380. ––El Aquinate dedica un capítulo de la tercera
parte de la Suma contra los gentiles para probar que «la felicidad no
consiste en el poder mundano»[1].
¿La razones son las mismas que las aducidas para demostrar que las riquezas
no pueden ser el fin último?
––En la encíclica Solicitudo rei socialis, del papa Juan Pablo
II, se indica que en el mundo existen «estructuras
de pecado», que «se fundan en el pecado
personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de
las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación Y así estas
mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados,
condicionando la conducta de los hombres» [2].
Se precisa también que: «entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad
divina y al bien del prójimo dos parecen ser las más características: el
afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con
el propósito de imponer a los demás la propia voluntad».
El ansia de riquezas y de
poder se toman, por ello, como la felicidad suprema o fin último. Se explica
así que a estas aspiraciones: «podría añadirse,
para caracterizarlas aún mejor, la expresión: “a cualquier precio”». Además:
«ambas actitudes, aunque sean de por sí separables
y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran —en el panorama que tenemos
ante nuestros ojos— indisolublemente unidas, tanto si predomina la una
como la otra» [3].
Por esta unidad del deseo de
estas dos clases de bienes exteriores al hombre, es lógico que las razones para
mostrar que no son sus bienes supremos sean las mismas, aunque por tener
objetos distintos, no todas coinciden. Santo Tomás, en este nuevo capítulo
dedicado al poder, presenta cinco argumentos, tres de los cuales son semejantes
a los utilizados en el capítulo anterior dedicado a las riquezas.
381. ––¿Cuáles son los tres argumentos similares a
los que demostraban que la obtención y posesión del dinero y de las riquezas no
son la finalidad última del hombre?
––El primero incluye las
razones dadas en los dos últimos, que acababa de presentar, en el capítulo
anterior, para probar que las riquezas no son el sumo bien. Afirma que: «Es asimismo imposible que el sumo bien del hombre esté
en el poder mundano, ya que en su obtención interviene en gran manera el azar;
además, es mudable y no depende de la voluntad humana, y con frecuencia está en
manos de los malos. Todo lo cual, como consta por lo dicho, se opone al
concepto de sumo bien».
En el segundo, prueba su tesis
de manera parecida al cuarto referido en el capítulo sobre las riquezas.
Argumenta: «Lamamos principalmente bueno al hombre
que ha alcanzado el sumo bien. Mas por el hecho de ser poderoso no se le
considera ni bueno ni malo, ya que ni es bueno quien puede hacer el bien ni
malo quien puede hacer el mal. Luego el sumo bien del hombre no consiste en ser
poderoso».
El otro argumento, que ofrece
en cuarto lugar, también se basa en el bien y el mal moral. Su exposición es la
siguiente: «No puede ser el sumo bien algo de que
podemos usar bien y mal, pues es mejor lo que no podemos usar para mal. Sin
embargo, del poder podemos usar bien y mal, puesto que ”la razón puede actuar
para fines opuestos”. Luego el poder humano no es el sumo bien del hombre» [4].
Esta prueba la utilizó después
Santo Tomás en el tratado de la bienaventuranza de la Suma teológica. En el artículo sobre el poder,
escribe: «Es imposible que la bienaventuranza
consista en el poder (…) porque el poder vale indistintamente para el bien y para
el mal; en cambio, la bienaventuranza es el bien propio y perfecto del hombre» [5].
382. ––¿Cuáles son los otros dos argumentos
restantes sobre la imposibilidad que en el poder esté la suma felicidad?
––El primer argumento se basa
en que el poder requiere de otros sobre los que se ejerce. De manera que, como
se dice en el mismo: «Todo poder dice relación a
otra cosa. Pero el sumo bien no importa relación alguna. Por lo tanto, el poder
no es el sumo bien del hombre».
En el segundo, se parte del
examen del poder en sí mismo. La demostración es la siguiente: «Si algún poder fuera el sumo bien, debería ser
perfectísimo. Sin embargo, el poder humano es imperfectísimo, puesto que se
funda en la voluntad y opinión de los hombres, que son sumamente inconstantes.
Además, cuanto mayor se considera un poder, tanto de más cosas depende; y esto
es un signo de su propia flaqueza, porque lo que depende de muchos puede
deshacerse de muchas maneras. Por lo tanto, el sumo bien del hombre no está en
el poder mundano» [6].
