jueves, 15 de febrero de 2018

XXVII. EL FIN ÚLTIMO DEL HOMBRE


282. ––Después de estudiar, en el libro primero de la «Suma contra los gentiles», la perfección de la naturaleza divina, y, en el segundo, la perfección de su poder como creador y señor de todo ¿qué trata el Aquinate en el libro siguiente?
––En el tercer libro, Santo Tomás se ocupa de lo que queda por examinar sobre Dios: su perfecta autoridad o dignidad como gobernador y como fin de todos los seres. Estudiará a Dios, al igual que en el libro anterior, en relación a las criaturas, pero no ya como primer principio como en el libro segundo, sino en cuanto fin de todos los entes y rector de todo.
También al igual que en los dos libros anteriores comienza con un lema bíblico, que indica este tema general. Es el siguiente pasaje de un Salmo: «El Señor es un Dios grande y un rey grande sobre todos los dioses, porque no rechazará Dios a su pueblo. En su mano están todos los confines de tierra, son suyas las alturas de los montes. Suyo es el mar, Él lo hizo y sus manos formaron la tierra árida»[1].
En el capítulo primero, glosa así estas palabras: «el Salmista, lleno del Espíritu divino, para demostrarnos el gobierno de Dios, nos describe, en primer lugar, la perfección del primer soberano: de su naturaleza, al llamarle «Dios»; de su poder, cuando dice «gran Señor». Dando a entender que a nadie necesita para ejercer su poder; de su autoridad, al decir «Rey grande, sobre todos los dioses», porque, aunque haya muchos gobernantes, no obstante, todos están sometidos a su gobierno».
Después de definirse en el Salmo la naturaleza y poder de Dios Gobernador, añade Santo Tomás que: «en segundo lugar, nos describe la manera de gobernar. En lo referente a los entes racionales que, sometiéndose a su gobierno, consiguen por él su último fin, que es Él mismo, dice: «No rechazará el Señor a su pueblo».
Se indica también que el gobierno de Dios es universal, porque no sólo se extiende a las criaturas racionales, que lo hacen libremente, sino también a todas las irracionales. «En lo que toca a los entes corruptibles, los cuales, aunque a veces salen de su propio modo de obrar, no escapan al poder del primer soberano, dice así: «En sus manos tiene las profundidades de la tierra».
Igualmente, también afecta el gobierno divino a los otros seres irracionales, que considera que no tienen fallos como los cuerpos terrestres, porque: «respecto a los cuerpos celestes, que sobrepasan lo más alto de la tierra, esto es, los cuerpos corruptibles y que siempre guardan el recto orden del gobierno divino, dice: «Y suyas son también las cumbres de los montes»
Por último, nota Santo Tomás que en el texto bíblico: «en tercer lugar, da la razón de este gobierno universal; pues es necesario que todo lo que Dios ha creado sea gobernado por Él; y por eso dice: «Suyo es el mar…» [2].
Enseña San Agustín, y sigue así toda la tradición, que Dios gobierna todas las cosas.Como una objeción a ello, nota que: «Se suele preguntar por qué Dios –según está escrito en el libro de la ley, llamado Génesis, con el que comienzan las santas Escrituras– puso término a sus obras el día sexto y el séptimo descansó de todas ellas». Indica que esta manera argumentar era parecida a la de: «los judíos, quienes entendían tan materialmente lo del sábado, que se imaginaban que Dios estaba ocioso desde aquel primer sábado. Y si no lo pensaban, creían tal vez que también él obraba en las criaturas seis días, que los sábados descansaba y no trabajaba, y que, como los niños, disfrutaba de unas vacaciones».
Sin embargo, añade: «El problema se resuelve de esta manera: es verdad que Dios realizó y puso término a su obra creadora y que el sábado descansó, pero de crear, no de administrar la creación. Efectivamente la mole de este mundo, es decir, el cielo la tierra y todo lo que en ellos hay, si él no lo gobierna, deja de existir». Además: «Él gobierna el mundo sin fatiga» [3].
