lunes, 2 de julio de 2018

XXXVI. EL AFÁN DE PODER


380. ––El Aquinate dedica un capítulo de la tercera parte de la Suma contra los gentiles para probar que «la felicidad no consiste en el poder mundano»[1]. ¿La razones son las mismas que las aducidas para demostrar que las riquezas no pueden ser el fin último?
––En la encíclica Solicitudo rei socialis, del papa Juan Pablo II, se indica que en el mundo existen «estructuras de pecado», que «se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres» [2].
Se precisa también que: «entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina y al bien del prójimo dos parecen ser las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad».
El ansia de riquezas y de poder se toman, por ello, como la felicidad suprema o fin último. Se explica así que a estas aspiraciones: «podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: “a cualquier precio”». Además: «ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran —en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra» [3].
Por esta unidad del deseo de estas dos clases de bienes exteriores al hombre, es lógico que las razones para mostrar que no son sus bienes supremos sean las mismas, aunque por tener objetos distintos, no todas coinciden. Santo Tomás, en este nuevo capítulo dedicado al poder, presenta cinco argumentos, tres de los cuales son semejantes a los utilizados en el capítulo anterior dedicado a las riquezas.
381. ––¿Cuáles son los tres argumentos similares a los que demostraban que la obtención y posesión del dinero y de las riquezas no son la finalidad última del hombre?
––El primero incluye las razones dadas en los dos últimos, que acababa de presentar, en el capítulo anterior, para probar que las riquezas no son el sumo bien. Afirma que: «Es asimismo imposible que el sumo bien del hombre esté en el poder mundano, ya que en su obtención interviene en gran manera el azar; además, es mudable y no depende de la voluntad humana, y con frecuencia está en manos de los malos. Todo lo cual, como consta por lo dicho, se opone al concepto de sumo bien».
En el segundo, prueba su tesis de manera parecida al cuarto referido en el capítulo sobre las riquezas. Argumenta: «Lamamos principalmente bueno al hombre que ha alcanzado el sumo bien. Mas por el hecho de ser poderoso no se le considera ni bueno ni malo, ya que ni es bueno quien puede hacer el bien ni malo quien puede hacer el mal. Luego el sumo bien del hombre no consiste en ser poderoso».
El otro argumento, que ofrece en cuarto lugar, también se basa en el bien y el mal moral. Su exposición es la siguiente: «No puede ser el sumo bien algo de que podemos usar bien y mal, pues es mejor lo que no podemos usar para mal. Sin embargo, del poder podemos usar bien y mal, puesto que ”la razón puede actuar para fines opuestos”. Luego el poder humano no es el sumo bien del hombre» [4].
Esta prueba la utilizó después Santo Tomás en el tratado de la bienaventuranza de la Suma teológica. En el artículo sobre el poder, escribe: «Es imposible que la bienaventuranza consista en el poder (…) porque el poder vale indistintamente para el bien y para el mal; en cambio, la bienaventuranza es el bien propio y perfecto del hombre» [5].
382. ––¿Cuáles son los otros dos argumentos restantes sobre la imposibilidad que en el poder esté la suma felicidad?
––El primer argumento se basa en que el poder requiere de otros sobre los que se ejerce. De manera que, como se dice en el mismo: «Todo poder dice relación a otra cosa. Pero el sumo bien no importa relación alguna. Por lo tanto, el poder no es el sumo bien del hombre».
En el segundo, se parte del examen del poder en sí mismo. La demostración es la siguiente: «Si algún poder fuera el sumo bien, debería ser perfectísimo. Sin embargo, el poder humano es imperfectísimo, puesto que se funda en la voluntad y opinión de los hombres, que son sumamente inconstantes. Además, cuanto mayor se considera un poder, tanto de más cosas depende; y esto es un signo de su propia flaqueza, porque lo que depende de muchos puede deshacerse de muchas maneras. Por lo tanto, el sumo bien del hombre no está en el poder mundano» [6].