A este argumento, se le podría
replicar con esta objeción, que se encuentra en el artículo paralelo de la Suma teológica:
«La bienaventuranza es un bien perfecto. Pero lo más perfecto es que el hombre
pueda gobernar también a los demás, y esto es propio de los que están
investidos de poder. Luego la bienaventuranza consiste en el poder» [7].
Santo Tomas responde así a la
misma: «Del mismo modo que lo mejor es que alguien
desempeñe bien el poder en el gobierno de muchos, lo peor es que lo desempeñe
mal. Es que el poder vale lo mismo para el bien que para el mal» [8].
También, en este artículo de
la Suma teológica, presenta este
segundo argumento de la Suma contra los gentiles de este modo: «La
bienaventuranza es un bien perfecto. Pero el poder es muy imperfecto, porque,
como dice Boecio: “El poder humano no es capaz de
impedir el peso de las preocupaciones, ni de esquivar el aguijón de la
inquietud”. Y añade: “¿Llamarás poderoso a quien se rodea de una escolta y teme
más a la misma que es temido?” (La consolación de la filosofía, III,
17). Por tanto, la bienaventuranza no consiste en el poder» [9].
En el cuerpo del artículo,
además, ofrece otro argumento, igualmente basado en la naturaleza del poder. Lo
formula de este manera tan breve: «es imposible que
la suprema felicidad consista en el poder, porque este tiene condición de
principio, como dice Aristóteles (Metafísica IV, 12, 1) y la beatitud tiene
carácter de fin último» [10].
Con todos estos argumentos el
Aquinate puede concluir: «Así, pues, la felicidad
humana no consiste en ningún bien exterior, porque los bienes exteriores, que
se llaman “bienes de fortuna”, están contenidos bajo los bienes mencionados» [11].
383. ––¿Hay también semejanzas entre todos los
argumentos expuestos en este y los anteriores capítulos, dedicados a mostrar
que la felicidad suprema no puede estar en los bienes externos, como los
honores, la fama, las riquezas y el poder?
––Después de ofrecer los dos
argumentos sobre el poder y la felicidad, en el texto de la Suma teológica, indica Santo Tomás las
semejanzas entre todas las pruebas, al añadir: «Pueden
aducirse, finalmente, cuatro razones generales para probar que la
bienaventuranza no puede consistir en ninguno de los bienes externos de los que
venimos hablando». Tres de ellas son una consecuencia de lo que es la
felicidad y la otra de la tendencia del hombre a ella.
La primera razón general, que
indica Santo Tomás es que: «por ser la
bienaventuranza el bien sumo del hombre, no es compatible con algún mal; y
todos esos bienes los encontramos tanto en los buenos como en los malos».
La segunda también se refiere
a la naturaleza de la suma felicidad. Su contenido es el siguiente: «por ser propio de la bienaventuranza el ser suficiente
por sí misma, como demuestra Aristóteles (Ética, I, 7, 6) es de
rigor que, una vez alcanzada, no le falte al hombre ningún bien necesario.
Pero, después de lograr cada uno de esos bienes, pueden faltarle al hombre
otros muchos necesarios, como la sabiduría, la salud del cuerpo, etc.».
Lo que da la felicidad suprema
no sólo no comporta ningún mal, sino que tampoco puede hacer mal alguno. Por
ello: «la tercera es que la bienaventuranza no
puede ocasionar a nadie ningún mal, porque es un bien perfecto; pero esto no
sucede con los bienes citados, pues como se dice en la Escritura a veces las
riquezas se guardan “para el mal de su dueño” (Ecle 5,12,
y lo mismo ocurre con los otros tres», los honores, la gloria o la
fama y el poder.
Por último: «La cuarta es que el hombre se ordena a la
bienaventuranza por principios internos, pues se ordena a ella por naturaleza;
pero esos cuatro proceden de causas externas y, con frecuencia, de la fortuna,
de ahí que se les llame también bienes de fortuna. Por tanto, de ningún modo
puede consistir la bienaventuranza en ellos» [12].
384, ––Todos los argumentos sobre el poder y la
felicidad última, prueban que no se pueden identificar ambas. Si la felicidad
es un bien, ¿el poder, por consiguiente, es un mal?
––Después de presentar los dos
argumentos en el artículo citado de la Suma teológica, añade Santo
Tomás: «En consecuencia, puede haber algo de
bienaventuranza en el ejercicio del poder, más propiamente que en el poder
mismo, si se desempeña virtuosamente» [13].
Podría incluso decirse que «los hombres constituidos en poder se parecen más a Dios
por la semejanza del poder» [14].
