El ‘silencio interior’ es como la batuta del director de orquesta, que va dando entrada a cada instrumento en el momento adecuado, atempera los más enérgicos y anima a los más delicados, de manera que se produzca el ‘concierto’: una pieza única y armónica que responda a los sentimientos que el compositor pretendía transmitir.
El
incalculable progreso en la comunicación entre los hombres ha sido posible
gracias a la palabra, primero verbal y más tarde escrita.
PALABRAS Y SILENCIO
Recoger
en pocos fonemas o grafismos, con sus diversas combinaciones, la casi ilimitada
expresividad interior de la persona humana, parece milagroso.
Comparado
con tal riqueza, el silencio puede juzgarse mostrenco y paupérrimo. Pero sería
un error tal simplificación. La palabra y el silencio se requieren mutuamente;
éste individualiza las palabras y les comunica vigor. El silencio subraya las
palabras y las palabras dan sentido a los silencios.
Innumerables
libros, llenos de palabras, se han escrito para dar cuenta de éstas. Muchos
menos para hablar del silencio. Últimamente, sin embargo, se ha extendido la
necesidad de destacar la importancia y el papel de éste.
Se puede
afirmar que hay tanta variedad de silencios como de palabras. No todos los
silencios significan lo mismo ni trasmiten lo mismo; a veces son incluso
diametralmente opuestos. Para muchos “el
silencio consiste simplemente en la ausencia de ruido y de palabras; pero la
realidad es mucho más compleja” (Robert
Sarah, La fuerza del silencio, Madrid 2017, p. 220).
Un
matrimonio, quizá joven, que cenan solos y en silencio, puede significar una
comunión de amor y sentimientos tan grande que no necesita explicaciones
postizas. Así es habitualmente el silencio enamorado. Pero también puede
suceder que los cónyuges sean incapaces de hablarse por graves diferencias
previas. Sería un silencio de rechazo. El primer mensaje es de amor, el segundo
de muerte del mismo amor (cfr. ibid.).
El
silencio resulta pluriforme. Por eso conviene dejar claro que nuestro interés
no se centra en el silencio por el silencio. A diferencia de muchas palabras
que, por sí mismas significan algo, el solo silencio es mudo. Lo que el
silencio esconde, tras de sí, es lo que lo avalora. El silencio de un alumno
ignorante ante un examen, es muy distinto del silencio de un monje que ora o de
un científico que piensa.
Aquí nos
centraremos en los silencios con sentido: capaces de enriquecer el espíritu
humano en su relación con Dios y con los hombres.
DIÁLOGO Y MONÓLOGO
La
comunicación humana requiere diálogo:
intercambio de ideas y argumentos. Y ahí entra uno de los más poderosos
servicios del silencio: todo verdadero diálogo incluye saber escuchar. Es la única manera de
progresar hacia la verdad.
Ciertamente
hay diálogos que no buscan la verdad, sólo el interés; ya hace veinticinco
siglos, Platón tuvo que pelearse con los sofistas del momento. Pero, incluso
para ellos, el silencio permite escuchar y recapacitar, detectando aciertos o
de errores.
Incluimos
en la categoría de diálogo no sólo el verbal, sino también el escrito. A través
de sus libros nos resulta posible dialogar con los pensadores que nos
precedieron. Parecería que en este diálogo con el pasado es más fácil guardar
silencio, pero tampoco lo es. Por citar un ejemplo: ¡cuánta gente oye la
palabra de Dios en la liturgia de los domingos, y la olvida inmediatamente
porque no la escucha! …Ha
faltado el silencio, capaz de acoger la Palabra y su mensaje.
El gran
enemigo del diálogo y del silencio es el monólogo.
Una actitud que da vueltas sin cesar, en la mente, a unas pocas ideas,
impermeabilizando el entendimiento para escuchar a los demás.
Al hablar
de la oración como diálogo con Dios, se entenderá mejor el problema del
monólogo interior que satura la mente de tantos: recelos, resentimientos,
envidias, susceptibilidad; o también las ensoñaciones vacías, la imaginación
dejada a su arbitrio, los proyectos utópicos; forman parte de aquel monólogo
interior, que acaba o en desaliento y amargura, o bien en pérdida de tiempo y
energías. Así, escribe san Josemaría Escrivá en Camino: “¡Qué fecundo
es el silencio! –Todas las energías que me pierdes, con tus faltas de
discreción, son energías que restas a la eficacia de tu trabajo” (n.
645).
