Dejar espacio a la conciencia de los fieles, sin
pretender sustituirla, y ayudarles al mismo tiempo en la formación de la
conciencia, es una tarea apasionante y posible.
Parte
importante de la conversión pastoral a la que nos llama el Papa Francisco
consiste en “formar las conciencias” en vez de “pretender
sustituirlas”, en “dejar espacio a la conciencia de los fieles” (cfr. Amoris laetitia, 37). Es
una indicación valiosa para la Teología Moral, que quiere dar razón de la
experiencia cristiana. En efecto, la moral cristiana no sólo es una moral de la verdad, por la cual sabemos lo que
tenemos que hacer para ser felices. Es también una moral de la libertad: el buen cristiano avanza
por el camino señalado por Jesucristo en el Evangelio porque quiere, porque
está personalmente convencido de que ese programa de vida responde plenamente a
sus deseos de felicidad, incluso aunque al inicio no entienda completamente las
razones por las que da cada uno de los pasos que le pide el Señor.
Por este
motivo es lógico que el Papa también haya pedido incorporar mejor la conciencia
de las personas en el acompañamiento pastoral de las situaciones de fragilidad
que no responden objetivamente a la propuesta del Evangelio (cfr. ibidem,
303).
Estas
indicaciones han propiciado que el tema de la conciencia moral y su formación
estén de nuevo muy presentes en el ámbito de la pastoral y de la teología
moral. Dar más espacio a la conciencia de las personas es sin duda el camino −más
arduo pero más auténtico− para formar en la verdadera libertad interior. Pero
si se utiliza como expediente para otorgar a la conciencia personal un poder de
justificación definitivo, como si fuera la norma suprema e inapelable de la
moralidad, que podría dispensarnos de tener que vivir como Jesús nos ha
enseñado, entonces se correría el riesgo de dejar de anunciar la verdad que salva.
LA CONCIENCIA: ¿VENTANA
O CASCARÓN?
Este era
justamente el tema de la famosa conferencia Conciencia
y verdad que el cardenal
Ratzinger pronunció en 1991. Comienza con una anécdota de cuando era joven
profesor universitario en Alemania. En una reunión con otros profesores oyó
cómo uno de los mayores comentaba que “había
que dar gracias a Dios por haber concedido a tantos hombres la posibilidad de
ser no creyentes en buena conciencia. Si se les hubiera abierto los ojos y se
hubieran hecho creyentes, no habrían sido capaces, en un mundo como el nuestro,
de llevar el peso de la fe y sus deberes morales. Sin embargo, y puesto que
recorren un camino diferente en buena conciencia, pueden igualmente alcanzar la
salvación”.
Dos cosas
lo sorprendieron de aquel razonamiento: en primer lugar, la idea de que la fe
cristiana fuese un peso que hiciera más difícil la salvación –como un castigo o
una maldición de Dios–, mientras que la conciencia errónea sería la verdadera gracia, porque nos libera de las
exigencias de la verdad y nos ofrece la posibilidad de vivir una vida más “humana”; y, en segundo lugar, la idea de
conciencia que presuponía su interlocutor, que no era la de una ventana abierta al verdadero contenido de
la felicidad, sino la de un cascarón en el que el hombre puede refugiarse para
huir de la realidad, una justificación de la subjetividad, que lo dispensaría
de buscar la verdad de su propio ser y de su propia felicidad. Quien no es
capaz de percibir la culpa está espiritualmente enfermo. No es posible
transformar la conciencia en un mecanismo de
auto-justificación, es necesario recuperar su dimensión de transparencia del
sujeto para lo divino, para percibir la grandeza de la vocación del
hombre.
En
teología moral son bien conocidas las causas históricas de esta confusión de la
conciencia moral con un mecanismo de auto-justificación. De la tendencia al
legalismo de la moral de los manuales neo-escolásticos –en los que se
presentaba la ley moral como un límite a la
libertad personal: bueno y razonable, pero límite al fin–, un
movimiento de péndulo desembocó en la tendencia al subjetivismo, donde el valor
de la ley moral era relativizado y transformado en una serie de imperativos formales –de
coherencia, benevolencia, apertura a toda la realidad, etc.– con los que la
conciencia se legislaba a sí misma y determinaba autónomamente la obligación
moral en cada situación.
Legalismo
y subjetivismo son dos extremos del mismo problema: pensar que la libertad y la
ley moral son realidades extrínsecas, como dos contrincantes que se disputan un
mismo terreno, donde lo que posee uno lo pierde el otro. La forma mentis que
subyace a estas posturas sigue presente en formas más mitigadas, sin superar
del todo la concepción normativista de la ley moral y de la conciencia.
