viernes, 12 de junio de 2020

LXXXIII. EL MISTERIO DE LA GENERACIÓN EN DIOS


958. Según el arrianismo el Logos, o Verbo de Dios, no tenía naturaleza divina, ni era eterno. Había sido creado con una participación en la divinidad, pero superior a la de los ángeles. Se encarnó como alma de un cuerpo, para constituir a Cristo, que no es así ni verdadero Dios ni verdadero hombre. ¿Cuál es la crítica del Aquinate?
–La refutación del arrianismo la comienza Santo Tomás desde los textos de la Sagrada Escritura, que utilizaban para confirmar su posición. Precisa que si en ella se «llama hijo de Dios a Cristo e hijos de Dios a los ángeles, lo hace por distinta razón. Por lo cual dice el Apóstol: «¿A quién de los ángeles dijo jamás: ‘Tú eres mi Hijo, yo hoy te he engendrado’? (Heb 1, 5). Cosa que afirma fue dicha a Cristo». Si la interpretación arriana fuese acertada: «por la misma razón se dirían hijos los ángeles y Cristo ya que a ambos competiría el título de filiación conforme a la sublimidad de naturaleza en que fueron creados por Dios».
El título de la filiación divina no conviene a Cristo en el mismo sentido que a los espíritus creados, porque: «la Escritura afirma que Él es Unigénito. «Y le vimos como Unigénito del Padre» (Jn 1, 14). Luego no se dice Hijo de Dios por razón de la creación». Se le llama así porque no es creado, sino engendrado, porque: «el título de filiación responde propia y verdaderamente a la generación de los vivientes, en los cuales el engendrado procede de la substancia del generante».
Por el contrario: «si Cristo se llamase Hijo por razón de creación, no sería verdadero Dios, ya que nada creado puede llamarse Dios». Además: «ninguna criatura recibe toda la plenitud de la bondad divina, porque, como consta por lo dicho, las perfecciones divinas van de Dios a las criaturas, como descendiendo. Mas Cristo tiene en sí toda la plenitud de la divina bondad, porque dice San Pablo: «En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9)»[1]. Luego, con este testimonio categórico del Apóstol sobre la divinidad de Jesucristo, queda probado que no es una criatura.
Estos y otros argumentos revelan que: «como la verdad no puede ser contraria a la verdad, es evidente que aquellos testimonios de las verdaderas Escrituras que los arrianos alegaron para confirmar su error no favorecen a su opinión, puesto que, demostrándose por la Escritura divina que la esencia y naturaleza divina del Padre y del Hijo son una misma numéricamente, por lo cual ambos se llaman verdadero Dios, es necesario que el Padre y el Hijo no sean dos dioses, sino un solo Dios»[2].
El examen de los textos escriturísticos que se argüían en la herejía de Arrio, y de otros, «que aducían Fotino y Sabelio»[3], le permite concluir a Santo Tomás, por una parte, que: «los testimonios de las Escrituras que invocaban los arrianos en su favor no son contrarios a la verdad que profesa la fe católica»[4]. Por otra, que: «adoctrinada la Iglesia católica con los testimonios ya citados y otros muy semejantes de la Sagrada Escritura, confiesa a Cristo Hijo verdadero y natural de Dios, eterno, igual al Padre y verdadero Dios, de la misma esencia y naturaleza que el Padre, engendrado y no creado ni hecho»[5].
959. –De la explicación de la naturaleza divina, en los capítulos anteriores, se puede concluir que la primera procesión es una verdadera generación, que establece dos relaciones, la de paternidad y la de filiación; y que la segunda, la procesión de amor, es de procedencia como espíritu, y que funda las relaciones de espiración activa y espiración pasiva.
Además, que de las relaciones de paternidad y de filiación, que establece la procesión de la generación, en las personas del Padre y del Hijo, son las que distinguen a estas dos personas. De manera que el Padre y el Hijo, que tienen idéntica naturaleza individual y subsistente, sólo se diferencian por las relaciones de la generación. ¿Se puede conocer en que consiste la generación divina que las funda?
–En el capítulo siguiente de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás lo inicia con la siguiente indicación sobre lo examinado en los anteriores: «Aparece claramente lo que en las Sagradas Escrituras se nos propone para creer acerca de la generación divina, a saber, que el Padre y el Hijo, aunque se distinguen en las personas, son en cambio un solo Dios y tienen una sola esencia o naturaleza».
Sin embargo, también surge una dificultad, porque: «esto de que dos supuestos (o personas) se distingan y, sin embargo, tengan una sola esencia, dista mucho de lo que acontece en la naturaleza creada», porque cada naturaleza racional individual solo es poseída por una persona.
No es extraño, por tanto, que: «la razón humana, partiendo de las propiedades de las criaturas, sufre dificultades de todo género frente a este misterio de la divina generación». La primera es la siguiente: «Como quiera que la generación que nosotros conocemos sea cierta mutación y tenga por opuesto la corrupción, parece difícil suponer la generación en Dios, que es inmutable, incorruptible y eterno, como consta por lo dicho».