Explica también que: «después de todo lo que hizo en el mundo, ya no hizo ninguna criatura nueva. Son las criaturas mismas las que cambian y se transforman. De hecho una vez que fueron creadas, nada más se añadió. Con todo, si el que hizo el mundo no lo gobernase, dejaría de existir lo hecho; no le queda sino administrar lo que hizo. Así, pues, como nada se añadió a la creación, se dice que Dios descansó de todas sus obras (Cf. Gn 2, 2). Al mismo tiempo, como no cesa de gobernar lo que hizo, el Señor dice con razón: «Mi Padre trabaja hasta ahora» (Jn 5)
El gobierno divino sigue a la creación, para su conservación. Dios: «gobierna las cosas que hizo: por eso no cesa de obrar. Pero las gobierna con la misma facilidad con la que las hizo. No juzguéis, hermanos, que no se fatigaba al crearlas, pero se fatiga al gobernarlas, al modo como, con referencia a una nave, se fatigan tanto los que la construyen como los que la gobiernan, dado que son hombres. Pues con la facilidad con que lo mandó y las cosas se hicieron, con esa misma facilidad y discreción las gobierna» [4].
283. ––¿Prueba el Aquinate las tesis afirmadas en el comentario a los versículos del Salmo 94?
––Muestra la necesidad de las tesis enunciadas sobre la gobernación divina, desde lo ya demostrado en los libros anteriores. En primer lugar, que: «en todos los entes, hay un primero que posee plenamente la perfección, a quien llamamos Dios, el cual, de la abundancia de su propia perfección distribuye el ser a todo cuanto existe, comprobándose así que no sólo es el primero de los entes, sino también el principio de todos los entes».
En segundo lugar, que Dios: «da el ser a los demás no por necesidad de naturaleza, sino al arbitrio de su voluntad, como consta por lo dicho, de donde resulta que es el Señor de todas sus criaturas, pues somos señores de cuanto está sujeto a nuestra voluntad». Precisa que: «este dominio que tiene sobre las cosas que produjo es perfecto, puesto que para producirlas no precisó ayuda de ningún agente exterior ni se valió de la materia, pues es el Hacedor universal de todo».
Por otra parte, de la naturaleza de la voluntad se desprende que: «cada una de las cosas producidas por voluntad de un agente está ordenada a un fin determinado por ese mismo agente; porque, siendo el bien y el fin el objeto propio de la voluntad, es necesario que cuanto proceda voluntariamente esté ordenado a algún fin». Sin embargo: «cada cosa alcanza el último fin por su propia acción, la cual es preciso que sea dirigida al fin por quien dio a las cosas los principios de sus operaciones».
De todo ello, se concluye que: «Dios, que en sí es universalmente perfecto y que con su poder prodiga el ser a los demás entes, es el gobernador de todos ellos, por nadie dirigido; pues no hay quien se exima de su gobierno, como tampoco hay quien no haya recibido afortunadamente el ser de Él».
Dios, en consecuencia: «así como es perfecto en el ser y en el causar, así también lo es en el gobernar» [5]. Como asimismo concluirá en la Suma teológica: «Pertenece a la bondad divina, que, así como ha producido las cosas, las conduzca también a sus fines; y esto es gobernarlas» [6].
284. ––¿Indica también Santo Tomás los modos de gobernar a las diferentes criaturas y cuáles son sus efectos?
––Después de exponer brevemente la existencia y naturaleza de la divina gobernación de Dios, Santo Tomás escribe: «el efecto de su gobierno aparece de distintas maneras en todos los diversos entes, en consonancia con sus diferentes naturalezas».
Se refiere, en primer lugar, a los entes espirituales: «producidos por Dios y dotados de inteligencia, con el fin de mostrar en sí su semejanza y de representar su imagen; no sólo son dirigidos, sino que también se dirigen a sí mismos al fin debido mediante sus propios actos».
Las criaturas espirituales, que se asemejan y participan del Bien por esencia, que es Dios, tiende con voluntad libre al fin del gobierno divino, que es el bien. Por ello: «si al dirigirse al mismo se someten al régimen divino, son admitidos a la consecución del último fin por disposición divina; por el contrario, si al dirigirse hacia él se independizan son rechazados» [7].