Como se
ve, los problemas son fundamentalmente dos. En primer lugar, por lo que atañe a
la ley moral, es necesario mostrar que la moral cristiana –y antes, la moral
humana– no se reduce a coherencia consigo mismo, sino que exige vivir de un
cierto modo y no de otro. Jesús nos ha mostrado un camino concreto, su vida y
sus enseñanzas no pueden reducirse a imperativos
formales, tienen un contenido, exigente y atractivo: un cristiano ama a Dios
sobre todas las cosas, perdona al prójimo, honra a sus padres, no roba, no comete
actos impuros, no pone su confianza en las riquezas, sufre con buen ánimo el
dolor y la persecución, etc. Quien avanza por este camino, aunque tropiece de
vez en cuando, encuentra la felicidad; quien avanza por otros caminos,
difícilmente la encontrará.
En
segundo lugar, por lo que atañe a la conciencia, es necesario explicar de dónde
procede esa capacidad de percibir la verdad
moral, esa “voz interior” que
aprueba o desaprueba mis acciones y es a la vez “mía” y “no completamente mía”.
Entendiendo su naturaleza podremos apreciar en qué medida soy
responsable de lo que dice esa voz o puedo afirmar que se trata de la voz de
Dios, y ver hasta qué punto un error de conciencia me justifica. El tema es
importante en nuestros días. Cada vez es más frecuente encontrarse con personas
cristianas que no sólo no viven de acuerdo con su fe, sino que tienen serias
dificultades para aceptar en su conciencia la propuesta cristiana con todas sus
implicaciones. Profundizar en el fenómeno de la conciencia –de sus recursos y
de sus fragilidades– puede arrojar luz sobre cómo diseñar caminos de
acompañamiento e integración que sean eficaces.
LA CONCIENCIA Y SU
“VOZ”: EL JUICIO DE CONCIENCIA
El
Concilio Vaticano II presenta la conciencia como un lugar o instancia íntima de
la persona donde resuena una voz que da a conocer una ley que el hombre no se
ha dado a sí mismo, pero que está escrita en su corazón, y que por tanto debe
seguir si quiere ser feliz: es su ley, la ley de su felicidad.
En definitiva, es una capacidad para reconocer
la verdad moral, una verdad que
no inventamos nosotros pero que de alguna manera está en nosotros. Esta capacidad se
hace efectiva a través de una voz que advierte con
indicaciones concretas, que juzga los comportamientos concretos: “haz esto, evita aquello” (cfr. Gaudium et spes, n. 16).
Para
explicar de dónde viene esa voz, debemos recurrir a la filosofía, y en concreto
a la distinción que establece entre el ejercicio
directo de la razón práctica
y su ejercicio reflejo. La razón práctica es la razón humana cuando guía
el actuar. Tiene un modo de ejercicio
directo por el cual, a
partir del deseo de unos fines –que la persona posee según las virtudes que
haya cultivado–, elige unos medios para llevarlos a cabo en cada situación que
se presenta. Este modo de ejercicio termina en la decisión:
guiar el actuar quiere decir proponerse fines y llevarlos a cabo mediante
acciones concretas.
Pero,
además de tomar decisiones, nuestra razón está constantemente reflexionando
sobre su propia actividad: es el ejercicio
reflejo, gracias al cual intentamos comprender, mejorar y, si es el
caso, corregir el ejercicio directo. Así vamos sacando conclusiones sobre cómo
decidimos, por qué, dónde están el bien y el mal, cuál es nuestra idea de la
felicidad, lo que deberíamos hacer o no hacer en estas circunstancias o en
estas otras, etc. Esta reflexión se enriquece también con el estudio, con los
consejos que recibimos, etc. Como resultado de este ejercicio reflejo la
persona construye su ciencia moral:
como un manual personal donde están todas sus convicciones sobre el bien y el
mal, los motivos, su idea de felicidad, etc., muchas veces formuladas
sintéticamente como normas morales.
Cuando voy a tomar una decisión (ejercicio directo) “consulto”
mi ciencia moral, y entonces escucho un juicio sobre la bondad o maldad
de la acción que estoy por realizar o que he realizado. No son las normas las
que guían mi vida, sino mis virtudes; las normas las expresan, me las enseñan y
me las recuerdan cuando se me olvidan.
