porque dice San Pablo: «En Cristo habita toda la plenitud de
la divinidad» (Col 2, 9)»[1].
Luego, con este testimonio categórico del Apóstol sobre la divinidad de
Jesucristo, queda probado que no es una criatura.
Estos y otros argumentos
revelan que: «como la verdad no puede ser contraria
a la verdad, es evidente que aquellos testimonios de las verdaderas Escrituras
que los arrianos alegaron para confirmar su error no favorecen a su opinión,
puesto que, demostrándose por la Escritura divina que la esencia y naturaleza
divina del Padre y del Hijo son una misma numéricamente, por lo cual ambos se
llaman verdadero Dios, es necesario que el Padre y el Hijo no sean dos dioses,
sino un solo Dios»[2].
El examen de los textos
escriturísticos que se argüían en la herejía de Arrio, y de otros, «que aducían Fotino y Sabelio»[3],
le permite concluir a Santo Tomás, por una parte, que: «los
testimonios de las Escrituras que invocaban los arrianos en su favor no son
contrarios a la verdad que profesa la fe católica»[4].
Por otra, que: «adoctrinada la Iglesia católica con
los testimonios ya citados y otros muy semejantes de la Sagrada Escritura,
confiesa a Cristo Hijo verdadero y natural de Dios, eterno, igual al Padre y
verdadero Dios, de la misma esencia y naturaleza que el Padre, engendrado y no
creado ni hecho»[5].
959. –De la explicación de la naturaleza divina, en los
capítulos anteriores, se puede concluir que la primera procesión es una
verdadera generación, que establece dos relaciones, la de paternidad y la de
filiación; y que la segunda, la procesión de amor, es de procedencia como
espíritu, y que funda las relaciones de espiración activa y espiración pasiva.
Además, que de las relaciones
de paternidad y de filiación, que establece la procesión de la generación, en
las personas del Padre y del Hijo, son las que distinguen a estas dos personas.
De manera que el Padre y el Hijo, que tienen idéntica naturaleza individual y
subsistente, sólo se diferencian por las relaciones de la generación. ¿Se puede conocer en que consiste la generación divina
que las funda?
–En el capítulo siguiente de
la Suma contra los gentiles, Santo Tomás lo inicia con la siguiente
indicación sobre lo examinado en los anteriores: «Aparece
claramente lo que en las Sagradas Escrituras se nos propone para creer acerca
de la generación divina, a saber, que el Padre y el Hijo, aunque se distinguen
en las personas, son en cambio un solo Dios y tienen una sola esencia o
naturaleza».
Sin embargo, también surge una
dificultad, porque: «esto de que dos supuestos (o
personas) se distingan y, sin embargo, tengan una sola esencia, dista mucho de
lo que acontece en la naturaleza creada», porque cada naturaleza
racional individual solo es poseída por una persona.
No es extraño, por tanto, que:
«la razón humana, partiendo de las propiedades de
las criaturas, sufre dificultades de todo género frente a este misterio de la
divina generación». La primera es la siguiente: «Como
quiera que la generación que nosotros conocemos sea cierta mutación y tenga por
opuesto la corrupción, parece difícil suponer la generación en Dios, que es
inmutable, incorruptible y eterno, como consta por lo dicho».
La dificultad queda
corroborada, si se advierte que: «Si la generación
es una mutación, necesariamente lo que se engendra será mudable. Lo que se muda
pasa de la potencia al acto, ya que «el movimiento es el acto de lo que está en
potencia en cuanto tal» (Aristóteles, Fis., III, 1; Met. XII, 2). Luego, si el Hijo de Dios es engendrado, parece que ni es
eterno, al pasar de la potencia al acto, ni verdadero Dios, puesto que no es
acto puro, y tiene algo de potencialidad».
960. –¿Hay más dificultades para comprender de algún
modo la generación divina?
–Santo Tomás presenta otros
tres obstáculos para aceptar la generación en Dios. El primero es el siguiente:
«Lo engendrado recibe la naturaleza del engendrado.
Luego, si el hijo es engendrado por Dios Padre es preciso que la naturaleza que
tiene la haya recibido del Padre. Pero no es posible que haya recibido del
Padre una naturaleza distinta en número de la que tiene el Padre y semejante en
especie, como ocurre en las generaciones unívocas, como cuando el hombre engendra
al hombre y el fuego al fuego; porque como ya se demostró es imposible que haya
muchos dioses numéricamente (I, c. 42)».
La dificultad se agrava,
porque: «También parece imposible que (el Hijo)
haya recibido una naturaleza idéntica numéricamente a la que tiene el Padre.
Puesto que, si se recibiese parte de ella, se sigue que la naturaleza divina es
divisible; y si la recibe toda, parece seguirse que la naturaleza divina, si se
transmite totalmente al Hijo, deja de estar en el Padre; y así el Padre, al engendrar
se corrompe».
A la inversa, por otro lado: «tampoco se puede decir que la naturaleza divina fluya
por una cierta exuberancia del Padre al Hijo, como el agua de la fuente fluye
al río, sin que aquella se vacíe, porque la naturaleza divina, así como no se
puede dividir, tampoco se puede aumentar».
