Echemos
una mirada al mundo católico en que vivimos. ¿Se ha
preguntado alguna vez por qué no arraiga la Tradición? ¿Por qué la potencia y
la belleza de la Misa de siempre no inflaman los corazones por todas partes?
¿Por qué no se habla el idioma de la fe? ¿Ha observado que, incluso quienes se
aferran a la Sagrada Tradición, son reacios a expresarse como
católicos? ¿No ha notado incluso cierta superficialidad en cuestiones de
religión? ¿Se ha preguntado a qué se debe?
Como
psicóloga que soy, propondré una explicación. Yo
diría que a un nivel profundo –quizás incluso sin que seamos conscientes de
ello– las convicciones religiosas de muchos han disminuido, por no decir
desaparecido. Su mentalidad se ha visto alterada por falsas enseñanzas y por
experiencias que constantemente ponen a prueba su fe.
Todos
tenemos en nuestra mente una armazón intelectual, semejante a las paredes que
sostienen un edificio. Esa estructura básica proporciona coherencia y sentido a
las ideas que nos van y vienen por la cabeza. Sin ella, no entenderíamos nada,
mientras que a la luz de ella podemos evaluar y juzgar las experiencias,
creencias, sentimientos y sensaciones. Se pueden ordenar los pensamientos.
Lógicamente, la mayoría de la gente lo hace sin darse cuenta. Es algo innato. Es
su forma de ser y de pensar. Y punto. Si la estructura es sólida, se puede
tener paz interior, incluso en medio de del dolor y de una pérdida. En cambio,
cuando no es sólida, si las vigas están torcidas y el techo tiene goteras, la
persona se viene abajo. Al no haber lógica ni estabilidad interna se siguen
toda suerte de trastornos emocionales.
No tiene
por qué ser así. Al menos para nosotros. Aparte los sacramentos, una de las
cosas más hermosas que ha dado siempre la Iglesia a sus hijos ha sido la
enseñanza metódica de los Artículos de la Fe. Tanto en los textos inspirados
del Credo como las sencillas preguntas y respuestas de un catecismo barato, la
Verdad está expuesta con plena armonía. Y con la suficiente sencillez para que
un niño la aprenda y suficiente profundidad para el más erudito de los
teólogos, la Fe es el cimiento de toda ciencia y arte verdaderos.
La gente
sabía quién era y adónde se dirigía. Nadie tiene que dar palos de ciego
tratando de averiguar para qué ha nacido. Le basta con estar intelectualmente
de acuerdo con la doctrina de la Iglesia Católica, mediante la cual Dios ha
hablado a todos los pueblos en todos los tiempos. Antes de saber plantearse las
preguntas, ya podía tener las respuestas. Visto a la luz de la Fe, todo
–nacimiento, muerte, sufrimiento, felicidad y amor– se entendía con claridad.
Naturalmente,
se puede cometer la estupidez de rechazarlo, pero al menos había algo que
rechazar. Y luego la pobre alma podía ponerse a buscar por todas partes
tratando de entender el sentido de la vida. Me temo que sea eso exactamente lo
que está pasando. Lo que ha pasado desde que Juan XXIII se negó a revelar el
Tercer Secreto de Fátima. En retrospectiva, aquel día de 1960 señala a mi
juicio el comienzo de la degeneración. Se desobedeció a Nuestra Señora. Se dio
rienda suelta a un nuevo espíritu. Desde las Siete Colinas empezaron a llegar
humos tóxicos. Y cantidad de cosas hermosas han ido desmoronándose o
destruyéndose una tras otra.
¿QUIÉN
PUEDE SENTIRSE SEGURO AHORA?
La gente
no conoce su Fe, y tampoco sabe por qué no la conoce. Sin darse cuenta, se le
ha sustituido su identidad por otra nacida de la Ilustración en la que prima la
erudición modernista. Sistemas filosóficos que prescinden de Dios se volvieron
preponderantes durante el siglo XIX y principios del XX. Y a pesar de los
denodados esfuerzos de pontífices como León XIII y San Pío X, esos sistemas
arrinconaron la claridad de pensamiento. Se puede ver cómo se ha desarrollado
su obra en la reinterpretación de las Sagradas Escrituras. Se puede ver también
en la superficialidad de la catequesis moderna. A lo largo y ancho del Edén de
la Fe se han deslizado sigilosamente las serpientes.