SILENCIO Y SENSIBILIDAD
En el
diálogo humano el silencio es, no pocas veces, la única conducta adecuada. Bien
por la solemnidad de un acto, por la intensidad de un dolor o por delicadeza
con los que están junto a nosotros: mantenerse en silencio, en tales
circunstancias, es el mejor diálogo posible. La palabrería puede resultar
inoportuna, indiscreta o desconsiderada. Así mismo, el silencio ante posibles
defectos ajenos –de presentes o ausentes– es la mejor muestra de caridad y
respeto. Quienes piensan sólo en sí mismos, no valoran la repercusión de sus
palabras.
Volviendo
a los enamorados, para ellos la presencia es mucho más importante que las
palabras. “Los que están enamorados amasan
silencio sobre silencio para gozar de lo que no puede decirse, porque las
palabras resultan cortas” (Miguel-Ángel
Martí García, El silencio, EIUNSA, Madrid 2005, p. 47). Ante los
sentimientos en juego, las palabras son una superficialidad. Y es precisamente
ese silencio lo que les permite intuir los deseos e intenciones de la persona
amada (cfr. ibid., p. 48).
De la
misma manera, toda mirada profunda reclama silencio. Un conocido dicho popular
exclama: “¡Callad, que no veo!”, y no es ninguna simpleza. No se puede mirar con
profundidad, interiorizando lo que se ve y descansando el alma en ello, si la
mente, el cuerpo o el ambiente que nos rodea se encuentran alterados,
estridentes, faltos de sosiego y de paz.
Una
mirada tal siempre es minuciosa, valora los detalles, descubre luces nuevas en
las cosas de siempre, a veces incluso cierra los ojos para “atesorar” lo visto; y nada de esto es posible con
premuras o compartiendo la atención con cuestiones baladíes. Es decir, sin
silencio interior.
LA BÚSQUEDA INTERIOR
El silencio interior –aquél que depende del
sosiego del corazón, no del exterior– no es fácil de alcanzar. En primer lugar,
porque “uno de los límites de una sociedad
tan condicionada por la tecnología y los medios de comunicación es que el
silencio se hace cada vez más difícil”, como
observa san Juan Pablo II (carta apostólica Rosarium Virginis Mariae,
31).
Pero
también porque con facilidad nos emborrachamos nosotros mismos con palabras,
músicas y ruidos múltiples. La filosofía de
la distracción ha invadido
la conducta de masas enteras de hombres, impidiéndoles pensar por sí mismos.
Es
habitual mantener largos monólogos repetitivos, como señalamos antes; y hay que
aprender a detectarlos y abortarlos. De ahí la recomendación de san Josemaría
Escrivá: “‘Me bullen en la cabeza los
asuntos en los momentos más inoportunos…’, dices. Por eso te he recomendado que
trates de lograr unos tiempos de silencio interior” (Surco, n. 670). A temporadas puede
ser costoso, pero su fruto inmediato es una frescura de pensamiento y una salud
mental envidiables; y, cuando madura, ese tiempo acaba convirtiéndose en silencio creador (cfr.
Miguel-Ángel Martí García, o.c., p. 51).
El
silencio interior es el umbral del encuentro con nosotros mismos, condición
indispensable para el encuentro con Dios. Pero, antes de esto, la contemplación
del arte, el conocer con hondura a las personas, disfrutar de las pequeñas
alegrías de la vida, requiere de cada uno mortificar el monólogo interior. El
silencio con el propio yo hace posible un encuentro, con el mundo y con la
gente, sin afanes “utilitaristas”. Y,
entonces, tal encuentro se convierte en un disfrutar generoso y desinteresado
de las personas y de los bienes que Dios ha puesto a nuestra disposición en el
mundo.
a) Conocimiento propio
La
consecuencia más destacable del silencio interior es el propio conocimiento.
Cuestión difícil donde las haya. “Conocerte
y conocerme”, solicitaba san
Agustín a Dios; y no es pequeña sabiduría.
La vida
humana está plena de constantes incidencias: materiales, laborales, afectivas,
de salud, etc. Nuestra mente se ve arrastrada por ellas, de manera que pasa de
una a otra, sin tiempo para elaborar una visión de conjunto que las aglutine y
armonice. Se precisa el silencio para “tomar
distancia” de los problemas y evitar que nos abrumen sus urgencias y
apreturas. El adecuado descanso, en medio de esos múltiples quehaceres, resulta
imprescindible para encontrar la armonía deseada. El descanso físico y el
silencio interior favorecen el análisis sereno del propio comportamiento, que
permitirá conocernos mejor: puntos débiles del carácter, cualidades positivas y
defectos adquiridos, hábitos incorrectos e imperfecciones acumuladas.