Por consiguiente, parece que
deba decirse que: «el Hijo no recibió del Padre una
naturaleza idéntica en número y en especie a la que tiene el Padre, sino otra
totalmente de otro género (…) Síguese, pues, que el Hijo de Dios ni es
verdadero Hijo, al no ser de la especie del Padre, ni es verdadero Dios, al no
recibir la naturaleza divina».
Hay una segunda dificultad,
porque: «si el Hijo recibe la naturaleza de Dios
Padre, es preciso que en Él se distingan el que recibe y la naturaleza
recibida, pues nadie se recibe a sí mismo. Así pues, el Hijo no es su propia
esencia o naturaleza», porque ha habría recibido del Padre», y, por
tanto, Él, que habría recibido al esencia divina, «no
sería verdadero Dios»,
Además: «si el Hijo no se distingue de la esencia divina, puesto
que la esencia divina es subsistente, como se demostró y consta que también el
Padre es la misma esencia divina, que es subsistente», porque se
identifica con su ser, Dios es su mismo ser, «como
ya se demostró (I, c. 22), parece resultar
que el Padre y el Hijo convienen en la misma realidad subsistente», en
el mismo y único ser divino, que como todo ser hace subsistir, existir en sí y
por sí.
Sin embargo, si el Padre y el
Hijo se identifican con el ser divino, parece que sean un única persona,
porque: «como dice Boecio que: «la realidad
subsistente en las naturalezas intelectuales se llama persona» (Las
dos nat., c. 3). Se sigue, pues, que si el Hijo es la misma esencia divina,
el Padre y el Hijo convienen en la persona», porque el ser es él lo que
constituye formalmente a la persona, lo que convierte a la naturaleza en
persona. La identidad en el ser implica, por tanto, la identidad de la persona.
Para afirmar que el Hijo es
una persona distinta realmente de la del Padre habría que sostener que no se
identifica con la esencia o el ser divino. «Más si
el Hijo no es la misma esencia divina, no es verdadero Dios, como se probó al
hablar de Dios (I, c. 21). Parecen, por
tanto, quedar dos posibilidades: «o que el
Hijo no es verdadero Dios, como decía Arrio, o que no se distingue
personalmente del Padre, como afirmaba Sabelio».
Por último, una tercera
dificultad semejante a la anterior se presenta argumentar: «Aquello que es principio de individuación en uno, es
imposible hallarlo en otro que sea distinto de él por parte del supuesto, pues
lo que está en muchos no es principio de individuación». Sabemos que: «Dios se individualiza por su propia esencia, porque su
esencia no es una forma en la materia, para que por la materia se
individualice», tal como ocurre en las substancias compuestas. «Por lo tanto, nada hay en Dios Padre por lo que se pueda
individualizar más que su esencia. Luego su esencia no puede estar en ningún
otro supuesto» o persona.
Además, si las dos personas
divinas fuesen distintas, habría así que admitir que: «aquello
por lo que se distinguen el Padre y el Hijo sea distinto de la esencia divina».
Sin embargo, en esta suposición: «la persona
del Hijo está compuesta de dos cosas, e igualmente la persona del Padre, a
saber, de la esencia común y del principio de distinción. Luego, ambos están
compuestos», y sorprendentemente debe inferirse que: «ni uno ni otro son verdadero Dios».
Debe así concluirse en el
siguiente dilema sobre las dos personas y la esencia divina: «o no está en el Hijo y así el Hijo no es verdadero Dios,
según Arrio; o el Hijo no se distingue del Padre por el supuesto, y así es la
misma persona de ambos, según Sabelio»
961. –¿No podría decirse que las dos personas del
Padre y del Hijo son divinas, porque se podrían distinguir únicamente por las
dos relaciones de la generación: la paternidad y la filiación?
–En su respuesta, Santo Tomás
comienza por admitir que: «Las cosas que se
predican relativamente no parecen predicar algo en aquel de quien se dicen,
sino más bien un orden a algo, y esto no da lugar a composición». La
relación es un accidente, que, a diferencia de los demás, está dirigido a otra
substancia distinta de en la que está. La relación es un «ser a» y, por ello, se refiere a aquello a lo que
dice orden. Parece por tanto, que la única diferencia entre las personas
divinas sería por su propia relación, pero serían divinas por su esencia común.
Sin embargo: «esta respuesta no es suficiente para evitar dichos
inconvenientes», porque, aunque la relación tienen un «ser a», la relación «no
puede darse sin algo absoluto; porque en toda cosa relativa hay que distinguir
lo que se dice con relación a sí, además de lo que se dice con relación a otro,
por ejemplo, el siervo es algo en absoluto, prescindiendo de lo que es con
relación al señor». Toda relación requiere un sujeto, una substancia en
la que inhiere, como todo accidente, y, por tanto, es también un «ser en».
Por consiguiente: «aquella relación por la cual se distinguen el Padre y el
Hijo es preciso que tenga algo absoluto en que se funde», la substancia
que lo sostiene. En este caso: «o dicho absoluto es
algo único, o hay dos absolutos». En el primer caso: «si es uno solo, no puede fundarse en él una relación
doble, como no sea una relación de identidad, que no da lugar a distinciones:
como si una misma cosa se dice igual a sí misma». En el segundo, «si es una relación tal que requiera distinción» de
sujetos o absolutos, «conviene que se sobrentienda
la distinción de dichos absolutos». Por consiguiente: «no parece posible, que las personas del Padre y del Hijo
se distingan por las solas relaciones», pues supondría la identidad de
ambas o la duplicidad de la esencia divina.