En su obra de moral, el tomista Ramón García de Haro, respecto a este efecto de la divina gobernación, explicaba: «El dinamismo de las criaturas tiene su raíz en la tendencia e inclinación al propio bien, depositada por Dios en lo más profundo de su ser. En el hombre, como criatura espiritual, el bien propio es el amor de Dios y del prójimo, al que libremente accede a través del don sincero de si (En esto se muestra la imagen de Dios, que obra siempre para dar: para hacer a otros partícipes de su bondad)»
Sin embargo, advertía que: «entre la diversidad de bienes que le atraen y puede libremente querer, sólo le perfeccionan aquellos que le conducen a ese amor y a ese darse, y constituyen –por ende- el bien (o valor) moral, o sea, de la persona en cuanto tal» [8].
Entre los bienes se debe distinguir entre los bienes auténticos y los aparentes, porque: «en contraposición al bien moral verdadero (o bien honesto) está el bien aparente, es decir, aquel que tienen una conveniencia parcial para el sujeto, pero que es contrario a su perfección como persona, o se que de algún modo se opone al amor de Dios y del prójimo».
En definitiva: «Cualquier bien creado puede perseguirse como fin y, de hecho, el hombre se propone fines muy diversos, tantos como bienes concretos quiere conseguir. Pero debe querer esos bienes siempre dentro del orden de la creación: algunos por sí mismos –por ejemplo, la persona y sus bienes fundamentales» [9].
Notaba también el profesor García de Haro que: «Al participar en la bondad divina, las criaturas la manifiestan necesariamente. Por tanto, su fin –impreso en su ser por la misma acción creadora– es mostrar la perfección del Creador, para que el hombre le descubra y le ame, y esto es glorificarle: «Llena está toda la tierra de su gloria» (Is 6, 3)».
Sobre esta última afirmación: «es necesario evitar aquí un falso antropomorfismo. Si atendemos a nuestra experiencia, vemos que los hombres a menudo pretenden su gloria de modo egoísta: buscan desordenadamente el bien para sí, aunque sea en detrimento de los demás. Pero Dios, que lo posee todo, al crear no puede buscar tener más, sino sólo dar. De modo que crear para su gloria es hacer gratuitamente a otros partícipes de su Bondad» [10].
El antropomorfismo puede llevar a: «colocar al hombre por sí mismo, como término definitivo de las aspiraciones y logros humanos» [11]. Además: «oscurecido el gobierno divino de las cosas creadas, el paso siguiente es poner en sombras la verdad misma sobre Dios, ya comprometida con el olvido de su Providencia» [12]. Queda así confirmada la observación de Santo Tomás: «cree que existe Dios quien cree que todas las cosas de este mundo caen bajo su gobierno y providencia» [13]. Sólo se cree verdaderamente en Dios si se cree en el gobierno divino universal.
En segundo lugar, sobre los efectos del gobierno divino en las criaturas materiales, nota Santo Tomás que: «hay otros entes, privados de inteligencia, que no se dirigen a sí mismos, sino que son dirigidos por otro hacia su propio fin (…) de los cuales unos son corruptibles, pudiendo admitir defecto en su ser natural, aunque tal defecto redunda en beneficio de otro, porque al corromperse uno se engendra otro. Y fallan también respecto al orden natural en sus propios actos; aunque tal fallo se compensa con algún bien que resulta de ello».
El gobierno de Dios es infalible. Nada ni nadie puede intentar ir contra el orden de la gobernación de Dios, porque todo está al servicio de los planes de Dios. «Lo cual demuestra que ni aun aquello entes que, al parecer, se apartan del orden del gobierno divino, escapan al poder del primer gobernador, porque estos cuerpos corruptibles, así como han sido creados por Dios, así también están sujetos perfectamente a su poder» [14]
285. ––Como en los dos anteriores libros, el Aquinate al principio del tercero comenta el lema que lo encabeza, para justificar su contenido. ¿También como en los otros explica su estructura?