Acompañado
de confianza en Dios, este análisis no provocará ni desaliento ni euforia. Nos
hará capaces de objetivar nuestra conducta, reconocer las deficiencias y
proceder a corregirlas con paciencia y tiempo. Mantener un examen periódico de
la conciencia, sin dramatismos ni eufemismos, es fruto y motor del buscado
silencio interior.
b) La sabiduría
El
silencio interior favorece el propio conocimiento. El silencio externo facilita
el estudio y la lectura; que irán seguidos de la reflexión personal. El
resultado es una sabiduría, en
el sentido clásico del término. Un modo armonioso de entender el mundo y la
existencia, que sabe colocar cada pieza en su sitio: Dios,
los demás y yo. Un conocimiento gustoso, que se recrea en las realidades
materiales y en las espirituales.
La
sabiduría permite interiorizar los acontecimientos externos y equilibrar los
sentimientos interiores, de manera que la vida progresa hacia su fin sin
estridencias, o con las menos estridencias posibles. Crea un espacio interior de
sosiego, que acogerá los conflictos, los hará reposar convenientemente y
acometerá la solución más favorable. Será la sabiduría propia de un silencio no
alterado por el fragor de los ruidos ensordecedores del mundo. San Juan Pablo
II escribe en Pastores dabo vobis, 47: “En un contexto de agitación y bullicio
como el de nuestra sociedad, un elemento pedagógico necesario para la oración
es la educación en el significado humano profundo y en el valor religioso del
silencio, como atmósfera espiritual indispensable para percibir la presencia de
Dios y dejarse conquistar por ella”.
c) La proyección de la
existencia
En
absoluto el silencio interior y la sabiduría a la que conduce, desembocan en un
ensimismamiento o narcisismo intelectual. Lo dicho sobre la armonía incluye a
Dios y al prójimo como objetos de amor y destinatarios de lo mejor para ellos.
Por eso,
el silencio bueno nunca es aislamiento. El proceso de interiorización no tiene
como meta una actitud escapista, sino darnos una valoración inteligente,
objetiva y equilibrada de lo que nos ocurre y somos; precisamente para convivir
con los demás respetándoles también como personas y defendiendo su libertad a
la vez que la nuestra.
Hablando
de la vida espiritual, el Papa Francisco y otros pontífices recientes han
insistido en evitar el falso espiritualismo de una vida de
piedad cerrada en sí misma, incapaz de trascenderse para salir en busca de las
necesidades del prójimo.
SILENCIO Y VIDA ESPIRITUAL
El silencio interior es
como la batuta del director de orquesta, que va dando entrada a cada
instrumento en el momento adecuado, atempera los más enérgicos y anima a los
más delicados, de manera que se produzca el concierto: una pieza única y
armónica que responda a los sentimientos que el compositor pretendía
transmitir.
En la
existencia personal, los “instrumentos” a
dirigir son los plurales, y no pocas veces discordes, ingredientes de la
personalidad: temperamento, carácter, circunstancias, acontecimientos. A pesar
de esa multiplicidad, el espíritu humano tiene una dimensión trascendente que
le permite atender a las múltiples cuestiones concretas, sin desvincularse del
último fin al que es llamado por su Creador. Mas, para ello, el silencio
interior ha de dirigir el “concierto” de la existencia humana.
a) Necesario para
buscar a Dios
La vida
espiritual cristiana se desarrolla en el trato con Dios y en el diálogo con Él.
Pero Dios es el inefablemente Otro; no hay palabras humanas para
describirlo; la actitud más propia del hombre ante Dios debería ser el
silencio: indecibilia Dei, casto silentio, dice santo Tomás de Aquino: “Ante lo inefable de Dios, guardemos un comedido
silencio”.
Quizá ha
sido esta conciencia implícita de lo inefable la que ha acumulado, en la
historia de la Iglesia, tantos movimientos –individuales o institucionales– de
búsqueda del silencio. Desde los primeros eremitas hasta las grandes abadías
cartujas, muestran que “en nosotros el
silencio es ese lenguaje sin palabras del ser finito que, por su propio peso,
atrae y arrastra nuestro movimiento hacia el Ser infinito” (Joseph Rassam, El silencio como
introducción a la metafísica, cit. En Robert Sarah, La fuerza del silencio, Madrid 2017, prólogo).