Otro argumento prueba que no
es posible que el Padre y el Hijo se distingan por las meras relaciones,
porque: «hay que decir que la relación que
distingue al Hijo del Padre, o es algo real, o se da sólo en el entendimiento».
Hay que averiguar si entre el Padre y el Hijo hay una distinción real o
una distinción de razón. Si lo que distingue a ambos: «es
algo real, parece que no será aquella realidad que es la divina esencia, porque
ésta es común al Padre y al Hijo. Habrá, pues, en el Hijo algo que no es su
propia esencia». De ahí habría que concluir que el Hijo: no es verdadero Dios, pues ya se demostró que en Dios
nada hay que no sea su propia esencia (I, c. 23)».
Si, en cambio, el Padre y el
Hijo se distinguen con una distinción de razón o por obra el entendimiento y: «aquella relación se da sólo en el entendimiento, el Hijo
no se podrá distinguir personalmente del Padre, porque lo que se distingue
personalmente ha de distinguirse realmente». El Padre y el Hijo, por
tanto, se identificarán en la realidad.
962. –Según estos argumentos, ¿hay que sostener que
las dos personas divinas no se distinguen por la relación?
–Concluyen algunos, que la
distinción real entre Padre e Hijo no puede ser por la relación entre
ambos, porque notan unos que aún sin tener en cuenta los anteriores argumentos:
«Todo relativo depende de su correlativo. Pero lo
que depende de otro no puede ser verdadero Dios. Luego si la persona del Padre
y la del Hijo se distinguen por las relaciones, ni uno ni otro serán verdadero
Dios».
Otros, advierten que: «Si el Padre es Dios y el Hijo es Dios, es preciso que el
nombre Dios se predique substancialmente del Padre y del Hijo, pues la
divinidad no puede ser un accidente», y no puede atribuirseles así la
divinidad como un predicado accidental. Tiene que ser un predicado substancial.
En este caso, debe tenerse en
cuenta que: «el predicado substancial es verdaderamente el mismo con aquello de
que se predica, pues al decir «el hombre es
animal», lo que es verdaderamente hombre es animal; e igualmente al
decir «Sócrates es hombre», lo que Sócrates es, en
verdad, es hombre». Tanto al sujeto concreto común, hombre, como el
sujeto concreto individual, Sócrates, quedan identificados con el predicado
substancial. Entonces: «de esto parece seguirse que
es imposible hallar pluralidad por parte de los sujetos, puesto que la unidad
es por parte del predicado substancial», y ambos quedan identificados
con el mismo.
Cada sujeto es único, así por
ejemplo: «Sócrates y Platón no son un hombre, aun
cuando sean uno en la humanidad», en la esencia concreta común o en la
naturaleza substancial que se les predica; «ni el
hombre y el asno son un mismo animal, aunque sean uno en lo animal» en
el concreto común predicado. Se concluye, en esta objeción que: «si el Padre y el Hijo son dos personas, parece imposible
que sean un solo Dios», porque de la unidad de lo predicado se sigue la
unidad del sujeto, no que sea doble.
A está última objeción, basada
en no tener en cuenta que la identificación entre el sujeto, tanto el común
como el singular, y el predicado substancial, es parcial y no total, todavía
añaden que: «Los predicados opuestos demuestran
pluralidad en aquel de quien se predican. De Dios Padre y de Dios Hijo se
predican cosas opuestas, porque el Padre es Dios ingénito y generador, y el
Hijo es Dios engendrado. Luego no parece posible que el Padre y el Hijo sean un
solo Dios». También ignoran, con ello, que tales predicados se derivan
de la relación generativa y no de la naturaleza substancial común.
963. –¿Cómo se puede responder a todas estas
objeciones contra la existencia de una real generación en Dios?
–Después de la exposición de
estas dificultades, concluye Santo Tomás que: «En suma, estos y otros
semejantes son los argumentos con que algunos queriendo medir con su propia
razón los misterios de lo divino, intentaron impugnar la generación divina».
Para resolver estas objeciones, nota seguidamente que: «como
la verdad es fuerte en sí misma y ninguna impugnación puede destruirla»,
por ello: «es preciso disponerse para demostrar que
la verdad de la fe no puede ser superada por la razón»[6].
Declara, al empezar el
siguiente capítulo, que, para cumplir este cometido: «Debemos
tomar como punto de partida que en las cosas hay diversos modos de emanación,
correspondientes a la diversidad de naturalezas, y que, cuanto más alta es una
naturaleza, tanto más íntimo es lo que ella emana».
Para ello, presentara una
escala de los entes, tal como ya había hecho con la escala de perfección de los
entes según la independencia de sus acciones (II, c. 47), y que está
relacionada con la escala de la independencia de la forma (II, c.68). La escala
de los entes según los grados de perfección ahora estará ordenada conforme al
grado de intimidad de los efectos, que se producen al operar o actuar. Indica
que el criterio que utilizará será el siguiente: el
grado de perfección de una operación queda señalada por el grado de inmanencia.
