jueves, 12 de julio de 2018

A PROPÓSITO DEL APARICIONISMO



Por aparicionismo, o revelacionismo, se suele entender la confianza desordenada de algunas almas en las revelaciones privadas (y más en general en los fenómenos místicos extraordinarios) y la consiguiente búsqueda irracional de los mismos. No nos referimos, naturalmente, a las revelaciones de carácter público demostradas por milagros que cuentan con la aprobación de la Iglesia.
Más allá del discernimiento para distinguir las revelaciones verdaderas de las falsas, queremos poner en guardia contra la búsqueda inmoderada de revelaciones como una especie de atajo místico para ahorrarse el esfuerzo ascético de la razón y la voluntad, hoy más necesario que nunca al alma para mantenerse fiel a la Tradición de la Iglesia. Nadie, que sepamos, ha tratado el asunto con más maestría que San Juan de la Cruz, doctor místico por antonomasia.
En su escuela se saborea una doctrina solidísima que no hace concesiones a vanos sentimentalismos y que, por el contrario, centra la vía espiritual en la vida teologal, de la cual sólo puede brotar la santidad.
El gran carmelita dedica un largo capítulo de la Subida al Monte Carmelo (libro 2, cap. 22) a resolver una cuestión dudosa: si después de la venida de Cristo y la instauración de la ley de la gracia es lícito consultar al Señor por vías sobrenaturales como se hacía bajo la antigua ley. En el capítulo anterior ya había dejado sentado que no era voluntad de Dios que las almas deseasen recibir locuciones, visiones ni nada de maravilloso o extraordinario.

Este modo de obrar (la búsqueda de lo maravilloso) –escribe el místico doctor–, ni es buen término ni gusta Dios de él, antes disgusta; y no sólo eso, mas muchas veces se enoja y ofende mucho. La razón de esto es porque a ninguna criatura le es lícito salir fuera de los términos que Dios le tiene naturalmente ordenados para su gobierno. Al hombre le puso términos naturales y racionales para su gobierno; luego querer salir de ellos no es lícito, y querer averiguar y alcanzar cosas por vía sobrenatural, es salir de los términos naturales. Luego es cosa no lícita; luego Dios no gusta de ello, pues de todo lo ilícito se ofende“.

Prosigue afirmando que es muy peligroso para el alma desear adquirir conocimiento por vía sobrenatural: «Yo no veo por dónde el alma que las pretende deje de pecar, por lo menos venialmente (…) Y quien se lo mandase y consintiese, también. Pero no hay necesidad de nada de eso». Y explica por qué: «Pues hay razón natural, y la ley y la doctrina evangélica, por donde muy bastantemente se pueden regir, y no hay dificultad ni necesidad que no se pueda desatar ni remediar por estos medios muy a gusto de Dios y provecho de las almas. Y tanto nos habemos de aprovechar de la razón y doctrina evangélica que aunque, ahora queriendo nosotros, ahora no queriendo, se nos dijesen algunas cosas sobrenaturalmente, sólo habemos de recibir aquello que cae en mucha razón y ley evangélica. Y entonces recibirlo, no porque es revelación, sino porque es razón, dejando aparte todo sentido de revelación [privada]. Y aun entonces conviene mirar y examinar aquella razón mucho más que si no hubiese revelación sobre ella; por cuanto el demonio dice muchas cosas verdaderas y por venir y conformes a razón, para engañar

Y concluye con estas palabras: «Sólo digo que es cosa peligrosísima, más que sabré decir, querer tratar con Dios por tales vías, y que no dejará de errar mucho y hallarse muchas veces confuso el que fuere aficionado a tales modos. Esto más que nada por las trampas que puede tender –y ciertamente tiende– a esas almas tan desordenadamente inclinadas a lo maravilloso». «Y puede el demonio [ser sutilísimo] en el injerir mentiras, de lo cual no se pueden librar si no es huyendo de todas revelaciones y visiones y locuciones sobrenaturales. Por lo cual, justamente se enoja Dios con quien las admite, porque ve es temeridad del tal meterse en tanto peligro y presunción y curiosidad, y ramo de soberbia, y raíz y fundamento de vanagloria, y desprecio de las cosas de Dios, y principio de muchos males en que vinieron muchos. Los cuales, tanto vinieron a enojar a Dios, que de propósito los dejó errar y engañar, y oscurecer el espíritu, y dejar las vías ordenadas de la vida, dando lugar a sus vanidades y fantasías

En vista de esto, en el capítulo siguiente de la Subida al Monte Carmelo (22) San Juan de la Cruz demuestra por qué es francamente temerario querer consultar a Dios por vía sobrenatural: «Ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la Ley Evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aquella manera, ni para qué Él hable ya ni responda como entonces. Porque en darnos, como nos dio, a su Hijo, que en una Palabra suya que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar.»