––Al finalizar el «proemio» o introducción a este extenso libo, Santo Tomás explica, por una parte la razón de su tema. «Como en el libro primero tratamos de la perfección de la naturaleza divina, y en el segundo de la perfección de su poder como creador y señor de todo, en este tercer libro réstanos tratar de su perfecta autoridad o dignidad como gobernador y como fin de todos los entes».
Por otra, presenta sus tres partes. «El orden será el siguiente: en primer lugar, trataremos de Él mismo como fin de todas las cosas; a continuación, de su gobierno universal sobre todo lo creado; y después del gobierno especial con que se rige a las criaturas dotadas de entendimiento»
Considera, por ello, Santo Tomás que, en su relación con su primer principio, en las criaturas hay un cierto proceso circular o de retorno, en cuanto que todas las cosas vuelven, como al fin, a aquello de lo que había sido su origen. Esta tesis afecta el contenido y el orden del libro tercero de la Suma contra los gentiles, porque se sigue que el estudio de la vuelta o retorno al fin debe hacerse de Dios, como primer principio, a Dios como fin último y gobernador de lo creado. El orden será, por tanto, el siguiente: en primer lugar, se estudiará a Dios como fin último universal; en segundo lugar, Dios como gobernador universal y, por último, en tercer lugar, Dios, gobernador especial de los seres espirituales.
286. ––¿Cómo comienza la parte dedicada a Dios, como fin último de todas las criaturas?
––El capítulo segundo, con el que, después del proemio, se inicia esta primera parte del libro III, se ocupa del fin último en común o en general. El principio de finalidad establece que: «Todo agente, cuando obra, tiende a algún fin». El fin al que tiende todo agente al obrar no es sólo el resultado de la eficiencia del agente, sino también aquello por lo que ha obrado y que ha sido previo. Dirá después Santo Tomás en la Suma teológica que: «El fin es el último en el orden de ejecución, más el primero en la intención del agente, y en este sentido tiene condición de causa» [15].
Al comentar este texto, el tomista Garrigou-Lagrange argumentaba que: «El fin es causa en relación con el agente porque es la primera en el orden intencional aunque sea la última en la ejecución. Luego, la verdadera fórmula del principio de finalidad es la fórmula clásica «todo agente obra por un fin». Hay que entenderlo de distinta manera según se trate de un agente intelectual o de un agente natural privado de razón» [16]. Debe entenderse, por tanto, de una manera analógica.
Sobre el sentido analógico de acción y de fin en los entes espirituales, explica Garrigou: «Los agentes dotados de entendimiento obran mirando un fin formalmente directivo, esto es, conociendo la finalidad misma, la misma razón de fin, y, bajo esta luz, disponiendo y orientando los medios hacia la meta conocida como tal (…). La inteligencia sola, cuyo objeto es, no el color o el sonido, sino el ente, es capaz de advertir la razón del fin y de captar, dentro de este fin, la razón de ser de los medios que le conducen a conseguirlo».
En cambio: «Los animales carentes de razón obran por un fin, directivamente, pero no formalmente sino sólo en cuanto el sujeto o materialmente, es decir, conociendo la cosa que es su fin. Así, el animal que ha visto su presa a cierta distancia no es un nuevo paciente en el movimiento a que se siente arrastrado: en cierto modo se mueve a sí mismo activamente hacia ella; también la golondrina al recoger las briznas para construir su nido» [17].
Por ello, enseña Santo Tomás en la Suma teológica que: «Hay dos modos de conocimiento del fin uno perfecto y otro imperfecto. Aquél existe cuando no sólo se percibe la realidad material, sino también la noción formal del fin y la proporción de los medios que a él conducen: tal conocimiento es propio de la criatura racional. El conocimiento imperfecto se limita a la sola aprehensión de la realidad que constituye el fin, sin percibir su noción formal y su relación con el acto que a él se orienta. Este conocimiento imperfecto se halla en los irracionales, captado por el sentido y por la estimativa natural» [18].