964. –¿Cuáles son los primeros grados de la escala
de los entes por la intimidad de lo emanado?
–El primer grado de la escala
de los entes según el grado de intimidad, de acuerdo a este criterio es el de
los entes inertes, de todos los sin vida, porque: «en
todas las cosas los cuerpos inanimados ocupan el último lugar y en ellos no se
dan otras emanaciones que las producidas por la acción de unos sobre otros. Así
vemos que del fuego nace el fuego cuando éste altera un cuerpo extraño
convirtiéndolo a su especie y cualidad».
Los entes inertes aparecen en
la base de la escala de los entes por la intimidad de lo emanado, porque
los entes sin vida no poseen una unidad interior activa, que se despliegue en
una acción inmanente. Si emana algo de ellos, es por la acción transitiva de
otro ente. No hay ningún grado de interioridad en el primer grado de la escala,
porque su actividad manifiesta una extroversión completa, sin ninguna
intimidad.
En el segundo grado de la
escala de los entes con arreglo a este criterio se encuentran los entes, que
pertenecen al primer grado de vida, la de los vegetales. De manera que: «entre los cuerpos animados el lugar próximo lo ocupan
las plantas, en las cuales la emanación ya procede de dentro, puesto que el
humor interno de la planta se convierte en semilla, y ésta confiada a la
tierra, se desarrolla en planta».
Los vegetales aparecen en el
segundo grado de esta escala de los entes, porque en ellos se da ya un primer
indicio de interioridad. La planta genera la semilla, emanación que surge de su
propia savia, y que asegurará la permanencia de su especie. «Esto es ya un primer grado de vida, pues son vivientes
los entes que se mueven a sí mismos para obrar; en cambio, los que no tienen
movimiento interno carecen en absoluto de vida. Y un indicio de vida en las
plantas es que lo que hay en ellas tiende hacia una forma determinada».
Sin embargo, el nivel de
intimidad, que hay en este segundo grado de la escala es todavía imperfecto. La
razón es porque: «la vida de las plantas es
imperfecta, aunque la emanación proceda en ellas del interior, sin embargo, lo
que emana saliendo poco a poco desde dentro, acaba por convertirse en algo
totalmente extrínseco. Pues el humor del árbol, saliendo primeramente de él, se
convierte en flor y después en fruto, separado de la corteza del árbol, pero
sujeto a él; y llegando a su madurez, se separa totalmente del árbol y, cayendo
en tierra, produce por su virtud seminal otra planta».
No sólo es exterior el
resultado de su emanación, sino que también lo es su origen, porque: «reflexionando atentamente, se verá que el principio de
esta emanación proviene del exterior, puesto que el humor interno del árbol se
toma mediante las raíces de la tierra, de la cual recibe la planta su
nutrición». El modo de emanación vegetativa, por tanto, no es perfecta,
porque, en la generación de las plantas, hay emanación interior, y, por
tanto, cierta intimidad, pero hay también exteriorización en su inicio –la
savia que procede de la tierra–, y en su fin –el fruto que vuelve a la tierra–.
965. –¿En los siguientes grados de perfección de la
escala, se da también un progreso en la intimidad de lo emanado?
– En el tercer grado de la
escala de los entes por la interioridad de lo emanado, se encuentran los entes,
que pertenecen al segundo grado de vida, la de los animales. Explica
seguidamente Santo Tomás que: «Hay otro grado de
vida superior al de las plantas y correspondiente al alma sensitiva, cuya
propia emanación, aunque comience en el exterior, termina interiormente, y, a
medida que avanza la emanación penetra en lo más íntimo».
En el modo de este segundo
grado de vida, la propia de los animales en cuanto a tales, la interioridad de
lo emanado se continúa, porque: «lo sensible
imprime exteriormente su forma en los sentidos externos, pasa de ellos a la
imaginación y después al tesoro de la memoria». En la emanación del alma
animal o sensitiva, hay, por tanto, una menor exteriorización.
En la generación animal, que,
en cuanto animal, es ahora sensitiva, y que es distinta de la generación
vegetativa –que también se da en la vida animal, pero con una modalidad propia,
diferente de la vegetal–, se muestra una mayor interiorización. Con el
conocimiento sensible, en donde se da la emanación propia de la generación o
concepción animal, se posen otras formas, distintas de la forma substancial
propia, y que condicionarán su acción.
La generación de estas formas
sensibles tiene para el animal dos importantes consecuencias. La primera es que el ámbito vital del animal ha
quedado ampliado. No está ya limitado en un espacio como las plantas, ni está
constreñido o arrinconado en el espacio como los seres inertes.
La segunda es más importante, porque gracias
al conocimiento sensible se da una mayor interioridad. Aunque los frutos de
esta vida, las imágenes sensibles, se han constituido exteriormente, por
originarse por un estímulo exterior, ya no se perfeccionan en el exterior del animal,
sino que se continúan en la imaginación, pasando, por último, a almacenarse en
la memoria sensible. Se empieza así a vencer el espacio y el tiempo.