Hay una nueva actitud, más o menos consciente, hacia nuestra religión.
Para el católico maduro, sólo es posible creer aquello que se puede
entender, probar, demostrar. El ex católico cree ingenuamente que busca la
verdad, pero con sus propias palabras niega la Verdad que ha sido revelada y
estamos obligados a creer.
Se centra
en este mundo, en relaciones humanas y en la conciencia de sí mismo. Es el
epicentro de su fe, el árbitro de la realidad, lo único verdadero que conoce.
Tiene unas vagas ideas de lo que tiene que ver con la fe y el culto católico.
No tiene certeza de que Jesús sea Dios. Tal vez, razona, en algún momento llegó
a ser Dios, del mismo modo que el cosmos se está divinizando. No puede aceptar
nada que parezca imposible: como por ejemplo que
Nuestra Señora venga a la Tierra y se aparezca físicamente en Lourdes, Fátima y
Quito. Esas cosas «no son reales». No
puede aceptarlas, pero tampoco las rechaza; al fin y al cabo es católico. Pero
no piensa en ellas ni tolera que nadie más lo haga. Para él, a Dios le da igual
cómo pensemos.
¿Y
CÓMO SABE TODO ESO? PORQUE SE LO DICEN LOS TEÓLOGOS MODERNOS.
Aquellos
que tenían que haber sido custodios de la religión la han desmantelado. Si el
lector tiene menos de cincuenta años, es posible que ni se haya dado cuenta de
lo sucedido. Pero en los primeros años del postconcilio, el desmantelamiento
fue deliberado, abierto e imparable. Y ahora estamos pagando las consecuencias.
Han transcurrido dos generaciones. A los que ya tienen edad para ser abuelos no
se les ha enseñado el catecismo. Los que mandaban quisieron cambiar la
religión. ¿Por qué? A mí me parece que porque ya no creían. Habían perdido todo
sentido de lo sobrenatural.
ACOMPÁÑENME
DE VUELTA A LOS AÑOS SETENTA. TENGO TRES ANÉCDOTAS QUE CONTARLE.
***
Mi hijo se estaba preparando para hacer la primera Comunión. Mi marido y
yo nos habíamos ofrecido a dar la catequesis; al menos en aquella época todavía
se llamaba así. Pero en realidad no había ni catecismo ni doctrina. La
experiencia se imponía sobre el dogma. Los encargados de enseñar a los niños
habían alterado el rumbo. Habían sustituido un método didáctico por el
texto We Celebrate the Eucharist.[1]
Así se llamaba el libro de oro de la Dra. Christiane Brusselmans, discípula belga del dominico radical Edward
Schillebeeckx. No sólo éste, sino muchas otras «grandes figuras de la teología y el movimiento litúrgico
francés se contaban entre los maestros de Brusselmans: Jean Danielou en
patrística, Dom Bernard Botte en liturgia, Yves Congar en teología del laicado
y Louis Bouyer en teología protestante». [2] Esta señora, que durante
décadas encauzó la formación religiosa, era una innovadora por excelencia.
Protestamos
en una reunión de maestros y padres de alumnos, y le dijimos al sacerdote
encargado y a otros profesores que el libro no tenía mucho meollo. Que la
doctrina no estaba clara. Que a la Misa se la presentaba como un banquete. Que
no se mencionaba en modo alguno el sacrificio ni se enseñaba que cuando se
recibe la Comunión se recibe el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro
Señor y Salvador Jesucristo. Era un texto deficiente en modo extremo.
NOS
HICIERON CALLAR DICIÉNDONOS QUE TODO ESO «YA ESTABA EN EL TEXTO».
Y no lo estaba. El mero título ya era problemático. Los niños tenían que
recibir la Sagrada Comunión, no «celebrar la
Eucaristía». En un contexto litúrgico, la palabra celebrar significa
otra cosa. No quiere decir festejar, como cuando se celebra un cumpleaños, o
incluso la Navidad. Quiere decir efectuar un sacramento o ceremonia solemne con
los ritos apropiados. Es decir, que para el católico significa ofrecer el
Sacrificio de la Misa. Y ésa es la función del sacerdote, no la de los niños.
