Por aparicionismo, o revelacionismo,
se suele entender la confianza desordenada de algunas almas en las revelaciones
privadas (y más en general en los fenómenos místicos extraordinarios) y la
consiguiente búsqueda irracional de los mismos. No nos referimos, naturalmente,
a las revelaciones de carácter público demostradas por milagros que cuentan con
la aprobación de la Iglesia.
Más allá
del discernimiento para distinguir las revelaciones verdaderas de las falsas,
queremos poner en guardia contra la búsqueda inmoderada de revelaciones como
una especie de atajo místico para ahorrarse el esfuerzo ascético de la razón y
la voluntad, hoy más necesario que nunca al alma para mantenerse fiel a la
Tradición de la Iglesia. Nadie, que sepamos, ha tratado el asunto con más
maestría que San Juan de la Cruz, doctor místico por antonomasia.
En su
escuela se saborea una doctrina solidísima que no hace concesiones a vanos
sentimentalismos y que, por el contrario, centra la vía espiritual en la vida
teologal, de la cual sólo puede brotar la santidad.
El gran carmelita dedica un largo capítulo de la Subida al Monte Carmelo (libro
2, cap. 22) a resolver una cuestión dudosa: si después de la venida de Cristo y
la instauración de la ley de la gracia es lícito consultar al Señor por vías
sobrenaturales como se hacía bajo la antigua ley. En el capítulo anterior ya
había dejado sentado que no era voluntad de Dios que las almas deseasen recibir
locuciones, visiones ni nada de maravilloso o extraordinario.
Este modo de obrar (la búsqueda de lo maravilloso) –escribe el místico
doctor–, “ni es buen término ni gusta
Dios de él, antes disgusta; y no sólo eso, mas muchas veces se enoja y ofende
mucho. La razón de esto es porque a ninguna criatura le es lícito salir fuera
de los términos que Dios le tiene naturalmente ordenados para su gobierno. Al
hombre le puso términos naturales y racionales para su gobierno; luego querer
salir de ellos no es lícito, y querer averiguar y alcanzar cosas por vía
sobrenatural, es salir de los términos naturales. Luego es cosa no lícita;
luego Dios no gusta de ello, pues de todo lo ilícito se ofende“.
Prosigue afirmando que es muy peligroso para el alma desear adquirir
conocimiento por vía sobrenatural: «Yo no veo por dónde el alma que las pretende deje de pecar, por lo
menos venialmente (…) Y quien se lo mandase y consintiese, también. Pero no hay
necesidad de nada de eso». Y explica por qué: «Pues hay razón natural, y la ley y la doctrina evangélica, por
donde muy bastantemente se pueden regir, y no hay dificultad ni necesidad que
no se pueda desatar ni remediar por estos medios muy a gusto de Dios y provecho
de las almas. Y tanto nos habemos de aprovechar de la razón y doctrina
evangélica que aunque, ahora queriendo nosotros, ahora no queriendo, se nos
dijesen algunas cosas sobrenaturalmente, sólo habemos de recibir aquello que
cae en mucha razón y ley evangélica. Y entonces recibirlo, no porque es
revelación, sino porque es razón, dejando aparte todo sentido de revelación
[privada]. Y aun entonces conviene mirar y examinar aquella razón mucho más que
si no hubiese revelación sobre ella; por cuanto el demonio dice muchas cosas
verdaderas y por venir y conformes a razón, para engañar.»
Y concluye con estas palabras: «Sólo digo que es cosa peligrosísima, más que sabré decir, querer
tratar con Dios por tales vías, y que no dejará de errar mucho y hallarse
muchas veces confuso el que fuere aficionado a tales modos. Esto más que nada
por las trampas que puede tender –y ciertamente tiende– a esas almas tan
desordenadamente inclinadas a lo maravilloso». «Y puede el demonio [ser
sutilísimo] en el injerir mentiras, de lo cual no se pueden librar si no es
huyendo de todas revelaciones y visiones y locuciones sobrenaturales. Por lo
cual, justamente se enoja Dios con quien las admite, porque ve es temeridad del
tal meterse en tanto peligro y presunción y curiosidad, y ramo de soberbia, y
raíz y fundamento de vanagloria, y desprecio de las cosas de Dios, y principio
de muchos males en que vinieron muchos. Los cuales, tanto vinieron a enojar a
Dios, que de propósito los dejó errar y engañar, y oscurecer el espíritu, y
dejar las vías ordenadas de la vida, dando lugar a sus vanidades y fantasías.»
En vista de esto, en el capítulo siguiente de la Subida al Monte Carmelo (22) San Juan de la Cruz
demuestra por qué es francamente temerario querer consultar a Dios por vía
sobrenatural: «Ya que está fundada la fe en
Cristo y manifiesta la Ley Evangélica en esta era de gracia, no hay para qué
preguntarle de aquella manera, ni para qué Él hable ya ni responda como
entonces. Porque en darnos, como nos dio, a su Hijo, que en una Palabra suya
que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y
no tiene más que hablar.»