Sin embargo, en este tercer
grado de los entes, la generación, que le corresponde en cuanto tal, no es
perfecta, porque, aunque hay más inmanencia o interioridad que en la vida
vegetativa, «en cada proceso de esta emanación, el
principio y el término obedecen a cosas diversas». Por ser distintos su
origen y su fin, en la vida sensitiva: «ninguna
potencia sensitiva, vuelve sobre sí misma». Un sentido no puede
conocerse sensiblemente a sí mismo.
El acto sensible, que ha
generado la forma sensible, su fin, no puede convertirse en su principio,
porque, en el conocimiento animal, siempre su principio tiene que ser algo
exterior, los accidentes o formas sensibles. Debe tenerse en cuenta que el
conocimiento sensible es de una facultad orgánica y, por tanto, material, y la
materia impide todo autoconocimiento. No puede así reflexionar o volver sobre
sí mismo. No hay, por tanto, conciencia sensible directa, autoconciencia.
Conoce sensiblemente la acción sensible o acto directo del conocimiento
sensible, o que el sujeto siente, pero por un sentido distinto, el sentido
interno denominado sensorio común, que conoce la sensaciones de los cinco
sentidos externos.
Puesto que con la interioridad
sensitiva no es posible la reflexión de sus potencias sensitivas, en la vida
sensible la interiorización no es completa. Por ello, aunque: «este grado de vida es tanto más alto que el de las
plantas cuanto más íntima es la operación vital; sin embargo, no es una vida
enteramente perfecta, porque la emanación pasa siempre de una a otro».
966. –¿En el siguiente grado de la escala de los
entes, el cuarto, se da ya la vida perfecta?
–El
tercer y último grado de vida, que es la vida espiritual, se encuentra
en el cuarto grado de la escala de los entes por la intimidad de lo emanado.
Los entes con vida espiritual poseen: «un grado
supremo y perfecto de vida, que corresponde al entendimiento, porque este
vuelve sobre sí mismo y puede entenderse». El entendimiento se conoce
intelectualmente a sí mismo. La conciencia de sí, o autoconciencia, es
propiedad del conocimiento intelectual. La intelectualidad de la facultad
intelectiva implica su inteligibilidad.
La capacidad de reflexión para
el viviente espiritual comporta el poder de ser dueño de su propio juicio, y,
por tanto, de ser dueño de sus designios. El viviente espiritual es dueño de sí
mismo, porque la actividad y su perfección son interiores. Sus operaciones no
están extrovertidas de ningún modo como en todos los demás entes, que carecen
de la perfección intelectual. La vida espiritual es una vida de mayor plenitud
que la vida sensitiva, porque se desarrolla, en la intimidad, en el interior o
en el propio yo. Es una vida perfecta. En ella, sin embargo, se dan
distintos grados de perfección, porque la vida espiritual es también graduada.
967. –¿Cuál es el primer grado de la vida
espiritual?
–El primer grado de la vida
espiritual es la humana. La vida espiritual humana es las más imperfecta entre
los grados de la vida espiritual, pues: «aunque el
entendimiento humano pueda conocerse a sí mismo toma, sin embargo del exterior,
el punto de partida para su propio conocimiento, ya que es imposible entender
sin contar con una representación sensible, como ya se dijo (II, c. 60)».
Aunque el entendimiento humano
pueda conocerse a sí mismo, por ser una facultad espiritual, y no de un órgano,
como el conocimiento sensible, ya que lo que impide la inteligibilidad es la
materialidad. Por consiguiente, el entendimiento puede entender que entiende. Sin
embargo, el punto de partida para entender y, por ello, para su propio
conocimiento intelectual y autoconocimiento, es el conocimiento sensible de las
realidades materiales.
Hay que sostener que el hombre
queda situado en el supremo nivel de la vida, en la vida espiritual o
intelectiva, porque su conciencia de sí confirma que posee vida espiritual.
También en el inferior de sus gradaciones, porque en su alma hay sólo una
disposición para conocerse conscientemente, para poseer intelectualmente su
ser, a modo de un hábito intelectual, tal como ya se ha dicho (III, c. 46).
El conocimiento habitual del
alma humana de sí misma no es sobre su esencia y, por ello, no se refiere al
concepto del alma. Es sobre su existencia y singularidad, que se conocen no
conceptualmente, sino por una percepción intelectual, por ser un conocimiento
no esencial, inmediato y singular. Este conocimiento habitual existencial, o
disposición a conocer la existencia del propio yo, se actualiza en el acto de
pensar[7].
En el acto de pensar algo, el
alma percibe su propia existencia, porque, en todo pensamiento en acto,
está implicada la percepción intelectual inmediata de la existencia del yo
pensante, de la mente misma, la conciencia intelectual no objetiva de su propio
ser. Como se ha dicho al tratar sobre el autoconocimiento del alma humana,
permite afirmar que por, esta presencia intelectiva del alma a sí misma, es una
substancia inmaterial, un espíritu.