La dificultad queda corroborada, si se advierte que: «Si la generación es una mutación, necesariamente lo que se engendra será mudable. Lo que se muda pasa de la potencia al acto, ya que «el movimiento es el acto de lo que está en potencia en cuanto tal» (Aristóteles, Fis., III, 1; Met. XII, 2). Luego, si el Hijo de Dios es engendrado, parece que ni es eterno, al pasar de la potencia al acto, ni verdadero Dios, puesto que no es acto puro, y tiene algo de potencialidad».
960. –¿Hay más dificultades para comprender de algún modo la generación divina?
–Santo Tomás presenta otros tres obstáculos para aceptar la generación en Dios. El primero es el siguiente: «Lo engendrado recibe la naturaleza del engendrado. Luego, si el hijo es engendrado por Dios Padre es preciso que la naturaleza que tiene la haya recibido del Padre. Pero no es posible que haya recibido del Padre una naturaleza distinta en número de la que tiene el Padre y semejante en especie, como ocurre en las generaciones unívocas, como cuando el hombre engendra al hombre y el fuego al fuego; porque como ya se demostró es imposible que haya muchos dioses numéricamente (I, c. 42)».
La dificultad se agrava, porque: «También parece imposible que (el Hijo) haya recibido una naturaleza idéntica numéricamente a la que tiene el Padre. Puesto que, si se recibiese parte de ella, se sigue que la naturaleza divina es divisible; y si la recibe toda, parece seguirse que la naturaleza divina, si se transmite totalmente al Hijo, deja de estar en el Padre; y así el Padre, al engendrar se corrompe».
A la inversa, por otro lado: «tampoco se puede decir que la naturaleza divina fluya por una cierta exuberancia del Padre al Hijo, como el agua de la fuente fluye al río, sin que aquella se vacíe, porque la naturaleza divina, así como no se puede dividir, tampoco se puede aumentar».
Por consiguiente, parece que deba decirse que: «el Hijo no recibió del Padre una naturaleza idéntica en número y en especie a la que tiene el Padre, sino otra totalmente de otro género (…) Síguese, pues, que el Hijo de Dios ni es verdadero Hijo, al no ser de la especie del Padre, ni es verdadero Dios, al no recibir la naturaleza divina».
Hay una segunda dificultad, porque: «si el Hijo recibe la naturaleza de Dios Padre, es preciso que en Él se distingan el que recibe y la naturaleza recibida, pues nadie se recibe a sí mismo. Así pues, el Hijo no es su propia esencia o naturaleza», porque ha habría recibido del Padre», y, por tanto, Él, que habría recibido al esencia divina, «no sería verdadero Dios»,
Además: «si el Hijo no se distingue de la esencia divina, puesto que la esencia divina es subsistente, como se demostró y consta que también el Padre es la misma esencia divina, que es subsistente», porque se identifica con su ser, Dios es su mismo ser, «como ya se demostró (I, c. 22), parece resultar que el Padre y el Hijo convienen en la misma realidad subsistente», en el mismo y único ser divino, que como todo ser hace subsistir, existir en sí y por sí.
Sin embargo, si el Padre y el Hijo se identifican con el ser divino, parece que sean un única persona, porque: «como dice Boecio que: «la realidad subsistente en las naturalezas intelectuales se llama persona» (Las dos nat., c. 3). Se sigue, pues, que si el Hijo es la misma esencia divina, el Padre y el Hijo convienen en la persona», porque el ser es él lo que constituye formalmente a la persona, lo que convierte a la naturaleza en persona. La identidad en el ser implica, por tanto, la identidad de la persona.
Para afirmar que el Hijo es una persona distinta realmente de la del Padre habría que sostener que no se identifica con la esencia o el ser divino. «Más si el Hijo no es la misma esencia divina, no es verdadero Dios, como se probó al hablar de Dios (I, c. 21). Parecen, por tanto, quedar dos posibilidades: «o que el Hijo no es verdadero Dios, como decía Arrio, o que no se distingue personalmente del Padre, como afirmaba Sabelio».
Por último, una tercera dificultad semejante a la anterior se presenta argumentar: «Aquello que es principio de individuación en uno, es imposible hallarlo en otro que sea distinto de él por parte del supuesto, pues lo que está en muchos no es principio de individuación». Sabemos que: «Dios se individualiza por su propia esencia, porque su esencia no es una forma en la materia, para que por la materia se individualice», tal como ocurre en las substancias compuestas. «Por lo tanto, nada hay en Dios Padre por lo que se pueda individualizar más que su esencia. Luego su esencia no puede estar en ningún otro supuesto» o persona.
Además, si las dos personas divinas fuesen distintas, habría así que admitir que: «aquello por lo que se distinguen el Padre y el Hijo sea distinto de la esencia divina». Sin embargo, en esta suposición: «la persona del Hijo está compuesta de dos cosas, e igualmente la persona del Padre, a saber, de la esencia común y del principio de distinción. Luego, ambos están compuestos», y sorprendentemente debe inferirse que: «ni uno ni otro son verdadero Dios».
Debe así concluirse en el siguiente dilema sobre las dos personas y la esencia divina: «o no está en el Hijo y así el Hijo no es verdadero Dios, según Arrio; o el Hijo no se distingue del Padre por el supuesto, y así es la misma persona de ambos, según Sabelio»
961. –¿No podría decirse que las dos personas del Padre y del Hijo son divinas, porque se podrían distinguir únicamente por las dos relaciones de la generación: la paternidad y la filiación?