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «El poder
divino se identifica con su bondad y, por eso, no puede ejercerse mal. Pero
esto no ocurre en los hombres», que, como se ha dicho pueden emplearlo
para mal. «De ahí que no baste para la
bienaventuranza del hombre el asemejarse a Dios en el poder si no se asemeja
también en la bondad» [15].
385. [H1]
––¿Cómo se explica que el hombre ejerza el poder viciosamente?
––El tomista José Torras y
Bages al explicar y comentar la doctrina de las virtudes y de los vicios,
considera que el afán de poder tiene su origen en la vanidad o afán desordenado
de alabanza de la propia excelencia, manifestación de la soberbia o amor
también desordenado a la excelencia propia. Escribe que: «La vanidad se reviste de variadísimas formas, todas
cuantas son las apariencias que la cortedad del hombre admira y en la que su
concupiscencia se complace. La frivolidad humana en nada más se manifiesta que
en la vanidad, degeneración de la soberbia, que suele ponerse principalmente en
las almas pequeñas, en los caracteres poco capaces». En cambio: «los espíritus
enérgicos, hasta cuando están extraviados, suelen ir mas a lo profundo de las
cosas; sus desenfrenadas concupiscencias tiran más a lo fundamental, a lo
substancial, de las realidades mundanas más que a las apariencias de estas
mismas cosas».
En estos últimos se da
principalmente la ambición de poder. «La ambición
supone una fuerte base natural, facultades más poderosas, aspiración a lo
grande, según el mundo; es una pasión más personal, más impetuosa porque es más
íntima, más avasalladora y tiene por fin y objeto el dominio, la subyugación de
los otros, es el desenfreno del yo, que quiere tener bajo si a los demás; el
vanidoso quiere vivir en el espíritu de los otros; la ambición quiere que los
otros vivan en su espíritu, bajo su dirección, siendo el caudillo de los demás» [16].
A esta manera de dominio o
posesión de los demás, medio siglo más tarde, el escritor inglés Clive Staples
Lewis le denominaba «canibalismo espiritual» [17].
Explicaba que el intento de dominio es el de «casi
de digerir al prójimo; de hacer de toda su vida intelectual y emotiva una mera
prolongación de la propia: odiar los odios propios, sentir rencor por los
propios agravios y satisfacer el propio egoísmo, además de a través de uno
mismo, por medio del prójimo. Por supuesto que sus pequeñas pasiones deben ser
suprimidas para hacer sitio a las propias, y si el prójimo se resiste a esta
supresión está comportándose de forma muy egoísta» [18].
Desde este afán de dominio, el
otro es «ante todo, un alimento» y el fin es
«absorber su voluntad» en la propia y así
conseguir «el aumento a su expensa» de la «propia área de personalidad» [19].La
acción del dominador supone una concepción metafísica que: «descansa en la admisión del axioma de que una cosa no es
otra cosa y, en especial, de que un ser no es otro ser. Mi bien es mi bien, y
tu bien es el tuyo. Lo que gana uno, otro lo pierde. Hasta un objeto inanimado
es lo que es excluyendo a todos los demás objetos del espacio que ocupa; si se
expande, lo hace apartando a otros objetos, o absorbiéndolos. Un ser hace lo
mismo. Con los animales, la absorción adopta la forma de comer; para nosotros
(los racionales), representa la succión de la voluntad y la libertad de un ser
más débil por uno más fuerte. «Ser» significa «ser compitiendo» [20].
Esta filosofía no sólo es
egocéntrica y agresiva, sino también falsa, porque las cosas son «partes» que «se ven
obligadas a cooperar». y la espirituales pueden participar en el bien,
sin quitar nada de la parte o totalidad que tienen los otros. Existe el amor
que hace posible el reconocimiento que: «las cosas
han de ser muchas, pero también de algún modo sólo una» [21].
El amor, que no es posesivo, hace posible, la unión sin la eliminación de las
diferencias y con el respeto siempre de la libertad.
Sin embargo, nota Lewis que
por esta actitud, hay un sector de la sociedad: «sostenida
enteramente por el miedo y la avaricia. En la superficie, los modales de sus
habitantes son normalmente amables; la grosería para con los superiores de uno
sería, evidentemente, suicida, y la grosería para con los iguales podría
ponerles en guardia antes de que uno estuviese preparado para adelantárseles. Y
es que, por supuesto, el principio rector de toda la organización es que “el
perro se come al perro”. Todos desean el descrédito, la degradación y la ruina
de los demás; todos son expertos en el arte del informe confidencial, la
alianza fingida, la puñalada a traición. Por encima de todo eso, sus buenos
modales, sus expresiones de grave respeto, sus “homenajes” a los invaluables
servicios prestados por los demás constituyen una tenue certeza que de vez en
cuando se agrieta, y hace erupción la lava ardiente de su odio mutuo» [22].