A este argumento, se le podría replicar con esta objeción, que se encuentra en el artículo paralelo de la Suma teológica: «La bienaventuranza es un bien perfecto. Pero lo más perfecto es que el hombre pueda gobernar también a los demás, y esto es propio de los que están investidos de poder. Luego la bienaventuranza consiste en el poder» [7].
Santo Tomas responde así a la misma: «Del mismo modo que lo mejor es que alguien desempeñe bien el poder en el gobierno de muchos, lo peor es que lo desempeñe mal. Es que el poder vale lo mismo para el bien que para el mal» [8].
También, en este artículo de la Suma teológica, presenta este segundo argumento de la Suma contra los gentiles de este modo: «La bienaventuranza es un bien perfecto. Pero el poder es muy imperfecto, porque, como dice Boecio: “El poder humano no es capaz de impedir el peso de las preocupaciones, ni de esquivar el aguijón de la inquietud”. Y añade: “¿Llamarás poderoso a quien se rodea de una escolta y teme más a la misma que es temido?” (La consolación de la filosofía, III, 17). Por tanto, la bienaventuranza no consiste en el poder» [9].
En el cuerpo del artículo, además, ofrece otro argumento, igualmente basado en la naturaleza del poder. Lo formula de este manera tan breve: «es imposible que la suprema felicidad consista en el poder, porque este tiene condición de principio, como dice Aristóteles (Metafísica IV, 12, 1) y la beatitud tiene carácter de fin último» [10].
Con todos estos argumentos el Aquinate puede concluir: «Así, pues, la felicidad humana no consiste en ningún bien exterior, porque los bienes exteriores, que se llaman “bienes de fortuna”, están contenidos bajo los bienes mencionados» [11].
383. ––¿Hay también semejanzas entre todos los argumentos expuestos en este y los anteriores capítulos, dedicados a mostrar que la felicidad suprema no puede estar en los bienes externos, como los honores, la fama, las riquezas y el poder?
––Después de ofrecer los dos argumentos sobre el poder y la felicidad, en el texto de la Suma teológica, indica Santo Tomás las semejanzas entre todas las pruebas, al añadir: «Pueden aducirse, finalmente, cuatro razones generales para probar que la bienaventuranza no puede consistir en ninguno de los bienes externos de los que venimos hablando». Tres de ellas son una consecuencia de lo que es la felicidad y la otra de la tendencia del hombre a ella.
La primera razón general, que indica Santo Tomás es que: «por ser la bienaventuranza el bien sumo del hombre, no es compatible con algún mal; y todos esos bienes los encontramos tanto en los buenos como en los malos».
La segunda también se refiere a la naturaleza de la suma felicidad. Su contenido es el siguiente: «por ser propio de la bienaventuranza el ser suficiente por sí misma, como demuestra Aristóteles (Ética, I, 7, 6) es de rigor que, una vez alcanzada, no le falte al hombre ningún bien necesario. Pero, después de lograr cada uno de esos bienes, pueden faltarle al hombre otros muchos necesarios, como la sabiduría, la salud del cuerpo, etc.».
Lo que da la felicidad suprema no sólo no comporta ningún mal, sino que tampoco puede hacer mal alguno. Por ello: «la tercera es que la bienaventuranza no puede ocasionar a nadie ningún mal, porque es un bien perfecto; pero esto no sucede con los bienes citados, pues como se dice en la Escritura a veces las riquezas se guardan “para el mal de su dueño” (Ecle 5,12, y lo mismo ocurre con los otros tres», los honores, la gloria o la fama y el poder.
Por último: «La cuarta es que el hombre se ordena a la bienaventuranza por principios internos, pues se ordena a ella por naturaleza; pero esos cuatro proceden de causas externas y, con frecuencia, de la fortuna, de ahí que se les llame también bienes de fortuna. Por tanto, de ningún modo puede consistir la bienaventuranza en ellos» [12].