–En su respuesta, Santo Tomás comienza por admitir que: «Las cosas que se predican relativamente no parecen predicar algo en aquel de quien se dicen, sino más bien un orden a algo, y esto no da lugar a composición». La relación es un accidente, que, a diferencia de los demás, está dirigido a otra substancia distinta de en la que está. La relación es un «ser a» y, por ello, se refiere a aquello a lo que dice orden. Parece por tanto, que la única diferencia entre las personas divinas sería por su propia relación, pero serían divinas por su esencia común.
Sin embargo: «esta respuesta no es suficiente para evitar dichos inconvenientes», porque, aunque la relación tienen un «ser a», la relación «no puede darse sin algo absoluto; porque en toda cosa relativa hay que distinguir lo que se dice con relación a sí, además de lo que se dice con relación a otro, por ejemplo, el siervo es algo en absoluto, prescindiendo de lo que es con relación al señor». Toda relación requiere un sujeto, una substancia en la que inhiere, como todo accidente, y, por tanto, es también un «ser en».
Por consiguiente: «aquella relación por la cual se distinguen el Padre y el Hijo es preciso que tenga algo absoluto en que se funde», la substancia que lo sostiene. En este caso: «o dicho absoluto es algo único, o hay dos absolutos». En el primer caso: «si es uno solo, no puede fundarse en él una relación doble, como no sea una relación de identidad, que no da lugar a distinciones: como si una misma cosa se dice igual a sí misma». En el segundo, «si es una relación tal que requiera distinción» de sujetos o absolutos, «conviene que se sobrentienda la distinción de dichos absolutos». Por consiguiente: «no parece posible, que las personas del Padre y del Hijo se distingan por las solas relaciones», pues supondría la identidad de ambas o la duplicidad de la esencia divina.
Otro argumento prueba que no es posible que el Padre y el Hijo se distingan por las meras relaciones, porque: «hay que decir que la relación que distingue al Hijo del Padre, o es algo real, o se da sólo en el entendimiento». Hay que averiguar si entre el Padre y el Hijo hay una distinción real o una distinción de razón. Si lo que distingue a ambos: «es algo real, parece que no será aquella realidad que es la divina esencia, porque ésta es común al Padre y al Hijo. Habrá, pues, en el Hijo algo que no es su propia esencia». De ahí habría que concluir que el Hijo: no es verdadero Dios, pues ya se demostró que en Dios nada hay que no sea su propia esencia (I, c. 23)».
Si, en cambio, el Padre y el Hijo se distinguen con una distinción de razón o por obra el entendimiento y: «aquella relación se da sólo en el entendimiento, el Hijo no se podrá distinguir personalmente del Padre, porque lo que se distingue personalmente ha de distinguirse realmente». El Padre y el Hijo, por tanto, se identificarán en la realidad.
962. –Según estos argumentos, ¿hay que sostener que las dos personas divinas no se distinguen por la relación?
–Concluyen algunos, que la distinción real entre Padre e Hijo no puede ser por la relación entre ambos, porque notan unos que aún sin tener en cuenta los anteriores argumentos: «Todo relativo depende de su correlativo. Pero lo que depende de otro no puede ser verdadero Dios. Luego si la persona del Padre y la del Hijo se distinguen por las relaciones, ni uno ni otro serán verdadero Dios».
Otros, advierten que: «Si el Padre es Dios y el Hijo es Dios, es preciso que el nombre Dios se predique substancialmente del Padre y del Hijo, pues la divinidad no puede ser un accidente», y no puede atribuirseles así la divinidad como un predicado accidental. Tiene que ser un predicado substancial.
En este caso, debe tenerse en cuenta que: «el predicado substancial es verdaderamente el mismo con aquello de que se predica, pues al decir «el hombre es animal», lo que es verdaderamente hombre es animal; e igualmente al decir «Sócrates es hombre», lo que Sócrates es, en verdad, es hombre». Tanto al sujeto concreto común, hombre, como el sujeto concreto individual, Sócrates, quedan identificados con el predicado substancial. Entonces: «de esto parece seguirse que es imposible hallar pluralidad por parte de los sujetos, puesto que la unidad es por parte del predicado substancial», y ambos quedan identificados con el mismo.
Cada sujeto es único, así por ejemplo: «Sócrates y Platón no son un hombre, aun cuando sean uno en la humanidad», en la esencia concreta común o en la naturaleza substancial que se les predica; «ni el hombre y el asno son un mismo animal, aunque sean uno en lo animal» en el concreto común predicado. Se concluye, en esta objeción que: «si el Padre y el Hijo son dos personas, parece imposible que sean un solo Dios», porque de la unidad de lo predicado se sigue la unidad del sujeto, no que sea doble.
A está última objeción, basada en no tener en cuenta que la identificación entre el sujeto, tanto el común como el singular, y el predicado substancial, es parcial y no total, todavía añaden que: «Los predicados opuestos demuestran pluralidad en aquel de quien se predican. De Dios Padre y de Dios Hijo se predican cosas opuestas, porque el Padre es Dios ingénito y generador, y el Hijo es Dios engendrado. Luego no parece posible que el Padre y el Hijo sean un solo Dios». También ignoran, con ello, que tales predicados se derivan de la relación generativa y no de la naturaleza substancial común.