386. ––¿Cómo debe ser el ejercicio del poder para
que sea virtuoso?
––El filósofo tomista Jaime
Bofill, discípulo de Ramón Orlandis, expuso la explicación de Santo Tomás del
buen uso del poder desde el concepto de autoridad. Notaba respecto a su
significado usual que: «La palabra “autoridad” se
usa en varios sentidos; así decimos de una persona que es una autoridad en una
ciencia; otras veces usamos la palabra autoridad como el poder de obligar a la
voluntad libre, o también par designar a la persona dotada de este poder (el
padre, el gobernante)». La autoridad queda relacionada con poder
En cuanto a su definición
etimológica: «La palabra “autoridad” (auctoritas)
está en relación con la palabra “autor” (auctor); hay, en efecto, al
fondo de las lenguas una filosofía simple y poderosa: el que es autor tiene
autoridad» [23].
La palabra autoridad sugiere, por tanto, la de ser causa o principio, aquello
del que se recibe una perfección. Algo puede ser principio en uno de dos
sentidos, en cuanto hay dos modalidades de perfección: «o
en cuanto le comunica el ser y las cualidades adecuadas a su naturaleza; o en
cuanto le conduce a su fin».
La autoridad es principio: «en este segundo sentido, es decir, in gubernando,
aunque a veces incluya el primero, llamado in essendo en cuanto
fundamento de aquel»
Al que tiene autoridad, por
tanto, le: «compete la obligación de conducir a sus
súbditos a un fin» [24].
Como esta conducción o gobierno a un fin o bien requiere cierta excelencia y
poder sobre los que guía, «la noción de autoridad
implica en sí, en primer lugar, la idea de excelencia, en segundo lugar, la
idea de virtus, de poder».
Por otra parte, debe tenerse
en cuenta que: «De dos maneras el bien puede ser
fin para un agente: en cuanto tiende a adquirirlo y en este sentido dice
Aristóteles, al principio de su Ética, que “bien es lo que todas las
cosas apetecen” ( Ética, I, c. 1.); y en cuanto tiende a comunicarlo, y
éste es el sentido de la expresión de Dionisio que “el bien es lo difusivo de
sí” (Los nombres divinos, IV, 1). En el primer aspecto, todo ser busca,
apetece, el bien que está privado, el bien que su naturaleza postula; en el
segundo, todo ser, en tanto que es perfecto, tiende a comunicar a otros su
propia perfección».
En la autoridad, puede darse,
por consiguiente, una doble manera de sometimiento. Hay una «subordinación por dominio», en la que el superior
«busca su bien propio»; y una «subordinación por autoridad», en la que «busca el bien del súbdito». Se descubre así el: «carácter distintivo de la verdadera autoridad: el buscar
el bien de los subordinados» [25].
387. ––¿Qué consecuencias tiene el no buscar el bien
de los subordinados?
––Si con el gobierno de quien
posee la autoridad no se busca el bien común, sino su propio bien particular,
afirma Santo Tomás que se cae en la tiranía. Este régimen es injusto, porque «despreciando el bien de la sociedad, tiene al bien
privado del dirigente» [26].
Entre los regímenes injustos «el peor es la
tiranía» [27],
porque: «la fuerza de quien preside injustamente
tiende hacia el mal de la multitud, cuando convierte el bien común de la sociedad
solamente en beneficio del mismo» [28].
De la tiranía se derivan
muchos males, porque: «cuando el tirano
despreciando el bien común busca el suyo, es lógico que oprima a sus súbditos
de mil maneras, pues se deja llevar por muchas pasiones para adquirir algunos
bienes» [29].
Además, de las acciones de los tiranos: «resulta
que, como mientras gobiernan, quienes deberían inducir a sus súbditos a la
virtud, miran con malos ojos la virtud de sus súbditos y la entorpecen cuando
pueden, en su régimen se encuentran pocas personas virtuosas».
