II. Yo,
Leandro Daniel Bonnin, sacerdote para siempre por misericordia del Padre y de
tu Hijo Jesucristo, me ofrezco totalmente a vos.
Madre: a muchos hermanos en la fe, incluso a algunos muy comprometidos
con la vida de la Iglesia, les resulta un verdadero misterio que alguien pueda
decidir ingresar en el Seminario y ser cura. Me lo han preguntado con variadas
formulaciones en muchas oportunidades:
¿Por qué soy sacerdote?
¿Por qué “elegí” este modo de vida?
Y algo es muy claro: yo no elegí ser sacerdote… La frase de tu Amado
Hijo en la última cena: “no son ustedes los que me
eligieron, sino que yo los elegí…” se aplica a cada uno de los que a lo
largo de los siglos ingresamos en este ministerio apostólico.
Yo no elegí ser sacerdote. No fue una opción luego de pensarlo mucho
tiempo, no me incliné a esta consagración porque me gustaba ayudar a la gente,
o hablar en público, o gestionar una comunidad… No lo elegí -mucho menos-
porque no sabía qué hacer con mi vida, o porque no encontraba alguien que me
quisiera para formar una familia…
Soy sacerdote porque Jesús me eligió para eso y, al descubrir ese plan y
ese proyecto, decidí aceptar: “Aquí estoy. Envíame”
Y esta respuesta, Ma, lejos de esclarecer el “misterio",
lo hace aún más oscuro.
¿Por qué te eligió Dios?
¿Cómo te diste cuenta?
Me eligió por pura misericordia. Sin mérito de mi parte. Sin que yo haya
hecho nada de nada para merecerlo.
Me eligió gratuitamente, desde antes de la Creación del mundo para “reproducir la imagen del Hijo” (Rom 8,28). Me
eligió “antes que me formara en el seno de mi
madre” (Jer 1) Me pensó y me soñó sacerdote, y en función de ese llamado
pensó cada circunstancia concreta de mi vida.
Me eligió conociendo, incluso, todos los pecados que yo iba a cometer…
por pura misericordia.
¿Cómo lo supe?
No fue un Ángel del Cielo, ni una voz. Ni sentí olor a rosas, ni un
Crucifijo de pronto tomó vida.
Fue un domingo por la mañana, pocos días después de tu Fiesta,
Madre del Rosario. Era un domingo parecido a muchos otros. Fue un acontecimiento
único en dos momentos: una charla con un amigo a punto de ingresar al Seminario
y una Misa bajo una lluvia torrencial, con tres o cuatro personas más.
Fue experimentar de pronto, en lo más íntimo de mi alma, la certeza de
que en el Sacerdocio todos mis anhelos se verían satisfechos. En ese momento,
mi horizonte adolescente se amplificó hasta el infinito. Fue algo completamente
inesperado y novedoso, y a la vez, fue como si de pronto todo lo anterior no
hubiera sido más que una preparación para aquel día.
Fue terminar la Celebración con una certeza enorme instalada en el más
rofundo centro de mi ser: Jesús quiere que sea sacerdote. No sé dónde, ni cuándo,
ni por donde comenzar, pero tengo la certeza de que así es, y así será.
El llamado que recibí aquella mañana lluviosa de 1994 resonó una y otra
vez a lo largo de cada año de formación, hasta que se transformó en la voz
audible del rector del Seminario, quien, el 19 de noviembre de 2005, en una
Catedral llena de fieles, dijo en alta voz: “acérquense
los que van a ser ordenados presbíteros… Leandro Daniel Bonnin". Yo
respondí, al igual que mis compañeros que también fueron llamados por su
nombre: “aquí estoy, Señor". Y luego el
obispo dijo: “elegimos a estos hijos para el orden
del presbiterado". Toda la asamblea cantó: “Te
doy gracias, Señor por tu amor… no abandones la obra de tus manos”
Soy sacerdote para siempre por misericordia del Padre y de tu Hijo
Jesucristo. Por pura misericordia, sacerdote por toda la eternidad. No por un
tiempo, por unos años, o mientras dure el entusiasmo o la “luna de miel": para siempre.
Por siempre, Madre, quiero continuar cantando: “Te
doy gracias… por tu amor, por tu misericordia, por tu paciencia, por levantarme
en las caídas… No abandones -Alfarero divino- la obra de tus manos. No
abandones, Madre tierna, esta pequeña y pobre obra de tus manos maternales. Yo
me ofrezco totalmente a vos".
Leandro Bonnin
No hay comentarios:
Publicar un comentario