963. –¿Cómo se puede responder a todas estas objeciones contra la existencia de una real generación en Dios?
–Después de la exposición de estas dificultades, concluye Santo Tomás que: «En suma, estos y otros semejantes son los argumentos con que algunos queriendo medir con su propia razón los misterios de lo divino, intentaron impugnar la generación divina». Para resolver estas objeciones, nota seguidamente que: «como la verdad es fuerte en sí misma y ninguna impugnación puede destruirla», por ello: «es preciso disponerse para demostrar que la verdad de la fe no puede ser superada por la razón»[6].
Declara, al empezar el siguiente capítulo, que, para cumplir este cometido: «Debemos tomar como punto de partida que en las cosas hay diversos modos de emanación, correspondientes a la diversidad de naturalezas, y que, cuanto más alta es una naturaleza, tanto más íntimo es lo que ella emana».
Para ello, presentara una escala de los entes, tal como ya había hecho con la escala de perfección de los entes según la independencia de sus acciones (II, c. 47), y que está relacionada con la escala de la independencia de la forma (II, c.68). La escala de los entes según los grados de perfección ahora estará ordenada conforme al grado de intimidad de los efectos, que se producen al operar o actuar. Indica que el criterio que utilizará será el siguiente: el grado de perfección de una operación queda señalada por el grado de inmanencia.
964. –¿Cuáles son los primeros grados de la escala de los entes por la intimidad de lo emanado?
–El primer grado de la escala de los entes según el grado de intimidad, de acuerdo a este criterio es el de los entes inertes, de todos los sin vida, porque: «en todas las cosas los cuerpos inanimados ocupan el último lugar y en ellos no se dan otras emanaciones que las producidas por la acción de unos sobre otros. Así vemos que del fuego nace el fuego cuando éste altera un cuerpo extraño convirtiéndolo a su especie y cualidad».
Los entes inertes aparecen en la base de la escala de los entes por la intimidad de lo emanado, porque los entes sin vida no poseen una unidad interior activa, que se despliegue en una acción inmanente. Si emana algo de ellos, es por la acción transitiva de otro ente. No hay ningún grado de interioridad en el primer grado de la escala, porque su actividad manifiesta una extroversión completa, sin ninguna intimidad.
En el segundo grado de la escala de los entes con arreglo a este criterio se encuentran los entes, que pertenecen al primer grado de vida, la de los vegetales. De manera que: «entre los cuerpos animados el lugar próximo lo ocupan las plantas, en las cuales la emanación ya procede de dentro, puesto que el humor interno de la planta se convierte en semilla, y ésta confiada a la tierra, se desarrolla en planta».
Los vegetales aparecen en el segundo grado de esta escala de los entes, porque en ellos se da ya un primer indicio de interioridad. La planta genera la semilla, emanación que surge de su propia savia, y que asegurará la permanencia de su especie. «Esto es ya un primer grado de vida, pues son vivientes los entes que se mueven a sí mismos para obrar; en cambio, los que no tienen movimiento interno carecen en absoluto de vida. Y un indicio de vida en las plantas es que lo que hay en ellas tiende hacia una forma determinada».
Sin embargo, el nivel de intimidad, que hay en este segundo grado de la escala es todavía imperfecto. La razón es porque: «la vida de las plantas es imperfecta, aunque la emanación proceda en ellas del interior, sin embargo, lo que emana saliendo poco a poco desde dentro, acaba por convertirse en algo totalmente extrínseco. Pues el humor del árbol, saliendo primeramente de él, se convierte en flor y después en fruto, separado de la corteza del árbol, pero sujeto a él; y llegando a su madurez, se separa totalmente del árbol y, cayendo en tierra, produce por su virtud seminal otra planta».
No sólo es exterior el resultado de su emanación, sino que también lo es su origen, porque: «reflexionando atentamente, se verá que el principio de esta emanación proviene del exterior, puesto que el humor interno del árbol se toma mediante las raíces de la tierra, de la cual recibe la planta su nutrición». El modo de emanación vegetativa, por tanto, no es perfecta, porque, en la generación de las plantas, hay emanación interior, y, por tanto, cierta intimidad, pero hay también exteriorización en su inicio –la savia que procede de la tierra–, y en su fin –el fruto que vuelve a la tierra–.
965. –¿En los siguientes grados de perfección de la escala, se da también un progreso en la intimidad de lo emanado?
– En el tercer grado de la escala de los entes por la interioridad de lo emanado, se encuentran los entes, que pertenecen al segundo grado de vida, la de los animales. Explica seguidamente Santo Tomás que: «Hay otro grado de vida superior al de las plantas y correspondiente al alma sensitiva, cuya propia emanación, aunque comience en el exterior, termina interiormente, y, a medida que avanza la emanación penetra en lo más íntimo».
En el modo de este segundo grado de vida, la propia de los animales en cuanto a tales, la interioridad de lo emanado se continúa, porque: «lo sensible imprime exteriormente su forma en los sentidos externos, pasa de ellos a la imaginación y después al tesoro de la memoria». En la emanación del alma animal o sensitiva, hay, por tanto, una menor exteriorización.