Respecto a las crueldades de
los tiranos, advierte Santo Tomás que: «esto no
debe extrañar, porque el hombre que gobierna según su capricho, al margen de la
razón, no se diferencia de la bestia en nada (…) y no sólo los hombres se
esconden tanto de los tiranos como de los animales salvajes, sino que estar
sujeto a un tirano equivale a ser presa de una bestia voraz»
[30].
388. ––Según la explicación tomista del concepto de
autoridad: «las personas constituidas en dignidad tienen de una parte, un
estado de mayor excelencia; de otra, el poder de gobernar a los súbditos»[31].
¿Cuál es la naturaleza de este poder?
––Para explicar lo que es el
poder, que incluye la autoridad, nota Bofill que: «La
autoridad es un poder; pero no todo poder es autoridad; la autoridad es un
poder moral, y puesto que es un poder de gobernar, es decir, de conducir a un
ser a su fin, su sujeto, su depositario, ha de ser inteligente; ha de conocer,
en efecto, la razón de fin, la conducencia de los medios a él, ha de ser capaz
de establecer las necesarias relaciones de dependencia de éstos con respecto a
aquél; ha de ser capaz, en una palabra, de “legislar”»
[32].
Por consiguiente, por una
parte: «no se puede decir (…) de un agente natural
que tiene autoridad». En cambio: «puede
decirse que tiene poder». Por otra, si la autoridad supone el entender
la relación entre los medios y el fin o bien, su sujeto debe ser racional.
Asimismo, advierte Bofill que:
«si la relación de autoridad tiene por sujeto a una
persona, tiene también a una persona como término. Así, sobre una cosa no se
tienen autoridad, sino dominio; propiamente, no puede decirse que se tenga
autoridad sobre un esclavo. Y la razón de esto es que la autoridad mira al
bien, al fin del súbdito, y ninguna cosa, ni un esclavo, como tal, tiene un fin
propio, tiene un fin en sí mismo, sino que son para una persona. Sólo una
persona puede tener un fin propio y por lo tanto, sólo una persona puede ser
mandada por autoridad»
La autoridad poseída por una
persona y dirigida a otras personas subordinadas es un poder moral y «este poder incluye, al mismo tiempo, un poder jurídico;
incluye la capacidad de hacerse obedecer por coacción. Cuando la autoridad está
acompañada de poder coactivo entonces alcanza su sentido plenario».
La autoridad posee el poder
moral y el poder de gobierno. Sin embargo, al igual que: «no todo poder es autoridad», tal como ocurre en
los agentes naturales, observa Bofill que «tampoco toda
autoridad es un poder», en el sentido segundo de poder, el de gobierno. «Hay una autoridad puramente moral, que no incluye en sí
ningún derecho a la obediencia; es la autoridad científica, por ejemplo, es la
autoridad de un maestro».
A la autoridad moral por «la excelencia de su estado (…) le debemos honor». A
la autoridad en sentido pleno, además del honor «le
debemos obediencia» [33].
Sobre ésta última, precisa Bofill que: «A esta
obligación de obedecer es correlativo, en el súbdito mismo, el derecho de ser
gobernado, es decir, conducido a su bien; bien más o menos íntimo, más o menos
personal o común (trascendente, en sus relaciones con Dios y con la Iglesia;
social, en sus relaciones con la autoridad política, intermedio en la sociedad
familiar)» [34].
389. ––Jaime Bofill indica que: «se ha definido a la
persona diciendo que es “un ente capaz de ser un fin en sí mismo”»[35].
Por ser «lo más perfecto que hay en toda la naturaleza»[36],
la persona en su misma individualidad nunca puede ser un medio para otras. ¿Cómo,
sin perder esta máxima dignidad, la persona puede estar sometido a una
autoridad?
––Aunque se afirma que la
persona sea un fin y que, por ello, todo está al servicio de la persona, matiza
Bofill que: «esto no quiere decir que sea un fin
absoluto, o último» [37].
Esta puntualización permite descubrir tres características esenciales de la
persona relacionadas con la subordinación.
La primera es que la persona: «está subordinada a la autoridad de su Autor, que es el
único que puede inmutar su voluntad, inclinándola “desde su interior” a su
fin». La segunda es su autonomía frente a las criaturas. La
subordinación a Dios: «no es destrucción, sino
cimiento de su independencia, ya que es persona precisamente porque es
semejante con él. Esta independencia respecto a todo otro ser significa que el
fin de una persona no está subordinado a ninguna otra criatura». Por
último otro carácter, relacionado con la independencia: «es la intimidad de la persona; ningún otro ser, fuera de Dios, puede
mover su voluntad ni conocer los secretos de su corazón».