Así pues, basta un simple título para desencaminar a un niño en la edad
en que está más receptivo a la totalidad de la Fe. Se elimina la distinción
entre el sacerdote y los fieles. Todo el mundo participa. Toda la comunidad realiza
la función sagrada.
De esa
forma se vierte un diluyente sobre la Fe.
Aquel año
estuvo lleno de punta a cabo de ataques a la Fe. Parecía que un arquero del
Infierno disparara sin cesar flechas en un campo abierto. Se rechazó la
disposición de Roma que exigía hacer la primera confesión antes de la primera
Comunión (tuve que asistir a una reunión de la arquidiócesis llena de gente que
disentía y hasta se burlaba, en la que se explicó cómo se podía obviar lo
exigido por Roma). No se nos permitía mencionar el pecado. Causaba división.
Tampoco nos permitieron repartir los ejemplares de la Medalla Milagrosa que nos
habían donado. Los niños hicieron el ensayo de recibir la Comunión con formas
sin consagrar y jugo de uvas. Un alegre merienda como otra cualquiera.
Se llegó al colmo de la estupidez cuando los niños ayudaron a cocinar
pasta para una comida comunitaria. Tal como suena. Como parte de su formación religiosa, se dio a cada
niño un espagueti para que lo echase en la olla de agua hirviente. ¿Qué se les
quería ilustrar con eso? Ni idea. Supongo que el sentido de comunidad o, lo que es más alarmante, el concepto
oriental de que todos somos uno, tema que estuvo subyacente a lo largo del año.
Hicimos
lo mejor que pudimos, supliendo lo que faltaba, pero –a excepción de nuestro
hijo, que había aprendido el catecismo y había ido a confesar (solo) antes de
hacer la Primera Comunión– aquello fue una batalla perdida. Después del segundo
año abandonamos. Lo peor es que, año tras año, millones de niños no llegaron a
ver un catecismo ni aprendieron a responder las preguntas más fundamentales de
la Fe. Esos niños rondan ya los cincuenta años. ¿Cómo
queremos que mantengan lo que nunca tuvieron? ¿Es de extrañar que cada
generación sepa menos que la anterior?
***
La
segunda anécdota tuvo lugar el mismo año en la misma iglesia. Todos íbamos ya
al Novus Ordo. No había Misa Tridentina. Por lo que sabíamos, había
desaparecido para siempre. Nunca habíamos oído hablar de monseñor Lefebvre ni
de la orden que acababa de fundar en Econe. Nuestra iglesia era conservadora:
no había payasos ni bailarinas. Aunque el altar había sido sustituido por una
mesa, había confesionarios y reclinatorio para comulgar.
PERO
LA RENOVACIÓN ESTABA EN MARCHA.
La
iglesia disponía de una magnífica biblioteca. Yo acostumbraba ir a Misa cada
día y luego pasaba por la biblioteca. Los libros eran verdaderos tesoros. Había
vidas de santos, teología, historia de la Iglesia, testimonios de conversos: un
auténtico banquete para la mente. Semana tras semana me llevaba un libro
prestado, lo leía y luego lo devolvía. Hasta que un día entré horrorizada en
una sala llena de estantes vacíos. Allí me encontré a la directora de
formación.
–¿Dónde
están los libros? –le pregunté.
–Ya no están –me
respondió con el desdén del católico renovado.
–¿Cómo
que no están? –balbuceé.
–Todos eran preconciliares. Ya no
podíamos tenerlos.
Adiós
biblioteca. Supongo que repondrían los anaqueles con libros de la nueva
teología, la nueva psicología y sabe Dios qué otras cosas.
Y
NOS BUSCAMOS OTRA IGLESIA.
Años más tarde
pasó otra cosa por el estilo. La Misa Tridentina seguía prohibida en Detroit,
pero teníamos Misa en latín, rezada con tanto esplendor que pocos sabían que
era Novus Ordo. Como la iglesia del barrio, también tenía una magnifica
biblioteca. Y tal como hacía antes, iba también a Misa diaria y muchas veces me
llevaba un libro prestado antes de volver a casa.
Un día
sonó el teléfono. Era el siciliano que estaba a cargo de la biblioteca.
–¡Venga corriendo! –me dijo– ¡Están tirando todos los libros!
–¿Quién
está haciendo eso?
Me dijo
el nombre de todas aquellas señoras.
–¿Por
qué? –pregunté.