En la generación animal, que, en cuanto animal, es ahora sensitiva, y que es distinta de la generación vegetativa –que también se da en la vida animal, pero con una modalidad propia, diferente de la vegetal–, se muestra una mayor interiorización. Con el conocimiento sensible, en donde se da la emanación propia de la generación o concepción animal, se posen otras formas, distintas de la forma substancial propia, y que condicionarán su acción.
La generación de estas formas sensibles tiene para el animal dos importantes consecuencias. La primera es que el ámbito vital del animal ha quedado ampliado. No está ya limitado en un espacio como las plantas, ni está constreñido o arrinconado en el espacio como los seres inertes.
La segunda es más importante, porque gracias al conocimiento sensible se da una mayor interioridad. Aunque los frutos de esta vida, las imágenes sensibles, se han constituido exteriormente, por originarse por un estímulo exterior, ya no se perfeccionan en el exterior del animal, sino que se continúan en la imaginación, pasando, por último, a almacenarse en la memoria sensible. Se empieza así a vencer el espacio y el tiempo.
Sin embargo, en este tercer grado de los entes, la generación, que le corresponde en cuanto tal, no es perfecta, porque, aunque hay más inmanencia o interioridad que en la vida vegetativa, «en cada proceso de esta emanación, el principio y el término obedecen a cosas diversas». Por ser distintos su origen y su fin, en la vida sensitiva: «ninguna potencia sensitiva, vuelve sobre sí misma». Un sentido no puede conocerse sensiblemente a sí mismo.
El acto sensible, que ha generado la forma sensible, su fin, no puede convertirse en su principio, porque, en el conocimiento animal, siempre su principio tiene que ser algo exterior, los accidentes o formas sensibles. Debe tenerse en cuenta que el conocimiento sensible es de una facultad orgánica y, por tanto, material, y la materia impide todo autoconocimiento. No puede así reflexionar o volver sobre sí mismo. No hay, por tanto, conciencia sensible directa, autoconciencia. Conoce sensiblemente la acción sensible o acto directo del conocimiento sensible, o que el sujeto siente, pero por un sentido distinto, el sentido interno denominado sensorio común, que conoce la sensaciones de los cinco sentidos externos.
Puesto que con la interioridad sensitiva no es posible la reflexión de sus potencias sensitivas, en la vida sensible la interiorización no es completa. Por ello, aunque: «este grado de vida es tanto más alto que el de las plantas cuanto más íntima es la operación vital; sin embargo, no es una vida enteramente perfecta, porque la emanación pasa siempre de una a otro».
966. –¿En el siguiente grado de la escala de los entes, el cuarto, se da ya la vida perfecta?
El tercer y último grado de vida, que es la vida espiritual, se encuentra en el cuarto grado de la escala de los entes por la intimidad de lo emanado. Los entes con vida espiritual poseen: «un grado supremo y perfecto de vida, que corresponde al entendimiento, porque este vuelve sobre sí mismo y puede entenderse». El entendimiento se conoce intelectualmente a sí mismo. La conciencia de sí, o autoconciencia, es propiedad del conocimiento intelectual. La intelectualidad de la facultad intelectiva implica su inteligibilidad.
La capacidad de reflexión para el viviente espiritual comporta el poder de ser dueño de su propio juicio, y, por tanto, de ser dueño de sus designios. El viviente espiritual es dueño de sí mismo, porque la actividad y su perfección son interiores. Sus operaciones no están extrovertidas de ningún modo como en todos los demás entes, que carecen de la perfección intelectual. La vida espiritual es una vida de mayor plenitud que la vida sensitiva, porque se desarrolla, en la intimidad, en el interior o en el propio yo. Es una vida perfecta. En ella, sin embargo, se dan distintos grados de perfección, porque la vida espiritual es también graduada.
967. –¿Cuál es el primer grado de la vida espiritual?
–El primer grado de la vida espiritual es la humana. La vida espiritual humana es las más imperfecta entre los grados de la vida espiritual, pues: «aunque el entendimiento humano pueda conocerse a sí mismo toma, sin embargo del exterior, el punto de partida para su propio conocimiento, ya que es imposible entender sin contar con una representación sensible, como ya se dijo (II, c. 60)».
Aunque el entendimiento humano pueda conocerse a sí mismo, por ser una facultad espiritual, y no de un órgano, como el conocimiento sensible, ya que lo que impide la inteligibilidad es la materialidad. Por consiguiente, el entendimiento puede entender que entiende. Sin embargo, el punto de partida para entender y, por ello, para su propio conocimiento intelectual y autoconocimiento, es el conocimiento sensible de las realidades materiales.
Hay que sostener que el hombre queda situado en el supremo nivel de la vida, en la vida espiritual o intelectiva, porque su conciencia de sí confirma que posee vida espiritual. También en el inferior de sus gradaciones, porque en su alma hay sólo una disposición para conocerse conscientemente, para poseer intelectualmente su ser, a modo de un hábito intelectual, tal como ya se ha dicho (III, c. 46).
El conocimiento habitual del alma humana de sí misma no es sobre su esencia y, por ello, no se refiere al concepto del alma. Es sobre su existencia y singularidad, que se conocen no conceptualmente, sino por una percepción intelectual, por ser un conocimiento no esencial, inmediato y singular. Este conocimiento habitual existencial, o disposición a conocer la existencia del propio yo, se actualiza en el acto de pensar[7].