Por último: «Los agentes naturales carentes de todo conocimiento, hasta sensible, obran mirando a un fin, sólo ejecutivamente. Son las plantas y los cuerpos inorgánicos, que obedecen a la finalidad sólo dentro del plan de la ejecución, pero de acuerdo a un orden admirable y preestablecido. Así la piedra tiende al centro de la tierra y todos los cuerpos se atraen por la cohesión del universo en lugar de dispersarse en todos los sentidos» [19].
287. ––La naturaleza del principio de finalidad sería analógica, porque enuncia el obrar por un fin, directivo formalmente, en la vida espiritual, directivo materialmente, en la vida sensitiva y vegetativa, y sólo ejecutivamente en los entes inertes ¿Se puede demostrar su existencia?
––El principio de finalidad no se puede demostrar. Al igual que los otros primeros principios no tiene demostración. Sin embargo, no es necesaria, ya que, como los demás principios, es evidente por sí mismo. Por su evidencia, al comprender su formulación, se advierte su veracidad. No obstante, no sólo por establecer el principio de finalidad queda indicado que es patente de por sí, porque su evidencia se puede también mostrar, desde el principio de no contradicción, demostrándolo indirectamente por el absurdo.
Santo Tomás presenta esta demostración por reducción al absurdo del modo siguiente: «Si el agente no tendiese a un efecto determinado, todos los efectos le serían indiferentes; más, como lo que es indiferente respecto a muchas cosas no tiende más hacia una que hacia otra, síguese que de lo que es totalmente indiferente no resulta ningún efecto si algo no lo determina en un sentido. Sería, por lo tanto, imposible que obrará. En consecuencia, todo agente tiende hacia un efecto determinado, que es su fin». De manera que si el agente no tendiese a un efecto determinado, que es su fin, todos los efectos le serían indiferentes. No tendería, por tanto, a ninguno. Sería, por ello, imposible que obrara. En consecuencia, debe aceptarse que todo agente tiende hacia un efecto determinado, hacia su fin.
288. ––¿El principio de finalidad es máximamente general o universal como el principio de no contradicción?
––La máxima universalidad del principio de finalidad se manifiesta claramente, por una parte, en los seres espirituales. «No cabe duda de que los que obran intelectualmente lo hacen por un fin, puesto que con la mente conciben lo que llevarán a cabo con la acción, y con tal concepto previo obran, que es obrar intelectualmente». Es indudable que los seres, que obran intelectualmente, lo hacen por un fin. Los seres espirituales, para obrar, con su entendimiento, conciben lo que ejecutarán con la acción, y, por tanto, se ponen un fin.
El principio de finalidad se manifiesta también claramente en los seres que no obran por el entendimiento, sino por su naturaleza, como lo hacen los inertes, las plantas y los animales. «Así como en el entendimiento preconcipiente existe una total semejanza del efecto que se realizará mediante la acción, así también, en el agente natural preexiste la semejanza del efecto natural, por la que se determina la acción a dicho efecto; por eso vemos que el fuego engendra al fuego y la oliva a la oliva. Por tanto, así como el que obra de modo intelectual tiende mediante su acción a un fin determinado, del mismo modo tiende el que obra de modo natural» [20].
Al igual que en el entendimiento existe el concepto –que es una total semejanza del efecto que se realizará mediante la acción–, en el agente natural preexiste igualmente una semejanza del efecto natural, que determinará la acción a dicho efecto. De la universalidad del principio de finalidad, se sigue que, tanto el que obra de modo intelectual como el que obra de modo natural, tienden por medio de su acción a un fin determinado.
289. ––¿Además de su conexión con el principio de no contradicción, el principio de finalidad tiene relación con otro primer principio?
––Del principio de finalidad se sigue el llamado principio de conveniencia. Santo Tomás lo expresa así: «Todo agente obra por un bien». La razón es la siguiente: «Se ha probado que todo agente obra por un fin, porque obra por algo determinado. Más aquello a lo que el agente tiende determinadamente es, sin duda alguna, algo que le conviene; de lo contrario, no tendería hacia ello. Y como lo que conviene a uno es su propio bien, siguese que todo agente obra por un bien» [21].