Este
juicio de conciencia se presenta como más “objetivo”,
porque en la ciencia moral no influyen tanto las pasiones del momento:
es un conocimiento más “teórico” sobre el
bien y el mal, lo que “en el fondo” sé que
es bueno o malo más allá de las ganas o sentimientos de ese momento concreto,
que sí influyen en la decisión final que tomaré. Por eso siento ese juicio como
una voz distinta o exterior,
pero a la vez propia, porque
está generada por mi ciencia moral. Si mañana tengo un examen
pero tengo pocas ganas de estudiar y mi equipo de fútbol juega esa tarde, sé
que tengo que estudiar, pero empiezo a buscar otros motivos: estoy cansado,
puedo hacerlo después, mi caso es distinto, etc. Las ganas buscan otros
motivos, pero en el fondo sé que, aunque
tenga razones, no tengo razón.
La
diferencia entre el juicio de conciencia y la decisión es el espacio para
la moralidad subjetiva: si mi decisión obedece al juicio de la
conciencia, obro bien; si lo desobedece, cometo una culpa. La diferencia entre
el juicio de conciencia y la verdad moral o recta razón es el espacio del error moral. Son
problemas distintos, pero ambos son problemas importantes: en cualquier caso
estaríamos caminando en la dirección equivocada.
LA CIENCIA MORAL Y LA
FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA
Aunque la
ciencia moral sea un saber más “objetivo”, en
parte desligado de las pasiones del momento, no podemos pensar que se trata
solo de “información teórica” sobre el bien
y el mal: se trata de mis convicciones
profundas acerca de lo bueno
y lo malo, de mi identidad moral.
No alcanza haber escuchado en una clase de catequesis que no es bueno robar o
mentir o dormir con la novia; es necesario que esas ideas teóricas se
conviertan en convicciones, en
lo que yo verdaderamente pienso que contribuye a mi felicidad: hasta ese momento,
esas ideas propiamente no forman parte de mi ciencia moral. Aparece pues
claramente cómo en la formación de la ciencia moral hay:
−Factores
externos: todo lo
que recibo, como la educación en familia, en la escuela, en la catequesis, pero
también el ejemplo de las demás personas cercanas, la cultura de la sociedad y
las costumbres de los ambientes en los que me muevo, que trasmiten sus ideas
como por ósmosis.
−Factores
internos: todo lo
que yo hago con lo que
recibo. Aquí entran nuestras disposiciones personales: si somos reflexivos o
superficiales; si sabemos escuchar y somos dóciles a los consejos de personas
sabias y a las enseñanzas de la Iglesia o, al contrario, nos aferramos a
nuestras opiniones y no dejamos que nada las cuestione; si aprovechamos las
dudas que se nos presentan para intentar aclarar la conciencia pidiendo ayuda,
o si las despreciamos y vamos adelante con negligencia. Como se ve, la buena
voluntad de la persona tiene un peso muy importante en la formación de la
conciencia. La virtud de la humildad es particularmente importante en este
sentido: es la virtud de quien ha entendido que la conciencia es una ventana abierta
a la luz de la verdad moral –una verdad que me trasciende– y no un cascarón para
justificar mis opiniones personales.
Factores
externos e internos se combinan de modo muy variado en cada persona, pues cada
uno tiene una historia particular, con experiencias de distinto tipo, pecados y
virtudes. Hasta qué punto los errores de conciencia que provienen de una
formación defectuosa de la ciencia moral se deben a culpas de la persona
(factores internos) y hasta qué punto son producto de factores externos, es muy
difícil de determinar: es mejor dejar el juicio a Dios, a no ser que haya
elementos claros de culpa. Sin embargo, en la óptica de proponer caminos de
acompañamiento e integración, esa no es la
pregunta más importante: la moral
cristiana no se centra en la determinación del grado de la culpa subjetiva,
sino en cómo caminar en la verdad hacia la santidad.
EL ERROR DE CONCIENCIA
Y LA AYUDA PARA SUPERARLO
El
Magisterio de la Iglesia siempre ha tenido presente que existe la “ignorancia invencible… un juicio erróneo sin
responsabilidad por parte del sujeto” (Catecismo de la
Iglesia Católica, 1.793). Si nuestra conciencia juzga equivocadamente la
moralidad de un comportamiento porque está sumida en la ignorancia
invencible, “no pierde su dignidad”, pues “no
cesa de hablar en nombre de la verdad del bien” (Veritatis splendor, 62), aunque
involuntariamente no alcance la verdad del bien en ese momento.
Veritatis splendor define
la conciencia invenciblemente errónea como aquella que está dominada por una “ignorancia de la que el sujeto no es consciente y de la
que no puede salir por sí mismo”, y
luego añade que esa situación a la que ha llegado “no es culpable”.