En el acto de pensar algo, el alma percibe su propia existencia, porque, en todo pensamiento en acto, está implicada la percepción intelectual inmediata de la existencia del yo pensante, de la mente misma, la conciencia intelectual no objetiva de su propio ser. Como se ha dicho al tratar sobre el autoconocimiento del alma humana, permite afirmar que por, esta presencia intelectiva del alma a sí misma, es una substancia inmaterial, un espíritu.
Si el alma humana fuese una substancia material, el constitutivo material le impediría toda inteligibilidad. No podría ser consciente intelectivamente de sí, no se podría poseer de modo consciente, estar presente a sí misma. De que sea una substancia inmaterial, se sigue que el alma subsiste, existe en sí misma y por sí misma, y tiene así un ser propio, El ser del alma humana, por tanto, no lo comparte con la materia. Por ello, el alma humana es un espíritu y, como tal inteligible de algún modo para sí misma.
Sin embargo, no se manifiesta claramente su espiritualidad, porque su entendimiento es potencial con respecto a los inteligibles y su inteligibilidad propia está en hábito. Se advierte, no obstante su espiritualidad, porque conserva algo de la inteligibilidad propia, de la autoconciencia, característica esencial de todo espíritu, por tener cierta actualidad, la propia del hábito, que le permite ser intelectual y además percibir intelectivamente su propio ser, o auto conocerse, cuando piensa y que, para ello ha tenido que acudir a la imágenes sensibles, y, por tanto, al exterior.
El espíritu humano es, por tanto, imperfecto. Tiene un emplazamiento inferior en los grados de las substancias inmateriales, por su menor participación en el ser, que hace que su inteligibilidad propia, al igual que su intelectualidad, sean imperfectas.
968 –¿Cuál es el segundo grado de vida espiritual?
–Los espíritus angélicos ocupan el segundo grado de la vida espiritual. Son superiores al hombre, porque la vida intelectual de los ángeles es más perfecta. La razón es porque: «la vida intelectual de los ángeles, cuyo entendimiento no parte de algo exterior para conocerse, porque se conoce en sí mismo, como también se dijo (II, cc. 96, y ss.». Hay, por tanto, una mayor inmanencia.
Sin embargo, la vida angélica no alcanza la última perfección, porque: «aunque la idea entendida sea en ellos totalmente intrínseca, sin embargo, no es su propia substancia, puesto que en ellos no se identifica el entender y el ser», como asimismo se dijo (II, c. 52).
En el ángel, a diferencia del hombre, su autoconciencia ya no necesita actualizarse, pasando del hábito al acto, como ocurre con el conocimiento habitual de sí del espíritu humano, que se actualiza cuando está en acto de entender algo externo a sí. El espíritu angélico tiene siempre conciencia actual de sí. La razón es porque la emanación de su vida intelectual no procede ya de la realidad externa. Desde el principio, el ángel goza de la plenitud de su sabiduría, debido a que en su propia naturaleza encuentra las especies inteligibles infundidas por Dios, incluida la de su misma esencia concreta e individual.
Sin embargo, en el ángel, la interioridad no es absolutamente perfecta, porque su entender no lo tiene en un grado en que se alcance la perfección total, ya que lo entendido es recibido. A pesar de su inmanencia superior a lo entendido en el espíritu humano, no es su misma substancia. En el ángel, no se identifica el entender con su ser, no hay una inmanencia absoluta.
969. –¿Cuál es el siguiente grado de vida espiritual?
–El último y perfecto grado de vida espiritual es el del espíritu perfecto, que es el de Dios. En Dios hay una interioridad perfecta y absoluta, porque: «en Dios no se distinguen el entender y el ser, y así es preciso que en Dios se identifique la intención entendida con su divina esencia, como antes se demostró (I, c. 45)».
Afirma Santo Tomás, en esta razón, que, por una parte, en el espíritu divino, la identidad entre el entender, o acto de entender y su ser propio, o acto de ser, implica que su entender está identificado totalmente con su sustancialidad, porque su esencia y su ser propios coinciden. Dios es su entender o, lo que es lo mismo, el entender de Dios es su esencia o naturaleza.
Por otra, que, en el espíritu divino, la intención entendida es idéntica a la esencia divina. Ello significa que la emanación vital o espiritual, el verbo o concepto, que es la «intención entendida», es también idéntica a su esencia o naturaleza divina.
Se llama «intención entendida» a la emanación del verbo mental, porque es «lo que el entendimiento concibe en sí mismo acerca de la cosa entendida; intención que, en nosotros, ni se identifica con la cosa que entendemos, ni con la sustancia de nuestro entendimiento, sino que es una cierta semejanza de lo entendido concebida en el entendimiento y que la voz exterior significa; por eso, la intención entendida se llama verbo interior, que es significado por el verbo exterior». El verbo interior o lo concebido, la palabra mental, es expresada en el significado de las palabras, el verbo exterior, o significante.