384, ––Todos los argumentos sobre el poder y la felicidad última, prueban que no se pueden identificar ambas. Si la felicidad es un bien, ¿el poder, por consiguiente, es un mal?
––Después de presentar los dos argumentos en el artículo citado de la Suma teológica, añade Santo Tomás: «En consecuencia, puede haber algo de bienaventuranza en el ejercicio del poder, más propiamente que en el poder mismo, si se desempeña virtuosamente» [13].
Podría incluso decirse que «los hombres constituidos en poder se parecen más a Dios por la semejanza del poder» [14]. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «El poder divino se identifica con su bondad y, por eso, no puede ejercerse mal. Pero esto no ocurre en los hombres», que, como se ha dicho pueden emplearlo para mal. «De ahí que no baste para la bienaventuranza del hombre el asemejarse a Dios en el poder si no se asemeja también en la bondad» [15].
385. [H1] ––¿Cómo se explica que el hombre ejerza el poder viciosamente?
––El tomista José Torras y Bages al explicar y comentar la doctrina de las virtudes y de los vicios, considera que el afán de poder tiene su origen en la vanidad o afán desordenado de alabanza de la propia excelencia, manifestación de la soberbia o amor también desordenado a la excelencia propia. Escribe que: «La vanidad se reviste de variadísimas formas, todas cuantas son las apariencias que la cortedad del hombre admira y en la que su concupiscencia se complace. La frivolidad humana en nada más se manifiesta que en la vanidad, degeneración de la soberbia, que suele ponerse principalmente en las almas pequeñas, en los caracteres poco capaces». En cambio: «los espíritus enérgicos, hasta cuando están extraviados, suelen ir mas a lo profundo de las cosas; sus desenfrenadas concupiscencias tiran más a lo fundamental, a lo substancial, de las realidades mundanas más que a las apariencias de estas mismas cosas».
En estos últimos se da principalmente la ambición de poder. «La ambición supone una fuerte base natural, facultades más poderosas, aspiración a lo grande, según el mundo; es una pasión más personal, más impetuosa porque es más íntima, más avasalladora y tiene por fin y objeto el dominio, la subyugación de los otros, es el desenfreno del yo, que quiere tener bajo si a los demás; el vanidoso quiere vivir en el espíritu de los otros; la ambición quiere que los otros vivan en su espíritu, bajo su dirección, siendo el caudillo de los demás» [16].
A esta manera de dominio o posesión de los demás, medio siglo más tarde, el escritor inglés Clive Staples Lewis le denominaba «canibalismo espiritual» [17]. Explicaba que el intento de dominio es el de «casi de digerir al prójimo; de hacer de toda su vida intelectual y emotiva una mera prolongación de la propia: odiar los odios propios, sentir rencor por los propios agravios y satisfacer el propio egoísmo, además de a través de uno mismo, por medio del prójimo. Por supuesto que sus pequeñas pasiones deben ser suprimidas para hacer sitio a las propias, y si el prójimo se resiste a esta supresión está comportándose de forma muy egoísta» [18].
Desde este afán de dominio, el otro es «ante todo, un alimento» y el fin es «absorber su volun­tad» en la propia y así conseguir «el aumento a su expensa» de la «propia área de personalidad» [19].La acción del dominador supone una concepción metafísica que: «descansa en la admisión del axioma de que una cosa no es otra cosa y, en especial, de que un ser no es otro ser. Mi bien es mi bien, y tu bien es el tuyo. Lo que gana uno, otro lo pierde. Hasta un objeto inanimado es lo que es excluyendo a todos los demás objetos del espacio que ocupa; si se expande, lo hace apartando a otros objetos, o absorbiéndolos. Un ser hace lo mismo. Con los animales, la absorción adopta la forma de comer; para nosotros (los racionales), representa la succión de la voluntad y la libertad de un ser más débil por uno más fuerte. «Ser» significa «ser compitiendo» [20].