Si el alma humana fuese una
substancia material, el constitutivo material le impediría toda
inteligibilidad. No podría ser consciente intelectivamente de sí, no se podría
poseer de modo consciente, estar presente a sí misma. De que sea una substancia
inmaterial, se sigue que el alma subsiste, existe en sí misma y por sí misma, y
tiene así un ser propio, El ser del alma humana, por tanto, no lo comparte con
la materia. Por ello, el alma humana es un espíritu y, como tal inteligible de
algún modo para sí misma.
Sin embargo, no se manifiesta
claramente su espiritualidad, porque su entendimiento es potencial con respecto
a los inteligibles y su inteligibilidad propia está en hábito. Se advierte, no
obstante su espiritualidad, porque conserva algo de la inteligibilidad
propia, de la autoconciencia, característica esencial de todo espíritu, por
tener cierta actualidad, la propia del hábito, que le permite ser intelectual y
además percibir intelectivamente su propio ser, o auto conocerse, cuando piensa
y que, para ello ha tenido que acudir a la imágenes sensibles, y, por tanto, al
exterior.
El espíritu humano es, por
tanto, imperfecto. Tiene un emplazamiento inferior en los grados de las
substancias inmateriales, por su menor participación en el ser, que hace que su
inteligibilidad propia, al igual que su intelectualidad, sean imperfectas.
968 –¿Cuál es el segundo grado de vida espiritual?
–Los espíritus angélicos ocupan
el segundo grado de la vida espiritual. Son superiores al hombre, porque la
vida intelectual de los ángeles es más perfecta. La razón es porque: «la vida intelectual de los ángeles, cuyo entendimiento
no parte de algo exterior para conocerse, porque se conoce en sí mismo, como
también se dijo (II, cc. 96, y ss.». Hay, por tanto, una mayor
inmanencia.
Sin embargo, la vida angélica
no alcanza la última perfección, porque: «aunque la
idea entendida sea en ellos totalmente intrínseca, sin embargo, no es su propia
substancia, puesto que en ellos no se identifica el entender y el ser»,
como asimismo se dijo (II, c. 52).
En el ángel, a diferencia del
hombre, su autoconciencia ya no necesita actualizarse, pasando del hábito al
acto, como ocurre con el conocimiento habitual de sí del espíritu humano, que
se actualiza cuando está en acto de entender algo externo a sí. El espíritu
angélico tiene siempre conciencia actual de sí. La razón es porque la emanación
de su vida intelectual no procede ya de la realidad externa. Desde el
principio, el ángel goza de la plenitud de su sabiduría, debido a que en su
propia naturaleza encuentra las especies inteligibles infundidas por Dios,
incluida la de su misma esencia concreta e individual.
Sin embargo, en el ángel, la
interioridad no es absolutamente perfecta, porque su entender no lo tiene en un
grado en que se alcance la perfección total, ya que lo entendido es recibido. A
pesar de su inmanencia superior a lo entendido en el espíritu humano, no es su
misma substancia. En el ángel, no se identifica el entender con su ser, no hay
una inmanencia absoluta.
969. –¿Cuál es el siguiente grado de vida
espiritual?
–El último y perfecto grado de
vida espiritual es el del espíritu perfecto, que es el de Dios. En Dios hay una
interioridad perfecta y absoluta, porque: «en Dios
no se distinguen el entender y el ser, y así es preciso que en Dios se
identifique la intención entendida con su divina esencia, como antes se
demostró (I, c. 45)».
Afirma Santo Tomás, en esta
razón, que, por una parte, en el espíritu divino, la identidad entre el
entender, o acto de entender y su ser propio, o acto de ser, implica que su
entender está identificado totalmente con su sustancialidad, porque su esencia
y su ser propios coinciden. Dios es su entender o, lo que es lo mismo, el
entender de Dios es su esencia o naturaleza.
Por otra, que, en el espíritu
divino, la intención entendida es idéntica a la esencia divina. Ello significa
que la emanación vital o espiritual, el verbo o concepto, que es la «intención entendida», es también idéntica a su
esencia o naturaleza divina.
Se llama «intención entendida» a la emanación del verbo
mental, porque es «lo que el entendimiento concibe
en sí mismo acerca de la cosa entendida; intención que, en nosotros, ni se
identifica con la cosa que entendemos, ni con la sustancia de nuestro entendimiento,
sino que es una cierta semejanza de lo entendido concebida en el entendimiento
y que la voz exterior significa; por eso, la intención entendida se llama verbo
interior, que es significado por el verbo exterior». El verbo interior o
lo concebido, la palabra mental, es expresada en el significado de las
palabras, el verbo exterior, o significante.
Por ello, en el espíritu
creado, son realmente distintas la «intención
entendida» y la cosa entendida. En el espíritu creado, lo
concebido no sólo es distinto del sujeto que entiende, sino también del objeto
entendido, se comprueba porque: «no es lo mismo
entender la cosa que entender su intención, lo que hace el entendimiento cuando
vuelve sobre su operación, de ahí que unas ciencias traten de las cosas y otras
de las ideas entendidas», como la lógica. El concepto, o lo emanado de
la actividad intelectiva, y su objeto, lo entendido, son realmente distintos.
Además, en el hombre y en
todos los espíritus creados, son también realmente distintas la «intención entendida» y la facultad intelectiva. «Se advierte que la intención entendida tampoco se
identifica con nuestro entendimiento, en que el ser de la intención entendida
consiste en el mismo entender; en cambio, el ser de nuestro entendimiento no es
el ser de su entender»[8].