Esta última característica
personal manifiesta que: «la personalidad sigue
necesariamente a la racionalidad; que el ser persona se manifiesta en forma de
conocimiento intelectual y de voluntad libre». También, junto con la
característica anterior, que la persona «es un
sujeto capaz de derechos y obligaciones».
Esta suprema dignidad de la
persona no es incompatible con cierta subordinación, porque hay varios modos de
subordinación. «En primer lugar, la subordinación
por violencia. Esta subordinación recoge todos aquellos casos en que, por un
medio coactivo cualquiera, una persona constituye a otra en medio para sí. Es
el caso de la tiranía en el orden político, o de la esclavitud en el orden
social» [38].
De la subordinación por
violencia, puede decirse que «los hombres sienten
una aversión natural hacia ella» [39].
Es una subordinación que: «repugna, en efecto,
intrínsecamente, a la dignidad personal. Tanto es así, que el estado de
esclavitud, status servitutis, implica, de sí, la privación de todo
derecho: el esclavo no es persona, es “cosa”» [40].
La segunda subordinación es
libre. «Hay subordinación voluntaria, libre, por
iniciativa propia, que tiene lugar en el contrato. Es la cesión de derechos o
bienes de una persona a otra, ordenadamente, en cuanto esto reporta al cedente
un bien superior».
Esta condición es esencial,
porque: «por la fuerza de un contrato, puedo exigir
la subordinación de otra persona a mi propio bien, Pero es que en este caso,
para el otro contratante, constituirse parcialmente en medio para mí es, al
mismo tiempo, un bien para él».
390. ––¿Qué bienes, en la relación interpersonal,
pueden ser objeto de contrato?
––Explica asimismo Bofill,
que: «Puesto que el hombre, aun siendo un fin para
sí, no es, sin embargo, su último fin, ni el último fin, ni nada que
directamente a él se refiera, puede ser sometido al fin de otra criatura».
De estos fines o bienes
enumera los siguientes: «Puede ser objeto de
contrato el propio cuerpo, en orden a la reproducción de la especie, en el
contrato matrimonial. Puede serlo la libertad, dando a la palabra contrato un
sentido un poco inexacto, en el voto de obediencia. Pueden serlo nuestras
actividades intelectuales o corporales, en el contrato de prestación de
servicios. Pueden serlo nuestros bienes. Etc.».
391. ––¿Se da otro tipo de subordinación?
––Hay la subordinación por
autoridad, que permite que la persona pueda someterse a la autoridad y a su
poder, porque: «No es una subordinación por
violencia, como no lo es por libre iniciativa propia: es una subordinación por
naturaleza. Se distingue de las dos anteriores en que no mira el bien de la
persona superior, sino el de la inferior. Se asemeja al contrato en que es una
subordinación por obligación: se asemeja a la primera en que está dotada de
poder coactivo» [41].
Sobre la subordinación por
autoridad, hace tres importantes observaciones. Una, que: «es posible una subordinación para el bien del
subordinado: o bien buscando su bien particular o buscando el bien común de la
sociedad de que forma parte». Otra, que: «fácilmente,
se puede mostrar que no sólo toda subordinación sino el simple hecho de poseer
implica una indigencia. Lo implica incluso, en cierto sentido, la posesión de
sí mismo» [42].
Finalmente, que: «Por esto, la última perfección de
la criatura racional, y con ella la de todo el universo, consiste, en
definitiva, en su entrega absoluta a Dios: en no pertenecerse. Por esto, Dios
no quiere, no puede querer nada en beneficio propio, y no busca, en sus obras,
otra cosa que comunicarse, que entregarse. Dios es, según frase de Santo Tomás
“máximamente generoso”» [43].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 31.
[13] Ibíd., «El
premio de la virtud se halla impreso en la mente de todos los racionales y
consiste en la felicidad» (ÍDEM, Sobre el gobierno de los príncipes, I,
c. 8).
[16] JOSEP TORRAS I
BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs
d’Aquino, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona,
Editorial Ibérica, 1913-1915, , Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol.
VII, pp. 391-466, p. 401.
[17] C.S. LEWIS,
Cartas del diablo a su sobrino (Trad. Miguel Marías), Madrid, Rialp. 1988,
7ª ed., Pref., p. 18.
[23] Jaime Bofill, Autoridad,
jerarquía, individuo, en ÍDEM, Obra filosófica, Barcelona, Ariel,
1967, pp. 11-23, p. 11.
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