Esta filosofía no sólo es egocéntrica y agresiva, sino también falsa, porque las cosas son «partes» que «se ven obligadas a cooperar». y la espirituales pueden participar en el bien, sin quitar nada de la parte o totalidad que tienen los otros. Existe el amor que hace posible el reconocimiento que: «las cosas han de ser muchas, pero también de algún modo sólo una» [21]. El amor, que no es posesivo, hace posible, la unión sin la eliminación de las diferencias y con el respeto siempre de la libertad.
Sin embargo, nota Lewis que por esta actitud, hay un sector de la sociedad: «sostenida enteramente por el miedo y la avaricia. En la superficie, los modales de sus habitantes son normalmente amables; la grosería para con los superiores de uno sería, evidentemente, suicida, y la grosería para con los iguales podría ponerles en guardia antes de que uno estuviese preparado para adelantárseles. Y es que, por supuesto, el principio rector de toda la organización es que “el perro se come al perro”. Todos desean el descrédito, la degradación y la ruina de los demás; todos son expertos en el arte del informe confidencial, la alianza fingida, la puñalada a traición. Por encima de todo eso, sus buenos modales, sus expresiones de grave respeto, sus “homenajes” a los invaluables servicios prestados por los demás constituyen una tenue certe­za que de vez en cuando se agrieta, y hace erupción la lava ardiente de su odio mutuo» [22].
386. ––¿Cómo debe ser el ejercicio del poder para que sea virtuoso?
––El filósofo tomista Jaime Bofill, discípulo de Ramón Orlandis, expuso la explicación de Santo Tomás del buen uso del poder desde el concepto de autoridad. Notaba respecto a su significado usual que: «La palabra “autoridad” se usa en varios sentidos; así decimos de una persona que es una autoridad en una ciencia; otras veces usamos la palabra autoridad como el poder de obligar a la voluntad libre, o también par designar a la persona dotada de este poder (el padre, el gobernante)». La autoridad queda relacionada con poder
En cuanto a su definición etimológica: «La palabra “autoridad” (auctoritas) está en relación con la palabra “autor” (auctor); hay, en efecto, al fondo de las lenguas una filosofía simple y poderosa: el que es autor tiene autoridad» [23]. La palabra autoridad sugiere, por tanto, la de ser causa o principio, aquello del que se recibe una perfección. Algo puede ser principio en uno de dos sentidos, en cuanto hay dos modalidades de perfección: «o en cuanto le comunica el ser y las cualidades adecuadas a su naturaleza; o en cuanto le conduce a su fin».
La autoridad es principio: «en este segundo sentido, es decir, in gubernando, aunque a veces incluya el primero, llamado in essendo en cuanto fundamento de aquel»
Al que tiene autoridad, por tanto, le: «compete la obligación de conducir a sus súbditos a un fin» [24]. Como esta conducción o gobierno a un fin o bien requiere cierta excelencia y poder sobre los que guía, «la noción de autoridad implica en sí, en primer lugar, la idea de excelencia, en segundo lugar, la idea de virtus, de poder».
Por otra parte, debe tenerse en cuenta que: «De dos maneras el bien puede ser fin para un agente: en cuanto tiende a adquirirlo y en este sentido dice Aristóteles, al principio de su Ética, que “bien es lo que todas las cosas apetecen” ( Ética, I, c. 1.); y en cuanto tiende a comunicarlo, y éste es el sentido de la expresión de Dionisio que “el bien es lo difusivo de sí” (Los nombres divinos, IV, 1). En el primer aspecto, todo ser busca, apetece, el bien que está privado, el bien que su naturaleza postula; en el segundo, todo ser, en tanto que es perfecto, tiende a comunicar a otros su propia perfección».
En la autoridad, puede darse, por consiguiente, una doble manera de sometimiento. Hay una «subordinación por dominio», en la que el superior «busca su bien propio»; y una «subordinación por autoridad», en la que «busca el bien del súbdito». Se descubre así el: «carácter distintivo de la verdadera autoridad: el buscar el bien de los subordinados» [25].
