Fíjate: hay milagros
cotidianos, algunos suceden en el silencio del corazón.
¿Cuántos milagros hizo Jesús
en sus tres años de vida pública? Las fuentes me dicen que son 38 los milagros
recogidos en los Evangelios. Habría más, seguro. Pero no me parecen muchos
teniendo en cuenta cuántos enfermos pudo encontrar Jesús, cuántos heridos a su
alrededor, cuántas muertes.
¡Cuánta gente necesitada de su
fuerza y su poder habría en Tierra Santa en su tiempo! Fueron pocos milagros.
Pudo hacer muchos más. ¿Por qué no curó
a todos?
Pienso en todo el dolor que
hay hoy a mi alrededor. ¿Por qué no salva a todos?
Pido milagros justos. Cosas
que son buenas.
Pienso que ser curado por
Jesús es sinónimo de ser amado por Él. Elegido. Llamado. Mirado. Cuidado.
Rescatado. Y pienso que no ser curado es lo contrario.
No me sé amado de forma especial. Ni predilecto. Ni escogido. Pertenezco al grupo inmenso de los que no
son sanados por Él. Al grupo de los invisibles. No al grupo de los elegidos. Lo
reconozco.
A mí también me gustaría ver milagros, ser objeto de un milagro, ser sanado en mis heridas. Rezo pidiendo
milagros y los espero.
Y cuando no suceden. Entonces
me siento menos amado, menos elegido, menos tomado en cuenta. Como si Jesús al
pasar no se hubiera fijado en mí. Me frustra ver cómo se aleja de mi vida. Mira
a otros más que a mí. No a mí. Pienso en tantas personas a las que Jesús cura.
Pero a mí no. A los míos no. Y he rezado tanto…
Los evangelistas cuentan que
la gente perseguía a Jesús para tocarlo. Llamaban su atención. Tenían fe en que
sólo con tocarlo bastaría para quedar sanos. No necesitarían su palabra. Ni
siquiera su atención. No tenían que ser mirados. Sólo tocarlo bastaba. Pero
muchos no fueron curados.
Me impresiona esa fe. No sé si
la tengo. Quiero que Jesús me hable, me
mire, me toque. Y quiero esos milagros extraordinarios que tanto me
llaman la atención. Esos que me sorprenden y despiertan mi asombro. Igual que
las conversiones espectaculares. Esas que emocionan mi alma. Lo cotidiano me
parece menos atractivo, casi aburrido.
A veces hay milagros no tan
espectaculares. Milagros de gracia. Milagros
que suceden en el silencio del corazón. Ocultos a los ojos curiosos de
los hombres. Dios cambia mi alma y empiezo a vivir de forma diferente. Dios
cambia mi mirada y comienzo a ver lo que antes no veía. Es un milagro inmenso que a veces no valoro.
No doy gracias por los milagros cotidianos. Tal vez me creo
con derecho a ellos y los doy por evidentes. Mi salud. El amor que recibo. Una
vida estable. Una fecundidad que me sorprende. Todo me parece lógico. Me parece
poco. No doy gracias por lo
cotidiano. Por todo aquello a lo que me creo con derecho.
Pero no es así. A diario suceden milagros a mi alrededor. Tal
vez me falta fe para verlos. Me he acostumbrado a la vida. Y me
decepciona ver que Dios no hace los milagros que le pido.
Había creído en un Dios
hacedor de milagros sorprendentes. Y cuando me toca a mí, no sucede lo que le
pido, lo que espero, lo que sueño. Me gustaría aprender a ver a Dios actuando a
mi alrededor. Como esa presencia invisible que todo lo cambia sin que el mundo
se dé cuenta.
Decía el padre José Kentenich:
“Cuando la fe en la Divina Providencia ha calado
hasta la médula, cuando se ha convertido en una segunda naturaleza, uno se ve rodeado en todas partes (incluso en las cosas
más simples) por mensajeros y mensajes de Dios”[1].
Quiero esa fe que cree en un
Dios providente que me conduce con su amor. Una mirada pura capaz de ver
milagros sencillos, escondidos. Quiero descubrir a ese Dios que se abaja a lo
más íntimo de mi alma. Me sostiene y me muestra el camino a seguir.
Y yo debo aprender a ver
milagros por todas partes. No de esos espectaculares que nadie puede refutar.
Sino esos otros que pasan desapercibidos. Ocultos. Silenciosos.
Me gustan esos milagros que no
pido porque me creo con derecho a ellos. Pero me engaño. Son gracia. Son un
don. Un regalo que recibo sin merecerlo.
Quiero tener más fe para ver a
Dios abrazando mi espalda, sosteniendo mis pasos, conduciendo mi vida. Le pido a Dios el milagro de verlo en mi vida,
en mi lago, en mis hábitos, en mi carne.
Le pido el milagro de aprender
a vivir. El milagro de enfrentar los miedos con una confianza que no es mía. Le
pido el milagro de saber asombrarme de los regalos que me hace cada día. El
milagro de saber interpretar su voluntad y cumplirla.
Y decir cómo me enseña san
Francisco de Sales: “Nada pedir. Nada rehusar“. Pido demasiado. Quiero hacer
mis planes. Y que Dios respete con su magia el curso de mi vida. Que no me
cambie nada. Que no altere mis sueños.
Pienso en ese Dios hacedor de
milagros. Y no aprecio esos milagros ocultos y sencillos. Le pido a Dios que me
cuide. Y que no llegue nunca a pensar que por no recibir exactamente lo que le
pido significa que ya no me ama y ya no soy su elegido.
Quiero una fe más madura, más
pura. Para no alejarme de Él al sentir su impotencia. Al pensar que no me da
gracia tras gracia porque ha dejado de darme su amor. Quiero agradecerle con fe
sencilla por lo que tengo. Por lo que
me ha dado. Sin querer más. Es un salto de fe.
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