LA GRACIA DIVINA
Si
queremos abordar el tema de la gracia divina lo primero que hemos de tener en
cuenta es que la revelación que Dios ha querido hacernos, es decir, la
revelación judeo-cristiana, es la revelación del Amor de Dios para el hombre.
Este Amor será siempre nuestro asombro pues rebasa todo lo que podemos
concebir. Para conocer a fondo el Amor de Dios necesitaríamos ser Dios, y por
ello tampoco comprendemos del todo los efectos de ese Amor: precisamente porque
no podemos comprender su Fuente, el Manantial del que brotan.
Sabemos
que el primer acto en que se revela el Amor de Dios es la creación. Dios está
presente en las cosas más que las cosas mismas; está en mí más que yo mismo (‘Dios que eres en mi cielo más cielo que el cielo mismo’,
dice el P. Chardon). Los teólogos llaman presencia de inmensidad a este modo de
presencia divina, y dicen que adopta tres modalidades. La primera es una presencia
de conocimiento, en cuanto que nada escapa de la visión divina: Dios conoce
todo, incluido el secreto de cada corazón. Además, Dios está presente en todo
con una presencia de fuerza, ya que da a los seres su actividad: hace a la
higuera dar higos y rosas al rosal. También está presente Dios con una
presencia de esencia, es decir, en cuanto que las cosas, por el hecho de que
son, participan del Ser divino. Tales son los tres aspectos de la presencia de
Dios en su acto creador.
Pero hay
un segundo acto de Dios, más desconcertante todavía. Algo así como una madre a
la que no le parece bastante con tener cerca al niño que ha traído al mundo y
lo estrecha contra su corazón. Dios va a unirse de una nueva manera a los seres
espirituales que se abren a Él. Esta presencia más misteriosa, más escondida,
se llama presencia de inhabitación. De esta segunda manera no puede Dios
habitar en las cosas materiales, pero allá donde exista un espíritu podrá
descender y conversar con él. Esta presencia de inhabitación es una presencia
de conocimiento y amor, y se produce cuando Dios infunde su gracia a ese
espíritu. Entonces lo hace apto para que las Personas divinas establezcan ahí
su morada.
Estos dos
modos de presencia divina obedecen a las dos clases de Amor de Dios. Hay un
Amor (al que santo Tomás llama común), con el que Dios ama a la gota de agua,
al camello, a la estrella, al impulso eléctrico… Él los creó: existen porque
los ama, existen por un acto de amor y de volición divina. Dios ama así, con
este amor común a todo lo que es. También el hombre pecador tiene su ser, y
también el demonio, y ese ser no subsistiría si Dios no continuara deseándolo.
Lo malo en ellos no es su ser, lo malo es su voluntad perversa, el acto por el
que rechazan el amor especial que se les ofrece. Pero su ser mismo es una
riqueza, una participación del Ser divino. En este sentido se dice que el amor
común de Dios se extiende a todo lo que existe en tanto que existe: también al
demonio y al pecador.
A este
segundo tipo de Amor divino, al Amor que se origina por la inhabitación, santo
Tomás lo llama amor especial. Por este Amor Dios eleva a la criatura espiritual
sobre las condiciones de su naturaleza, revistiéndola de una nueva,
introduciéndola en un nuevo universo. La hace participante de la vida divina al
infundir en ella la gracia creada o gracia santificante. A nosotros, seres
espirituales, Dios nos ha creado para amarnos así.
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