La temeridad de quien busca comunicaciones divinas por otras vías procede precisamente de la centralidad y unicidad de Jesús: «El que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad».

Imagina a continuación lo que respondería Dios a un alma tan temeraria: «Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo Yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte; y si pones en Él los ojos, lo hallarás en todo; porque Él es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación». (…) Y concluye así: «No hallarás qué pedirme ni qué desear de revelaciones o visiones de mi parte; míralo tú bien, que así lo hallarás ya hecho y dado todo eso y mucho más, en Él».

Ahora bien, en el caso de las almas verdaderamente favorecidas con dones extraordinarios, San Juan de la Cruz recomienda lo siguiente a los directores espirituales: «Encamínenlas en la fe, enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, y dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y espíritu de ellas para ir adelante, y dándoles a entender cómo es más preciosa delante de Dios una obra o acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones y comunicaciones pueden tener del cielo, pues éstas ni son mérito ni demérito, y cómo muchas almas no tienen cosas de esas están sin comparación mucho más adelante que otras que tienen muchas».
Teniendo esto en cuenta, viene bien  tomar algún ejemplo de la trampa que puede ocultarse en los fenómenos místicos extraordinarios y de lo difícil que puede resultar el llamado discernimiento de espíritus, es decir, la verificación de la autenticidad de dichos fenómenos. En el Libro de su vida, Santa Teresa de Jesús cuenta el caso de una religiosa, Sor Magdalena de la Cruz, tristemente célebre entre todas las visionarias de su tiempo, que maravilló a la España del siglo XVI con prodigios, profecías y respuestas en todo género de ciencias durante nada menos que treinta y ocho años, engañando a los más grandes teólogos, obispos y cardenales de su tiempo.

Esta infeliz monja tenía desgraciadamente trato secreto con el demonio, y aunque al final obtuvo la gracia para enmendarse, fue expulsada del monasterio y terminó sus días en el olvido. Más significativo es el caso de Nicole Tavernier que, también en el siglo XVI, en París, tenía fama de santidad y de obrar milagros, según un biógrafo suyo: «Era capaz de predecir el futuro, y tenía visiones y revelaciones. Hacía frecuentes ayunos y hablaba constantemente de la necesidad de hacer penitencia para salir de las circunstancias en que se encontraba el París de entonces. Anunciaba que si se arrepentían de sus pecados verían terminarse las calamidades. A raíz de su predicación, la gente se confesaba y comulgaba. En diversas ciudades francesas incluso se mandó celebrar procesiones. Ella misma mandó celebrar una en París, a la que asistió el Parlamento acompañado de la corte y de gran cantidad de ciudadanos. Sólo consiguió desenmascararla la beata Acarie, que demostró que cuanto se veía en Nicole Tavernier era obra del demonio, al que no le importaba perder un poco para ganar mucho».

No es nuestra intención negar la existencia de fenómenos místicos extraordinarios en la Iglesia, lo cual no se podría hacer sin caer en el racionalismo o el agnosticismo. Todo lo contrario. Sabemos muy bien que el Señor Jesús no sólo dejó a su Iglesia una jerarquía institucional, sino también los carismas de los son propios los mencionados fenómenos. Eso sí, esos carismas siempre están supeditados y subordinados a ella. «La noción católica de Iglesia -escribió el P. Calmel– no excluye las revelaciones privadas, pero exige que no sean  ilusiones  privadas, así como que dichas revelaciones se ajusten a la Revelación con mayúscula». Sin negar que hay carismas, pero aplicándoles una rigurosa disciplina, la Iglesia siempre ha colocado por encima de los carismas la vida teologal y la santidad. Los santos extraordinarios, cuya vida se centraba en la perfección de la caridad en vez de en lo milagroso, son la más elocuente demostración de dicho principio.

En tiempos de crisis de fe y de autoridad como los que actualmente vivimos, son muchas las almas que buscan en el terreno de la mística lo que no les proporciona la jerarquía: la enseñanza de la verdad objetiva y un camino seguro al Cielo. Ahora bien, la solución de la crisis no está en fenómenos extraordinarios, sino en la vida teologal, que se sustenta en los sacramentos tradicionales, el catecismo y la práctica de las virtudes.
Lanzarse sin criterio a lo maravilloso entraña, como hemos visto, peligros inimaginables. El remedio podría ser mucho peor que la enfermedad. En realidad, si atravesamos una crisis de fe, es más que nada la fe la que tiene que encontrar la solución a la crisis.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)

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