387. ––¿Qué consecuencias tiene el no buscar el bien de los subordinados?
––Si con el gobierno de quien posee la autoridad no se busca el bien común, sino su propio bien particular, afirma Santo Tomás que se cae en la tiranía. Este régimen es injusto, porque «despreciando el bien de la sociedad, tiene al bien privado del dirigente» [26]. Entre los regímenes injustos «el peor es la tiranía» [27], porque: «la fuerza de quien preside injustamente tiende hacia el mal de la multitud, cuando convierte el bien común de la sociedad solamente en beneficio del mismo» [28].
De la tiranía se derivan muchos males, porque: «cuando el tirano despreciando el bien común busca el suyo, es lógico que oprima a sus súbditos de mil maneras, pues se deja llevar por muchas pasiones para adquirir algunos bienes» [29]. Además, de las acciones de los tiranos: «resulta que, como mientras gobiernan, quienes deberían inducir a sus súbditos a la virtud, miran con malos ojos la virtud de sus súbditos y la entorpecen cuando pueden, en su régimen se encuentran pocas personas virtuosas».
Respecto a las crueldades de los tiranos, advierte Santo Tomás que: «esto no debe extrañar, porque el hombre que gobierna según su capricho, al margen de la razón, no se diferencia de la bestia en nada (…) y no sólo los hombres se esconden tanto de los tiranos como de los animales salvajes, sino que estar sujeto a un tirano equivale a ser presa de una bestia voraz» [30].
388. ––Según la explicación tomista del concepto de autoridad: «las personas constituidas en dignidad tienen de una parte, un estado de mayor excelencia; de otra, el poder de gobernar a los súbditos»[31]. ¿Cuál es la naturaleza de este poder?
––Para explicar lo que es el poder, que incluye la autoridad, nota Bofill que: «La autoridad es un poder; pero no todo poder es autoridad; la autoridad es un poder moral, y puesto que es un poder de gobernar, es decir, de conducir a un ser a su fin, su sujeto, su depositario, ha de ser inteligente; ha de conocer, en efecto, la razón de fin, la conducencia de los medios a él, ha de ser capaz de establecer las necesarias relaciones de dependencia de éstos con respecto a aquél; ha de ser capaz, en una palabra, de “legislar”» [32].
Por consiguiente, por una parte: «no se puede decir (…) de un agente natural que tiene autoridad». En cambio: «puede decirse que tiene poder». Por otra, si la autoridad supone el entender la relación entre los medios y el fin o bien, su sujeto debe ser racional.
Asimismo, advierte Bofill que: «si la relación de autoridad tiene por sujeto a una persona, tiene también a una persona como término. Así, sobre una cosa no se tienen autoridad, sino dominio; propiamente, no puede decirse que se tenga autoridad sobre un esclavo. Y la razón de esto es que la autoridad mira al bien, al fin del súbdito, y ninguna cosa, ni un esclavo, como tal, tiene un fin propio, tiene un fin en sí mismo, sino que son para una persona. Sólo una persona puede tener un fin propio y por lo tanto, sólo una persona puede ser mandada por autoridad»
La autoridad poseída por una persona y dirigida a otras personas subordinadas es un poder moral y «este poder incluye, al mismo tiempo, un poder jurídico; incluye la capacidad de hacerse obedecer por coacción. Cuando la autoridad está acompañada de poder coactivo entonces alcanza su sentido plenario».
La autoridad posee el poder moral y el poder de gobierno. Sin embargo, al igual que: «no todo poder es autoridad», tal como ocurre en los agentes naturales, observa Bofill que «tampoco toda autoridad es un poder», en el sentido segundo de poder, el de gobierno. «Hay una autoridad puramente moral, que no incluye en sí ningún derecho a la obediencia; es la autoridad científica, por ejemplo, es la autoridad de un maestro».