La temeridad de quien busca comunicaciones divinas por otras vías
procede precisamente de la centralidad y unicidad de Jesús: «El que ahora quisiese preguntar a Dios o
querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría
agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra
alguna cosa o novedad».
Imagina a continuación lo que respondería Dios a un alma tan temeraria: «Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi
Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo Yo ahora responder o revelar que sea más
que eso? Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo dicho todo y
revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides
locuciones y revelaciones en parte; y si pones en Él los ojos, lo hallarás en
todo; porque Él es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi
revelación». (…) Y concluye así: «No hallarás qué pedirme ni qué desear de revelaciones o visiones
de mi parte; míralo tú bien, que así lo hallarás ya hecho y dado todo eso y
mucho más, en Él».
Ahora bien, en el caso de las almas verdaderamente favorecidas con dones
extraordinarios, San Juan de la Cruz recomienda lo siguiente a los directores
espirituales: «Encamínenlas en la fe,
enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, y dándoles
doctrina en cómo han de desnudar el apetito y espíritu de ellas para ir
adelante, y dándoles a entender cómo es más preciosa delante de Dios una obra o
acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones y comunicaciones pueden
tener del cielo, pues éstas ni son mérito ni demérito, y cómo muchas almas no
tienen cosas de esas están sin comparación mucho más adelante que otras que
tienen muchas».
Teniendo esto en cuenta, viene bien tomar algún ejemplo de la
trampa que puede ocultarse en los fenómenos místicos extraordinarios y de lo
difícil que puede resultar el llamado discernimiento
de espíritus, es decir, la verificación de
la autenticidad de dichos fenómenos. En el Libro de su vida, Santa
Teresa de Jesús cuenta el caso de una religiosa, Sor Magdalena de la Cruz,
tristemente célebre entre todas las visionarias de su tiempo, que maravilló a
la España del siglo XVI con prodigios, profecías y respuestas en todo género de
ciencias durante nada menos que treinta y ocho años, engañando a los más
grandes teólogos, obispos y cardenales de su tiempo.
Esta infeliz monja tenía desgraciadamente trato secreto con el demonio,
y aunque al final obtuvo la gracia para enmendarse, fue expulsada del
monasterio y terminó sus días en el olvido. Más significativo es el caso de
Nicole Tavernier que, también en el siglo XVI, en París, tenía fama de
santidad y de obrar milagros, según un biógrafo suyo: «Era capaz de predecir el futuro, y tenía
visiones y revelaciones. Hacía frecuentes ayunos y hablaba constantemente de la
necesidad de hacer penitencia para salir de las circunstancias en que se
encontraba el París de entonces. Anunciaba que si se arrepentían de sus pecados
verían terminarse las calamidades. A raíz de su predicación, la gente se
confesaba y comulgaba. En diversas ciudades francesas incluso se mandó celebrar
procesiones. Ella misma mandó celebrar una en París, a la que asistió el
Parlamento acompañado de la corte y de gran cantidad de ciudadanos. Sólo
consiguió desenmascararla la beata Acarie, que demostró que cuanto se veía en
Nicole Tavernier era obra del demonio, al que no le importaba perder un poco
para ganar mucho».
No es nuestra intención negar la existencia de fenómenos místicos
extraordinarios en la Iglesia, lo cual no se podría hacer sin caer en el
racionalismo o el agnosticismo. Todo lo contrario. Sabemos muy bien que el
Señor Jesús no sólo dejó a su Iglesia una jerarquía institucional, sino también
los carismas de los son propios los mencionados fenómenos. Eso sí, esos
carismas siempre están supeditados y subordinados a ella. «La noción católica de Iglesia –-escribió el P. Calmel– no
excluye las revelaciones privadas, pero exige que no sean ilusiones
privadas, así como que dichas revelaciones se ajusten a la Revelación con
mayúscula». Sin negar que
hay carismas, pero aplicándoles una rigurosa disciplina, la Iglesia siempre ha
colocado por encima de los carismas la vida teologal y la santidad. Los santos
extraordinarios, cuya vida se centraba en la perfección de la caridad en vez de
en lo milagroso, son la más elocuente demostración de dicho principio.
En
tiempos de crisis de fe y de autoridad como los que actualmente vivimos, son
muchas las almas que buscan en el terreno de la mística lo que no les
proporciona la jerarquía: la enseñanza de la verdad objetiva y un camino seguro
al Cielo. Ahora bien, la solución de la crisis no está en fenómenos
extraordinarios, sino en la vida teologal, que se sustenta en los sacramentos
tradicionales, el catecismo y la práctica de las virtudes.
Lanzarse
sin criterio a lo maravilloso entraña, como hemos visto, peligros
inimaginables. El remedio podría ser mucho peor que la enfermedad. En realidad,
si atravesamos una crisis de fe, es más que nada la fe la que tiene que
encontrar la solución a la crisis.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)
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