En los espíritus creados se distingue realmente la intención entendida, o
concepto, y la facultad que lo concibe. En el hombre y en el ángel, el ser de
la «intención entendida» es el acto de
entender, y no es lo mismo que el ser del entendimiento, facultad o potencia
activa del espíritu, que es el ser propio.
De manera que, como indica
Santo Tomás en otro lugar: «siendo en nosotros
diferente el ser natural y el acto de entender, conviene que el verbo concebido
en nuestro entendimiento, y que sólo tiene un ser intelectual, sea de una
naturaleza diferente de la de nuestro entendimiento, que tiene un ser natural».
En el espíritu divino, no se
dan estas dos distinciones entre el ser de su naturaleza y el ser del acto de
entender, y entre lo generado, o entendido, y la naturaleza del entendimiento,
porque: «en Dios, el ser y el acto de entender son
una misma cosa; luego el Verbo de Dios, que está en Dios y de Quien es Verbo
según el ser inteligible, tiene el mismo ser que Dios, de Quien es Verbo». De
ahí se sigue que «el Verbo debe tener la misma
esencia y la misma naturaleza que es Dios, y deben convenirle los mismos
atributos»[9].
En Dios, por tanto, no se dan
las distinciones, entre el sujeto, el entendimiento y lo entendido o generado,
el Verbo. Como concluye Santo Tomás: «En Dios se
identifican el ser y el entender, la idea entendida y el entendimiento son en
Él una misma cosa». Además se da otra identificación, la del objeto
entendido por el concepto o verbo. De manera que: «el
entendimiento y la cosa entendida se identifican también en Él, porque
entendiéndose a sí, entiende todo lo demás, tal como se demostró (I, c. 49)».
Como el concepto y la cosa
entendida se identifican, porque la conoce en sí mismo, porque entiende todos
los otros entes en su propia esencia, «resulta,
pues, que en Dios, al entenderse a sí mismo, el entendimiento, la cosa que se
entiende y la idea entendida son lo mismo»[10].
De todas estas identificaciones, en definitiva, se sigue que en
Dios están identificados el sujeto cognoscente, el entendimiento, el acto de
entender, el concepto o «intención entendida», y
lo conocido.
970. –Puede concluirse que en Dios por su
emanación intelectual hay una verdadera generación. Sin embargo, ¿en qué
sentido hay que tomar el término generación al aplicarlo a Dios?
–Explica, Santo Tomás, en la Suma teológica, que «nosotros
empleamos la palabra «generación» en dos sentidos. Primero, de un modo general,
aplicada a todo lo que se produce o destruye, y en este caso la generación no
es más que la mutación del no ser al ser; y segundo, aplicada a los vivientes,
y en este caso la generación significa el origen de un ser vivo que proviene de
un principio viviente con el cual está unido, y a esto se llama propiamente
«nacimiento».
No obstante, precisa, seguidamente
que: «no todo lo que así procede puede en rigor
llamarse hijo, sino sólo lo que procede según la razón de semejanza; y por esto
el pelo o el cabello no tienen razón de engendrados ni de hijos, sino sólo lo
que procede según la razón de semejanza, y no de una semejanza cualquiera», porque: «para la razón de verdadera generación se requiere que
procedan según la razón de semejanza que da el tener la misma naturaleza
específica, que así es como el hombre procede del hombre, y el caballo del
caballo».
Si se tienen en cuenta estos
dos sentidos del término generación, se advierte que: «en
los vivientes, que pasan de la potencia al acto de vivir, como los hombres y
los animales, su generación incluye los dos modos». Según el primero,
porque se pasa a la vida, por intervención de otro viviente, que se ha
reproducido y que después se corromperá; y también del segundo, porque un
viviente comunica su naturaleza específica a otro.
La generación como emanación y
la generación como comunicación de la propia naturaleza, en la vida animal, se
dan conjuntamente. Sin embargo: «si hubiese un
viviente cuya vida no pasase de la potencia al acto, la procesión, caso de
haberla en tal viviente, excluiría en absoluto el primer modo de generación, y,
en cambio, puede tener la razón de la generación, que es propia de los seres
vivientes»[11].
Por ello: «la procesión del verbo en Dios tiene razón de
generación». Lo mismo se puede aplicar al entender o concebir
intelectual del hombre, porque el verbo mental o concepto ha surgido del
entendimiento del hombre, algo vivo, y le ha comunicado la naturaleza, que
permanece en él. Hay una semejanza, «por cuanto en
él se halla la semejanza de la cosa entendida, no obstante que no tenga
identidad de naturaleza»[12].
El verbo humano no es un entendimiento o un hombre, ni incluso cuando el
concepto expresa hombre, porque es entonces un hombre entendido o conceptual.
El término generación de una
manera perfecta se aplica a Dios, porque la concepción del Verbo: «se hace por operación intelectual, que es operación
vital; y proviene de un principio que le está unido, y se encuentra en ella la
razón de semejanza, porque la concepción del entendimiento es una semejanza de
lo entendido», que es la misma naturaleza divina; y existente en la misma
naturaleza, porque en Dios ser y entender son una sola cosa. Por tanto, en Dios
la procesión del verbo recibe el nombre de generación, y el verbo procedente,
el de Hijo»[13].