A la autoridad moral por «la excelencia de su estado (…) le debemos honor». A la autoridad en sentido pleno, además del honor «le debemos obediencia» [33]. Sobre ésta última, precisa Bofill que: «A esta obligación de obedecer es correlativo, en el súbdito mismo, el derecho de ser gobernado, es decir, conducido a su bien; bien más o menos íntimo, más o menos personal o común (trascendente, en sus relaciones con Dios y con la Iglesia; social, en sus relaciones con la autoridad política, intermedio en la sociedad familiar)» [34].
389. ––Jaime Bofill indica que: «se ha definido a la persona diciendo que es “un ente capaz de ser un fin en sí mismo”»[35]. Por ser «lo más perfecto que hay en toda la naturaleza»[36], la persona en su misma individualidad nunca puede ser un medio para otras. ¿Cómo, sin perder esta máxima dignidad, la persona puede estar sometido a una autoridad?
––Aunque se afirma que la persona sea un fin y que, por ello, todo está al servicio de la persona, matiza Bofill que: «esto no quiere decir que sea un fin absoluto, o último» [37]. Esta puntualización permite descubrir tres características esenciales de la persona relacionadas con la subordinación.
La primera es que la persona: «está subordinada a la autoridad de su Autor, que es el único que puede inmutar su voluntad, inclinándola “desde su interior” a su fin». La segunda es su autonomía frente a las criaturas. La subordinación a Dios: «no es destrucción, sino cimiento de su independencia, ya que es persona precisamente porque es semejante con él. Esta independencia respecto a todo otro ser significa que el fin de una persona no está subordinado a ninguna otra criatura». Por último otro carácter, relacionado con la independencia: «es la intimidad de la persona; ningún otro ser, fuera de Dios, puede mover su voluntad ni conocer los secretos de su corazón».
Esta última característica personal manifiesta que: «la personalidad sigue necesariamente a la racionalidad; que el ser persona se manifiesta en forma de conocimiento intelectual y de voluntad libre». También, junto con la característica anterior, que la persona «es un sujeto capaz de derechos y obligaciones».
Esta suprema dignidad de la persona no es incompatible con cierta subordinación, porque hay varios modos de subordinación. «En primer lugar, la subordinación por violencia. Esta subordinación recoge todos aquellos casos en que, por un medio coactivo cualquiera, una persona constituye a otra en medio para sí. Es el caso de la tiranía en el orden político, o de la esclavitud en el orden social» [38].
De la subordinación por violencia, puede decirse que «los hombres sienten una aversión natural hacia ella» [39]. Es una subordinación que: «repugna, en efecto, intrínsecamente, a la dignidad personal. Tanto es así, que el estado de esclavitud, status servitutis, implica, de sí, la privación de todo derecho: el esclavo no es persona, es “cosa”» [40].
La segunda subordinación es libre. «Hay subordinación voluntaria, libre, por iniciativa propia, que tiene lugar en el contrato. Es la cesión de derechos o bienes de una persona a otra, ordenadamente, en cuanto esto reporta al cedente un bien superior».
Esta condición es esencial, porque: «por la fuerza de un contrato, puedo exigir la subordinación de otra persona a mi propio bien, Pero es que en este caso, para el otro contratante, constituirse parcialmente en medio para mí es, al mismo tiempo, un bien para él».
390. ––¿Qué bienes, en la relación interpersonal, pueden ser objeto de contrato?
––Explica asimismo Bofill, que: «Puesto que el hombre, aun siendo un fin para sí, no es, sin embargo, su último fin, ni el último fin, ni nada que directamente a él se refiera, puede ser sometido al fin de otra criatura».
De estos fines o bienes enumera los siguientes: «Puede ser objeto de contrato el propio cuerpo, en orden a la reproducción de la especie, en el contrato matrimonial. Puede serlo la libertad, dando a la palabra contrato un sentido un poco inexacto, en el voto de obediencia. Pueden serlo nuestras actividades intelectuales o corporales, en el contrato de prestación de servicios. Pueden serlo nuestros bienes. Etc.».
391. ––¿Se da otro tipo de subordinación?