Por ello, en el espíritu creado, son realmente distintas la «intención entendida» y la cosa entendida. En el espíritu creado, lo concebido no sólo es distinto del sujeto que entiende, sino también del objeto entendido, se comprueba porque: «no es lo mismo entender la cosa que entender su intención, lo que hace el entendimiento cuando vuelve sobre su operación, de ahí que unas ciencias traten de las cosas y otras de las ideas entendidas», como la lógica. El concepto, o lo emanado de la actividad intelectiva, y su objeto, lo entendido, son realmente distintos.
Además, en el hombre y en todos los espíritus creados, son también realmente distintas la «intención entendida» y la facultad intelectiva. «Se advierte que la intención entendida tampoco se identifica con nuestro entendimiento, en que el ser de la intención entendida consiste en el mismo entender; en cambio, el ser de nuestro entendimiento no es el ser de su entender»[8]. En los espíritus creados se distingue realmente la intención entendida, o concepto, y la facultad que lo concibe. En el hombre y en el ángel, el ser de la «intención entendida» es el acto de entender, y no es lo mismo que el ser del entendimiento, facultad o potencia activa del espíritu, que es el ser propio.
De manera que, como indica Santo Tomás en otro lugar: «siendo en nosotros diferente el ser natural y el acto de entender, conviene que el verbo concebido en nuestro entendimiento, y que sólo tiene un ser intelectual, sea de una naturaleza diferente de la de nuestro entendimiento, que tiene un ser natural».
En el espíritu divino, no se dan estas dos distinciones entre el ser de su naturaleza y el ser del acto de entender, y entre lo generado, o entendido, y la naturaleza del entendimiento, porque: «en Dios, el ser y el acto de entender son una misma cosa; luego el Verbo de Dios, que está en Dios y de Quien es Verbo según el ser inteligible, tiene el mismo ser que Dios, de Quien es Verbo». De ahí se sigue que «el Verbo debe tener la misma esencia y la misma naturaleza que es Dios, y deben convenirle los mismos atributos»[9].
En Dios, por tanto, no se dan las distinciones, entre el sujeto, el entendimiento y lo entendido o generado, el Verbo. Como concluye Santo Tomás: «En Dios se identifican el ser y el entender, la idea entendida y el entendimiento son en Él una misma cosa». Además se da otra identificación, la del objeto entendido por el concepto o verbo. De manera que: «el entendimiento y la cosa entendida se identifican también en Él, porque entendiéndose a sí, entiende todo lo demás, tal como se demostró (I, c. 49)».
Como el concepto y la cosa entendida se identifican, porque la conoce en sí mismo, porque entiende todos los otros entes en su propia esencia, «resulta, pues, que en Dios, al entenderse a sí mismo, el entendimiento, la cosa que se entiende y la idea entendida son lo mismo»[10]. De todas estas identificaciones, en definitiva, se sigue que en Dios están identificados el sujeto cognoscente, el entendimiento, el acto de entender, el concepto o «intención entendida», y lo conocido.
970. Puede concluirse que en Dios por su emanación intelectual hay una verdadera generación. Sin embargo, ¿en qué sentido hay que tomar el término generación al aplicarlo a Dios?
–Explica, Santo Tomás, en la Suma teológica, que «nosotros empleamos la palabra «generación» en dos sentidos. Primero, de un modo general, aplicada a todo lo que se produce o destruye, y en este caso la generación no es más que la mutación del no ser al ser; y segundo, aplicada a los vivientes, y en este caso la generación significa el origen de un ser vivo que proviene de un principio viviente con el cual está unido, y a esto se llama propiamente «nacimiento».
No obstante, precisa, seguidamente que: «no todo lo que así procede puede en rigor llamarse hijo, sino sólo lo que procede según la razón de semejanza; y por esto el pelo o el cabello no tienen razón de engendrados ni de hijos, sino sólo lo que procede según la razón de semejanza, y no de una semejanza cualquiera», porque: «para la razón de verdadera generación se requiere que procedan según la razón de semejanza que da el tener la misma naturaleza específica, que así es como el hombre procede del hombre, y el caballo del caballo».
Si se tienen en cuenta estos dos sentidos del término generación, se advierte que: «en los vivientes, que pasan de la potencia al acto de vivir, como los hombres y los animales, su generación incluye los dos modos». Según el primero, porque se pasa a la vida, por intervención de otro viviente, que se ha reproducido y que después se corromperá; y también del segundo, porque un viviente comunica su naturaleza específica a otro.
La generación como emanación y la generación como comunicación de la propia naturaleza, en la vida animal, se dan conjuntamente. Sin embargo: «si hubiese un viviente cuya vida no pasase de la potencia al acto, la procesión, caso de haberla en tal viviente, excluiría en absoluto el primer modo de generación, y, en cambio, puede tener la razón de la generación, que es propia de los seres vivientes»[11].
Por ello: «la procesión del verbo en Dios tiene razón de generación». Lo mismo se puede aplicar al entender o concebir intelectual del hombre, porque el verbo mental o concepto ha surgido del entendimiento del hombre, algo vivo, y le ha comunicado la naturaleza, que permanece en él. Hay una semejanza, «por cuanto en él se halla la semejanza de la cosa entendida, no obstante que no tenga identidad de naturaleza»[12]. El verbo humano no es un entendimiento o un hombre, ni incluso cuando el concepto expresa hombre, porque es entonces un hombre entendido o conceptual.
