En una nueva Audiencia General, el Papa Francisco
continuó con el ciclo de catequesis sobre la Misa y explicó algunos momentos de
la Liturgia eucarística.
Sobre el Ofertorio, por ejemplo, señaló que “nos
enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los otros, las
cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos, ayudándonos a construir la
ciudad terrena a la luz del Evangelio”.
A continuación, el texto completo de la catequesis
del Papa:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con la catequesis sobre la santa misa. En la liturgia de la
Palabra —sobre la que me he detenido en las pasadas catequesis— sigue otra
parte constitutiva de la misa, que es la liturgia eucarística. En ella, a
través de los santos signos, la Iglesia hace continuamente presente el Sacrificio
de la nueva alianza sellada por Jesús sobre el altar de la Cruz (cf. Concilio
Vaticano ii, Const. Sacrosanctum Concilium, 47). Fue el primer altar cristiano,
el de la Cruz, y cuando nosotros nos acercamos al altar para celebrar la misa,
nuestra memoria va al altar de la Cruz, donde se hizo el primer sacrificio. El
sacerdote, que en la misa representa a Cristo, cumple lo que el Señor mismo
hizo y confió a los discípulos en la Última Cena: tomó el pan y el cáliz, dio
gracias, los pasó a sus discípulos diciendo: «Tomad,
comed... bebed: esto es mi cuerpo... este es el cáliz de mi sangre. Haced esto
en memoria mía».
Obediente al mandamiento de Jesús, la Iglesia ha dispuesto en la
liturgia eucarística el momento que corresponde a las palabras y a los gestos
cumplidos por Él en la vigilia de su Pasión. Así, en la preparación de los
dones, son llevados al altar el pan y el vino, es decir los elementos que
Cristo tomó en sus manos. En la Oración eucarística damos gracias a Dios por la
obra de la redención y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de
Jesucristo. Siguen la fracción del Pan y la Comunión, mediante la cual
revivimos la experiencia de los Apóstoles que recibieron los dones eucarísticos
de las manos de Cristo mismo (cf. Instrucción General del Misal Romano, 72).
Al primer gesto de Jesús: «tomó el pan y el
cáliz del vino», corresponde por tanto la preparación de los dones. Es
la primera parte de la Liturgia eucarística. Está bien que sean los fieles los
que presenten el pan y el vino, porque estos representan la ofrenda espiritual
de la Iglesia ahí recogida para la eucaristía. Es bonito que sean los propios
fieles los que llevan al altar el pan y el vino. Aunque hoy «los fieles ya no traigan, de los suyos, el pan y el vino
destinados para la liturgia, como se hacía antiguamente, sin embargo el rito de
presentarlos conserva su fuerza y su significado espiritual» (ibíd.,
73). Y al respecto es significativo que, al ordenar un nuevo presbítero, el
obispo, cuando le entrega el pan y el vino dice: «Recibe
las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucarístico»
(Pontifical Romano – Ordenación de los obispos, de los presbíteros y de los
diáconos). ¡El Pueblo de Dios que lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran
ofrenda para la misa! Por tanto, en los signos del pan y del vino el pueblo
fiel pone la propia ofrenda en las manos del sacerdote, el cual la depone en el
altar o mesa del Señor, «que es el centro de toda
la Liturgia Eucarística» (igmr, 73). Es decir, el centro de la misa es
el altar, y el altar es Cristo; siempre es necesario mirar el altar que es el
centro de la misa. En el «fruto de la tierra y del
trabajo del hombre», se ofrece por tanto el compromiso de los fieles a hacer de
sí mismos, obedientes a la divina Palabra, «sacrificio agradable a Dios, Padre
todopoderoso», «por el bien de toda su santa Iglesia». Así «la vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su
oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren
así un valor nuevo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1368).
Ciertamente, nuestra ofrenda es poca cosa, pero Cristo necesita de este
poco. Nos pide poco, el Señor, y nos da tanto. Nos pide poco. Nos pide, en la
vida ordinaria, buena voluntad; nos pide corazón abierto; nos pide ganas de ser
mejores para acogerle a Él que se ofrece a sí mismo a nosotros en la
eucaristía; nos pide estas ofrendas simbólicas que después se convertirán en su
cuerpo y su sangre. Una imagen de este movimiento oblativo de oración se
representa en el incienso que, consumido en el fuego, libera un humo perfumado
que sube hacia lo alto: incensar las ofrendas, como se hace en los días de
fiesta, incensar la cruz, el altar, el sacerdote y el pueblo sacerdotal
manifiesta visiblemente el vínculo del ofertorio que une todas estas realidades
al sacrificio de Cristo (cf. igmr, 75). Y no olvidar: está el altar que es
Cristo, pero siempre en referencia al primer altar que es la Cruz, y sobre el
altar que es Cristo llevamos lo poco de nuestros dones, el pan y el vino que
después se convertirán en el tanto: Jesús mismo que se da a nosotros.
Y todo esto es cuanto expresa también la oración sobre las ofrendas. En
ella el sacerdote pide a Dios aceptar los dones que la Iglesia les ofrece,
invocando el fruto del admirable intercambio entre nuestra pobreza y su
riqueza. En el pan y el vino le presentamos la ofrenda de nuestra vida,
para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y se
convierta con Él en una sola ofrenda espiritual agradable al Padre. Mientras se
concluye así la preparación de los dones, nos dispones a la Oración eucarística
(cf. ibíd., 77).
Que la espiritualidad del don de sí, que este momento de la misa nos
enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los otros, las
cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos, ayudándonos a construir la
ciudad terrena a la luz del Evangelio.
Redacción ACI
Prensa
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