Iban a
hacer una fiesta y había que limpiar el salón parroquial.
–Dicen
que los libros sólo sirven para acumular polvo –me dijo.
–¿Dónde está el párroco? –pregunté.
–No
sé adónde habrá ido–me respondió–. Venga corriendo.
Llegué a
la iglesia antes de que incineraran los libros. Terminada su misión, las
señoras se habían ido. Los libros estaban guardados en cajas y bolsas en la
sala del horno de incinerar basura. El bibliotecario y yo pasamos varias horas
poniéndolos de vuelta
Gracias a
Dios, el párroco los dejó en las estanterías.
***
ES
BUENA ONDA, PERO… ¿ES CATÓLICO?
Esas son
las tres anécdotas que tenía que contar. Vivimos tiempos peligrosos, y las
almas están en peligro. Esto hay que remediarlo. En vez de quejarnos de
este desastre, tenemos que salvaguardar la infraestructura católica. Si está
destruida, o nunca ha llegado a construirse, es preciso reconstruirla. No es
tan difícil, y es algo en lo que cada uno puede hacer su parte, por muy raro
que sea el ambiente en que se desenvuelve.
Meditemos
en ello. Es importante que nuestra fe no esté distorsionada ni haya quedado
reducida al mínimo. Examínese para ver si está bien de conocimientos y si
entiende bien la doctrina. Por haber dado clases de religión durante muchos
años, soy consciente de la importancia de hacer repasos periódicos de lo que se
enseñó hace tiempo. Es una buena forma de comprobar que no se ha olvidado nada.
Siga
este cuestionario a ver si es capaz de decir sin ninguna duda que:
–Dios lo creó todo de la nada.
–Adán y Eva son (no fueron) personas reales.
–El pecado original existe. Es hereditario. Por eso, la naturaleza
humana está caída. Nos mancha el alma y deteriora su belleza. Nos impide el
acceso al Cielo. Esa mancha mortal no se puede eliminar por medios humanos; ni
estudiando ni siendo simpático ni con una vida virtuosa. Sólo el bautismo lo
puede borrar de nuestra alma. Por lo tanto, el bautismo es necesario para la
salvación.
–La Iglesia Católica es la única verdadera. Todas las demás religiones
son falsas, y cada una cae en una estructura de error.
–El propio Cristo nos dio los sacramentos para nuestra salvación. No los
inventó ningún hombre. Y nadie los puede cambiar.
–El Sacrificio de la Misa es un verdadero sacrificio. Es la ofrenda de
una Víctima a Dios en reparación por los pecados. La Misa es la muerte de
Cristo de un modo místico, milagroso, actualizada en el tiempo ante nuestros
ojos en una representación incruenta del Calvario. Los laicos no son necesarios
en esta obra sagrada.
–El Cielo existe. Es un reino, un lugar palpable, visible más allá del
velo que lo cubre, tangible. Nuestro Señor y Nuestra Señora reinan allí
físicamente en cuerpo glorioso. El Infierno, el Purgatorio y el Limbo también
existen. Las almas van a esos sitios.
–El Diablo no es un mito ni una metáfora. Lucifer y su ejército de
ángeles caídos existen, y nos odian.
–Al morir seremos juzgados. En el momento de la muerte se acaba toda
oportunidad de misericordia. Es la hora del juicio. Jesucristo, Rey del Cielo y
de la Tierra, dictará sentencia. ¿Al Cielo? ¿Al Purgatorio? ¿Al Infierno? No lo
decide uno mismo. El Señor lo destina a donde le corresponde. No será posible
elegir.
–En el último día Cristo regresará a la Tierra. Se lo verá venir en las
nubes del Cielo. Será el Juicio Universal. Toda alma que haya existido estará
presente. Cada uno de los mortales sabrá quién es amado de Dios y quién se
condenará por su propia culpa.
–En ese momento, el cuerpo saldrá de la tumba y se reencontrará con el
alma. Todo el mundo verá nuestro aspecto real: si somos seres
indescriptiblemente hermosos o feos y deformes. E iremos al lugar al que
hayamos sido destinados, para ser amados u odiados por la eternidad.
Ese es,
pues, el examen de hoy. ¿Cómo ha respondido? ¿Sigue
siendo católico? ¿O le ha mordido la serpiente?
Susan Claire Potts
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada. Artículo original)
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