Es
evidente que el tumulto del mundo, la algarabía de los negocios seculares, la
urgencia de las soluciones, las explosiones festivas y lúdicas, y otras muchas
manifestaciones humanas, rompen nuestro silencio interior, llenándolo de
precipitación, de irreflexión o de sentimientos nada pacíficos. Mucha gente no
se da cuenta de hasta qué punto vive, muchas veces, inmersa en el ruido. Si
llevamos el móvil o una radio en el bolsillo, con el sonido en marcha, probablemente
no nos daremos cuenta en medio de una calle concurrida y con tráfico. Pero si
entramos con él en un lugar silencioso –un cine, un templo– inmediatamente se
hará notar nuestro descuido e intentaremos apagar el aparato.
De modo
análogo, hay quien vive constantemente con aquel monólogo interior que
ya salió citado, pero no se da cuenta de ello porque vive hacia afuera, para lo
exterior ruidoso.
Y lo malo
es que no hay ningún interruptor que “apague” el
parloteo de nuestra imaginación.
b) Silencio y
apartamiento del mundo
Para
acallar el ruido interior, un camino tradicional ha sido el apartamiento del
mundo: buscar la soledad y el aislamiento.
Los
frutos de ese esfuerzo pueden ser excepcionales. Un buen conocedor de los
monasterios contemplativos escribe: “El
silencio cuesta, pero hace al hombre capaz de dejarse guiar por Dios… El hombre
no deja de sorprenderse de la luz que brilla entonces. El silencio… manifiesta
a Dios. La verdadera revolución procede del silencio: nos conduce hacia Dios y
hacia los demás para ponernos humilde y generosamente a su servicio” (ibid., n. 68, p. 60).
Quien
siente esa necesidad, no sólo de silencio, sino también de aislamiento para
separarse de los asuntos del mundo y dedicarse por entero al servicio de la
oración, puede encontrar en la vocación religiosa contemplativa el camino de su
vida.
Pero
conviene señalar que “el silencio que reina
en un monasterio no es suficiente. Para alcanzar la comunión [con Dios] en el
silencio, hace falta una labor indefinidamente recomenzada. Hemos de armarnos
de paciencia y dedicar a ello arduos esfuerzos” (ibid., p. 231). Toda una vida de
apartamiento del mundo no asegura resultados exitosos, principalmente porque
éstos son don de Dios, no consecuencia de los esfuerzos humanos.
c) El recogimiento
interior
La
inmensa mayoría de los fieles cristianos no pasarán nunca por un monasterio, ni
se encerrarán en él en silencio. ¿Acaso tienen vetado al acceso a Dios en su
oración? De ninguna manera. Pero, entonces, el silencio, tema de estas páginas,
¿es innecesario en su caso?
Es
igualmente necesario. Sin silencio interior no hay oración posible, y sin
oración –como camino ordinario– no llegamos al conocimiento y la amistad de
Dios.
La
solución puede parecer un truco de prestidigitador: basta cambiarle el nombre.
Si en vez de silencio, le llamamos recogimiento,
podemos aplicar a los cristianos que viven en medio del mundo unas reglas
análogas –no idénticas– al silencio monacal. Pero no se trata de ninguna
manipulación del lenguaje; consiste en dar nombre a dos realidades que poseen
la misma raíz, pero que vienen caracterizadas, en cada caso, por circunstancias
diferentes.
San
Josemaría Escrivá recoge, en sus escritos y en su predicación a fieles laicos,
muchas referencias a este silencio interior: “El
silencio es como el portero de la vida interior” (Camino, n. 281); “Procura lograr diariamente unos minutos de esa bendita
soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior” (ibid., n. 304).
A su vez,
siempre se esforzó por no separar “la
oración de la vida activa, como si fueran incompatibles… Los hijos de Dios
hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la
muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con
el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se
quiere con locura” (Forja,
n. 738).
Ese
silencio del alma es lo que, en otros momentos, identifica con el recogimiento: “La verdadera oración, la que absorbe a todo el
individuo, no la favorece tanto la soledad del desierto, como el recogimiento
interior” (Surco, n.
460). Y con el fin de subrayar su importancia, escribe: “Ese recogimiento interior que es señal de madurez
cristiana” (Es Cristo que pasa,
n. 101).
Una
madurez que se muestra en que “participaremos
en la dicha de la divina amistad –en un recogimiento interior, compatible con
nuestros deberes profesionales y con los de ciudadano–, y le agradeceremos [a
Jesucristo] la delicadeza y la claridad con que Él nos enseña a cumplir la
Voluntad del Padre Nuestro que habita en los cielos” (Amigos de Dios, n. 300).