––Hay la subordinación por autoridad, que permite que la persona pueda someterse a la autoridad y a su poder, porque: «No es una subordinación por violencia, como no lo es por libre iniciativa propia: es una subordinación por naturaleza. Se distingue de las dos anteriores en que no mira el bien de la persona superior, sino el de la inferior. Se asemeja al contrato en que es una subordinación por obligación: se asemeja a la primera en que está dotada de poder coactivo» [41].
Sobre la subordinación por autoridad, hace tres importantes observaciones. Una, que: «es posible una subordinación para el bien del subordinado: o bien buscando su bien particular o buscando el bien común de la sociedad de que forma parte». Otra, que: «fácilmente, se puede mostrar que no sólo toda subordinación sino el simple hecho de poseer implica una indigencia. Lo implica incluso, en cierto sentido, la posesión de sí mismo» [42]. Finalmente, que: «Por esto, la última perfección de la criatura racional, y con ella la de todo el universo, consiste, en definitiva, en su entrega absoluta a Dios: en no pertenecerse. Por esto, Dios no quiere, no puede querer nada en beneficio propio, y no busca, en sus obras, otra cosa que comunicarse, que entregarse. Dios es, según frase de Santo Tomás “máximamente generoso”» [43].
Eudaldo Forment

[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 31.
[2] Juan Pablo II, Carta encíclica Solicitudo rei socialis (1987), V, 36.
[3] Ibíd., V, 37.
[4] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 31.
[5] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 4, in c.
[6] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 31.
[7] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 4, ob. 2.
[8] Ibíd., I-II, q. 2, a. 4, ad. 2.
[9] Ibíd., I-II, q. 2, a. 4, sed c.
[10] Ibíd., I-II, . q. 2, a. 4, in c.
[11] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 31.
[12] Ibíd., ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 4, in c.
[13] Ibíd., «El premio de la virtud se halla impreso en la mente de todos los racionales y consiste en la felicidad» (ÍDEM, Sobre el gobierno de los príncipes, I, c. 8).
[14] Ibíd., I-II, q. 2, a. 4, ob. 1.
[15] Ibíd., I-II, q. 2, a. 4, ad 1.
[16] JOSEP TORRAS I BAGES, La formació del caràcter. Comentari familiar de Sant Tomàs d’Aquino, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, , Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp. 391-466, p. 401.
[17] C.S. LEWIS, Cartas del diablo a su sobrino (Trad. Miguel Marías), Madrid, Rialp. 1988, 7ª ed., Pref., p. 18.
[18] Ibíd., Pref., p. 16.
[19] Ibíd., VIII, p. 49.
[20] Ibíd., XVIII, pp. 85-86.
[21] Ibíd., XVIII, p. 86.
[22] Ibíd., Pref.., pp. 15-16.
[23] Jaime Bofill, Autoridad, jerarquía, individuo, en ÍDEM, Obra filosófica, Barcelona, Ariel, 1967, pp. 11-23, p. 11.
[24] Ibíd., p. 12.
[25] Ibíd., p. 13.
[26] Santo Tomás, Sobre el gobierno de los príncipes, I, c. 4, n. 755.
[27] Ibíd., I, c. 4, n. 757.
[28] Íbid., I, c. 4, n. 755.
[29] Ibíd., I, c. 4, n. 758.
[30] Íbid., I, c. 4, n. 760.
[31] Jaime Bofill, Autoridad, jerarquía, individuo, op. cit., p.13.
[32] Ibíd., pp. 13-14.
[33] Íbid., p. 14.
[34] Ibíd., p. 15.
[35] Ibíd., p. 18.
[36] Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 29, a. 3, in c.
[37] Jaime Bofill, Autoridad, jerarquía, individuo, op. cit., p. 18
[38] Ibíd., pp. 18-19.
[39] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 4, ad 3.
[40] Ibíd., pp. 19-20.
[41] Ibíd., p. 20.
[42] Ibíd., pp. 20-21.
[43] Ibíd., p. 21.

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