A la «procesión
por vía de inteligencia», se le llama, por tanto, propiamente generación
e Hijo al Verbo. En cambio: «entre nosotros tales
procesiones no se llaman generación»[14].
Se explica porque: «el acto de entender en nosotros
no es la misma substancia del entendimiento, y, por esto, el verbo procedente
de nuestra operación intelectual no es de la misma naturaleza que su principio,
y de aquí que, propia y adecuadamente, no pueda llamarse hijo».
No ocurre así en Dios, porque:
«el entender divino es la misma substancia del que
entiende, según se ha dicho, y, por tanto, el verbo procedente procede como
subsistente en su misma naturaleza, y por esto con toda propiedad se llama
engendrado e Hijo».
Puede confirmarse con la
Sagrada Escritura, porque: «para darnos a conocer la procesión de la sabiduría
divina, use los términos que pertenecen a la generación de los seres vivientes,
o sea los de «concepción» y «parto». Así,
se dice de la sabiduría divina: «Aún no existían
los abismos, y yo ya había sido concebida (…) antes que los collados nací yo» (Pr
8, 24)»[15].
971. –Una dificultad a que la primera procesión de Dios
sea una verdadera generación, porque no parece que pueda considerarse «divino
al ser de cosa ninguna engendrada». La razón es la siguiente: «Todo lo
engendrado recibe el ser de quien lo engendra. Luego, el ser de lo engendrado
es un ser recibido», y, por tanto, no subsiste en sí mismo, sino con el
receptor. Lo que no puede ocurrir en Dios, pues: «el ser divino es un ser
subsistente por sí mismo» [16].
¿Cómo se resuelve este inconveniente?
–Esta objeción no afecta a la
doctrina expuesta, porque: «No todo lo obtenido de
otro es recibido, pues de lo contrario no se podría decir que haya sido
recibido de Dios toda la substancia del ser criado, porque no hay sujeto
destinado a recibir la totalidad de la substancia». Como ya se dicho, la
criatura ha sido creada y crear es hacer algo de la nada, producir algo pero
sin sujeto previo.
Debe afirmarse, por tanto,
que: «lo engendrado en la divinidad recibe el ser
del que lo engendra; pero no como si este ser fuese recibido en una materia o
sujeto, cosa que repugna a la subsistencia del ser divino, sino que se llama
ser recibido por cuanto el procedente tiene de otro el ser divino y no como
algo distinto del ser divino. La razón es porque en la misma perfección del ser
divino están contenidos el Verbo, que procede intelectualmente, y el principio
del Verbo, así como todo lo que pertenece a su perfección»[17].
972. –Toda esta explicación, por muy fundada que esté
en las Sagradas Escrituras y en la razón ¿No es, en realidad, superflua,
farragosa e inútil?
–A esta inconsistente
objeción, que se da sólo en nuestra época, podría responderse con unas palabras
de John Henry Newman. Advertía el recién canonizado frente a una actitud, que
se iniciaba entonces: «Encontraréis escritores que
consideran que todos los atributos y providencias de Dios pueden reducirse a
una proposición: «Dios es amor». Las demás
noticias de su gloria insondable contenidas en la Escritura no son más que
modificaciones de esa proposición Esto les lleva a negar, primero, la doctrina
del castigo eterno porque no casa con esa idea del Amor infinito. Luego,
transformando expresiones como la «ira de Dios» en figuras retóricas, niegan la
idea de expiación como la verdadera reconciliación con sus criaturas de un Dios
al que se ha ofendido»[18].
Finalmente: «También
sostienen que la finalidad de la revelación del Evangelio es meramente práctica
y, por tanto, las doctrinas teológicas son del todo innecesarias, puras
especulaciones, un estorbo para la difusión de la religión. Y si no son del
todo perjudiciales, al menos exigen cambios. Les oiréis decir: «¿qué daño se
hace en ser sabeliano, o arriano?»; y hasta: «Que
la fe no es más que un estado y un principio, no la aceptación de una
determinada colección de Artículos (del Credo), por amor a Cristo»[19].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 8.
[2] Ibíd., IV, c. 7.
[3] Ibíd., IV, c. 9.
[4] Ibíd., IV, c. 8.
[5] Ibíd., IV, c. 7.
[6] Ibíd, IV, c. 10.
[7] Cf. ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 10, a. 8, ad
1.
[8] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 11.
[9] ÍDEM, Compendio de teología, c. 41.
[10] ÍDEM, Suma contra los
gentiles, IV, c. 11.
[11] ÍDEM, Suma teológica, I,
q. 27, a. 2, in c.
[12] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ad
2.
[13] Ibíd., I, q. 27, a. 2, in
c.
[14] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ob.
2.
[15] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ad
2.
[16] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ob.
3.
[17] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ad
3.
[18] John Henry Newman, Sermones
parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, vol. 2, «El
Evangelio, un deposito confiado a nosotros»», pp. 231-245, p. 235.
[19] Ibíd., p. 236.
No hay comentarios:
Publicar un comentario