Tradicionalmente se ha afirmado que una
conciencia invenciblemente errónea siempre es una conciencia cierta, es decir, un juicio que no ofrece dudas, o
porque no se imagina siquiera la posibilidad contraria, o porque se ha
estudiado con honestidad y profundidad el tema en cuestión y se llega a una
conclusión equivocada en buena fe. La conciencia
cierta no puede ser identificada sin más con nuestra opinión personal: es
la convicción profunda y honesta de que un cierto comportamiento es
verdaderamente bueno, que me conduce a la santidad. Con estas definiciones,
pienso que difícilmente se podría hablar con propiedad de “ignorancia invencible” cuando un cristiano
disiente positivamente de una enseñanza constante del Magisterio moral de la
Iglesia, aunque aún no entienda con profundidad los motivos.
Después
de hablar de la existencia de la conciencia invenciblemente errónea, el
Catecismo hace una aclaración importante: “El
mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un
mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la
conciencia moral de sus errores” (1.793).
El error de conciencia siempre es un mal que me aleja de mi verdadera
felicidad. Por eso, nada más cristiano, nada más pastoral que ayudar a un
hermano que está en el error a salir de él, iluminándolo con la luz de la razón
y de la fe, para que pueda caminar por la senda de la santidad. Obviamente,
esto no quiere decir que en todos los casos es suficiente con “informar” a este hermano de la moralidad de una
cierta acción para exigirle inmediatamente su cumplimiento. La experiencia de
la Iglesia conoce bien los casos en que es lícito dejar al penitente en la
ignorancia en buena fe respecto a un pecado
material, o apelarse a la ley de
la gradualidad, etc.
Para
ayudar a los demás en la formación de la conciencia, hay que procurar que tanto
los factores externos como los internos estén lo mejor dispuestos posible. Con
muchos de los externos no podremos hacer mucho en el corto plazo (las leyes, la
cultura, la escuela, etc.); con otros sí (una catequesis y un acompañamiento
personal que expliquen bien las cosas, generar ambientes y actividades donde
las personas tengan buenos ejemplos y gusten la belleza de la vida cristiana.
etc.). Por lo que respecta a los factores internos, sobre todo hay que ayudar a
las personas a ser humildes y dejarse ayudar, a la vez que se procura que
crezcan en virtudes y en vida cristiana:
muchos de los comportamientos que exige la moral cristiana solo se entienden
cuando se va adquiriendo una vida cristiana más sólida, y no necesariamente con
más argumentos. Por eso es tan importante dar
vida cristiana: enseñar a rezar, a ver a Dios como Padre, hacer a
los fieles conscientes de su vocación, procurar que participen en una vida
comunitaria que les trasmita la belleza de la vida de fe, etc.
El camino
de acompañamiento en la formación de la conciencia tiene como meta identificar mis convicciones profundas con la moral del
Evangelio, al menos en las cuestiones más importantes. Entonces
podré reconocer mis errores y decidirme a cambiar, aunque se prevean futuras
caídas o haya situaciones –incluso permanentes– de falta importante de libertad
en las que se estime que no será posible comportarse así a corto plazo. No
hablaremos aquí de este complejo problema, que por desgracia es cada vez menos
raro. Solo quisiéramos decir que en el camino de formación de la conciencia es
importante no “quemar etapas”. Pienso, por
ejemplo, en la plena integración sacramental de personas que aún no son capaces
de reconocer sinceramente errores graves y manifiestos y decidirse a cambiar.
Se correría el riesgo de pensar que la Iglesia sostiene una doble moral (cfr. Amoris laetitia,
n. 300).
No hay
duda que las situaciones pueden ser variadas y complejas, y que una receta no
puede aplicarse a todos por igual. Pero la Iglesia no puede rendirse ante
la cultura actual y admitir que no es
posible formar bien las conciencias de sus hijos. Lo ha hecho en
épocas quizá más inhumanas que la actual. La experiencia de tantos buenos
pastores demuestra cómo, contando con el tiempo y con la humildad necesaria, es
posible ayudar a los hermanos que yerran a encontrar de nuevo la senda de la
verdad que los hace felices.
Por Arturo Bellocq
Profesor de Teología Moral, Universidad Pontificia de la Santa Cruz
Fuente: Revista Palabra
www.almudi.org
Profesor de Teología Moral, Universidad Pontificia de la Santa Cruz
Fuente: Revista Palabra
www.almudi.org
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