Recogimiento
que, al igual que hemos indicado para el silencio monacal, supone muchos años
de esfuerzo humano que, con la gracia de Dios, dará como resultado: caminar por
la vida en amistad con Dios.
d) Silencio y oración
vocal
Aunque
sorprenda, la oración vocal necesita del silencio tanto como la mental. Dicho
de otro modo; el enemigo de la oración es el mismo en ambos casos: aquel monólogo
interior del que hablamos y que nos invade la mente, también mientras la boca
pronuncia palabras a las que no se presta atención. En la oración vocal,
naturalmente, siempre habrá palabras; pero tienen que ser palabras que afloran
a la boca desde el interior del corazón, y es éste –precisamente– quien
necesita del recogimiento y silencio de que hablamos.
Como un
ejemplo, entre muchos, podemos citar lo que sugería san Juan Pablo II hablando
del Rosario: “La escucha y la meditación se
alimentan del silencio. Es conveniente que, después de enunciar el misterio y
proclamar la Palabra, esperemos unos momentos antes de iniciar la oración
vocal, para fijar la atención sobre el misterio meditado. El redescubrimiento
del valor del silencio es uno de los secretos para la práctica de la
contemplación y la meditación. Así como en la Liturgia se recomienda que haya
momentos de silencio, en el rezo del Rosario es también oportuno hacer una
breve pausa después de escuchar la Palabra de Dios, concentrando el espíritu en
el contenido de un determinado misterio” (Rosarium
Virginis Mariae, 31).
e) La inspiración
mariana
El
ejemplo de nuestra Madre santa María es extraordinariamente luminoso. Su
santidad fue excelsa, pero su vida se desenvolvió en las circunstancias
ordinarias del mundo de entonces. Y ahí, “guardaba
todas estas cosas en su corazón” (Lc
2, 51). Vivía para la misión que Dios le había encomendado, y no le distraían
de ella los acontecimientos diarios. En medio de sus quehaceres, mantenía un
silencio interior que le permitía vivir pendiente de Dios y de su hijo: hasta
la cruz.
DÍAS DE RETIRO
ESPIRITUAL
Los
caminos prácticos para buscar y defender el silencio interior que todos
necesitamos, son muy variados. Entre otros, destaca la tradicional práctica
cristiana del retiro espiritual de varios
días. Puede tomar diversos
nombres –ejercicios espirituales, cursillos, etc.–, pero su sentido es claro: efectuar un alto en los quehaceres habituales, con el fin
de concentrar la mirada del alma en Dios y en sí misma. Serán quizá
pocos días, pues las obligaciones habituales no suelen permitir más. Pero esos
pocos días, aprovechados con intensidad, aportarán grandes beneficios a nuestra
alma.
Ingrediente
principal del retiro y catalizador de esos beneficios, es el silencio –también
exterior– que debe acompañarlos. Ese silencio facilita escuchar la Palabra que
nos dirige el Espíritu Santo. Una Palabra siempre luminosa, a cuya luz nos será
fácil detectar las desviaciones presentes en nuestra vida. Confiando, además,
en que tales luces llegan acompañadas de la gracia de Dios para hacer fructuoso
nuestro empeño por adelantar en la santidad.
Por
supuesto, tres días de retiro –un fin de semana– no son suficiente para una
conversión que pudiera calificarse de definitiva. Seguiremos necesitando nuevas
conversiones en el futuro, hasta que Dios nos llame a su presencia. Por ello
conviene mucho repetir esos días de retiro de vez en cuando; si lo hacemos cada
año, comprobaremos que esa continuidad nos permite dar pasos, quizá pequeños
pero reiterados, que nos acercan a Dios siempre de un modo nuevo. Afianzaremos
así nuestras buenas disposiciones, entenderemos cada vez mejor los planes de
Dios para nuestra vida, y aprenderemos a seguir con fidelidad las inspiraciones
divinas que nos conducen hasta Él.
Por lo
demás, nuestra caridad hacia el prójimo nos hará conscientes de que muchas
personas de nuestro entorno necesitarían también un retiro espiritual, aunque
no sean conscientes. Ayudarles a decidirse, y quizá acompañarles a hacerlo,
puede ser un favor no pequeño que nos agradecerán siempre.
El retiro
será ocasión para hacer una confesión más profunda que las habituales, para
comulgar con más fruto y para llenar nuestro espíritu de la paz de Dios, que luego
verteremos con quienes convivimos para hacerles más amable la vida de cada día.
También
aprenderemos o mejoraremos nuestro modo de orar, y potenciaremos aquel
recogimiento interior que, a falta del silencio exterior, nos permite levantar
el corazón a Dios con frecuencia y mantenernos en su presencia, en medio de las
tareas habituales.
Por Manuel Ordeig
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