El término generación de una manera perfecta se aplica a Dios, porque la concepción del Verbo: «se hace por operación intelectual, que es operación vital; y proviene de un principio que le está unido, y se encuentra en ella la razón de semejanza, porque la concepción del entendimiento es una semejanza de lo entendido», que es la misma naturaleza divina; y existente en la misma naturaleza, porque en Dios ser y entender son una sola cosa. Por tanto, en Dios la procesión del verbo recibe el nombre de generación, y el verbo procedente, el de Hijo»[13].
A la «procesión por vía de inteligencia», se le llama, por tanto, propiamente generación e Hijo al Verbo. En cambio: «entre nosotros tales procesiones no se llaman generación»[14]. Se explica porque: «el acto de entender en nosotros no es la misma substancia del entendimiento, y, por esto, el verbo procedente de nuestra operación intelectual no es de la misma naturaleza que su principio, y de aquí que, propia y adecuadamente, no pueda llamarse hijo».
No ocurre así en Dios, porque: «el entender divino es la misma substancia del que entiende, según se ha dicho, y, por tanto, el verbo procedente procede como subsistente en su misma naturaleza, y por esto con toda propiedad se llama engendrado e Hijo».
Puede confirmarse con la Sagrada Escritura, porque: «para darnos a conocer la procesión de la sabiduría divina, use los términos que pertenecen a la generación de los seres vivientes, o sea los de «concepción» y «parto». Así, se dice de la sabiduría divina: «Aún no existían los abismos, y yo ya había sido concebida (…) antes que los collados nací yo» (Pr 8, 24)»[15].
971. –Una dificultad a que la primera procesión de Dios sea una verdadera generación, porque no parece que pueda considerarse «divino al ser de cosa ninguna engendrada». La razón es la siguiente: «Todo lo engendrado recibe el ser de quien lo engendra. Luego, el ser de lo engendrado es un ser recibido», y, por tanto, no subsiste en sí mismo, sino con el receptor. Lo que no puede ocurrir en Dios, pues: «el ser divino es un ser subsistente por sí mismo» [16]. ¿Cómo se resuelve este inconveniente?
–Esta objeción no afecta a la doctrina expuesta, porque: «No todo lo obtenido de otro es recibido, pues de lo contrario no se podría decir que haya sido recibido de Dios toda la substancia del ser criado, porque no hay sujeto destinado a recibir la totalidad de la substancia». Como ya se dicho, la criatura ha sido creada y crear es hacer algo de la nada, producir algo pero sin sujeto previo.
Debe afirmarse, por tanto, que: «lo engendrado en la divinidad recibe el ser del que lo engendra; pero no como si este ser fuese recibido en una materia o sujeto, cosa que repugna a la subsistencia del ser divino, sino que se llama ser recibido por cuanto el procedente tiene de otro el ser divino y no como algo distinto del ser divino. La razón es porque en la misma perfección del ser divino están contenidos el Verbo, que procede intelectualmente, y el principio del Verbo, así como todo lo que pertenece a su perfección»[17].
972. –Toda esta explicación, por muy fundada que esté en las Sagradas Escrituras y en la razón ¿No es, en realidad, superflua, farragosa e inútil?
–A esta inconsistente objeción, que se da sólo en nuestra época, podría responderse con unas palabras de John Henry Newman. Advertía el recién canonizado frente a una actitud, que se iniciaba entonces: «Encontraréis escritores que consideran que todos los atributos y providencias de Dios pueden reducirse a una proposición: «Dios es amor». Las demás noticias de su gloria insondable contenidas en la Escritura no son más que modificaciones de esa proposición Esto les lleva a negar, primero, la doctrina del castigo eterno porque no casa con esa idea del Amor infinito. Luego, transformando expresiones como la «ira de Dios» en figuras retóricas, niegan la idea de expiación como la verdadera reconciliación con sus criaturas de un Dios al que se ha ofendido»[18].
Finalmente: «También sostienen que la finalidad de la revelación del Evangelio es meramente práctica y, por tanto, las doctrinas teológicas son del todo innecesarias, puras especulaciones, un estorbo para la difusión de la religión. Y si no son del todo perjudiciales, al menos exigen cambios. Les oiréis decir: «¿qué daño se hace en ser sabeliano, o arriano?»; y hasta: «Que la fe no es más que un estado y un principio, no la aceptación de una determinada colección de Artículos (del Credo), por amor a Cristo»[19].
Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 8.
[2] Ibíd., IV, c. 7.
[3] Ibíd., IV, c. 9.
[4] Ibíd., IV, c. 8.
[5] Ibíd., IV, c. 7.
[6] Ibíd, IV, c. 10.
[7] Cf. ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 10, a. 8, ad 1.
[8] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 11.
[9] ÍDEM, Compendio de teología, c. 41.
[10] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 11.
[11] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 27, a. 2, in c.
[12] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ad 2.
[13] Ibíd., I, q. 27, a. 2, in c.
[14] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ob. 2.
[15] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ad 2.
[16] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ob. 3.
[17] Ibíd., I, q. 27, a. 2, ad 3.
[18] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, vol. 2, «El Evangelio, un deposito confiado a nosotros»», pp. 231-245, p. 235.
[19] Ibíd., p. 236.

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