El principio de conveniencia se deriva del de finalidad, porque si todo agente obra por un fin, obra por algo determinado. Si tiende a algo determinado es porque este algo le conviene; ya que si no le conviniera, no tendería hacia ello. Y lo que le conviene es su propio bien. Por consiguiente, puede afirmarse que todo agente obra por un bien.
El principio de conveniencia es también una ley universal de todos los entes como el principio de finalidad. Se da esta coincidencia con el principio de finalidad, porque el bien es lo que apetecen, o el fin de todas las cosas[22].
290. ––¿La máxima universalidad del principio de conveniencia es igualmente manifiesta como en el de finalidad?
––La máxima universalidad del principio de conveniencia es igualmente manifiesta en los entes espirituales como en los entes materiales. Argumenta Santo Tomás: «quien obra intelectualmente, no se fija el fin sino bajo la razón de bien, porque lo inteligible no mueve sino bajo dicha razón de bien, el cual es el objeto de la voluntad».
En los seres espirituales se manifiesta claramente el principio de conveniencia, porque los que obran intelectualmente, como los seres espirituales, se dirigen al fin, pero bajo la razón de bien, porque el fin no puede mover a la voluntad sino bajo la razón de bien, que es su objeto. En los seres materiales también se patentiza, porque los que obran por su naturaleza, aunque no establecen su fin, obran por un fin. No conocen su fin, pero obran por este fin, que les impone su naturaleza. Este fin es lo que les conviene, que es su bien. Por consiguiente: «el agente natural ni es movido ni obra por otro fin que no sea un bien, puesto que el fin le ha sido determinado por otra voluntad» [23].
291. ––En este mismo capítulo, escribe el Aquinate: «una cosa ocurre por acaso o por azar cuando procede de la acción de un agente al margen de su intención», y, por tanto, fuera de alguna finalidad. Si existe lo azaroso o eventual en la naturaleza, ¿podría el principio de finalidad ser sustituido por la casualidad o el azar? ¿El agente, en lugar de actuar siempre por finalidad o conveniencia, no podría hacerlo siempre causalidad o por azar?
–– El principio de finalidad no puede ser sustituido por la causalidad o el azar, porque un efecto se produce por casualidad o por azar, cuando procede de la acción de un agente al margen de su intención o finalidad. «Según Aristóteles el azar es una causa que obra fuera de la intención (Cf. Física II, c. 6)» [24]. Así, por ejemplo, si al cavar alguien una fosa para una sepultura, se encuentra con un tesoro, se dice que fue por casualidad o azar, ya que no tenía la intención de hallar riquezas. Sin embargo, tanto el que cavó la sepultura como el que enterró el tesoro obraron por un fin concreto: enterrar a alguien y guardar un tesoro. La casualidad o el azar está en que ambos fines se encontraron, pero de un modo accidental.
El azar, como lo define Garrigou-Lagrange: «es la causa accidental de lo que sucede raras veces y de forma, no indiferente, sino agradable o desagradable, fuera de la intención de la naturaleza o del hombre» [25]. El efecto casual, aunque parezca que la acción que lo produce haya tenido por objeto una intención o finalidad directa, se ha producido fuera de toda intención al mismo. El azar es un efecto accidental, porque se ha determinado por accidente.
En los hechos fruto del azar se da también finalidad. Hay la intencionalidad de efectos que se cruzan accidentalmente. De la explicación del ejemplo, se sigue, en segundo lugar, que el efecto accidental del hallazgo del tesoro no se produciría sin la tendencia necesaria a un fin distinto de los dos agentes, que hicieron que se produjera el hecho azaroso.
Todo lo accidental supone algo no accidental a lo que se adhiere de manera contingente. Así, que un médico sea músico es algo accidental, pero no que el médico sea médico. Por ello, como infiere Garrigou: «Si lo accidental exige lo necesario al que se adhiere, la causa accidental exigirá necesariamente la causa a la cual se adhiere también. El que cava una tumba encuentra accidentalmente un tesoro, con la condición de verificar este trabajo, que trate de realizar algo, que tenga alguna intención» [26].
El que lo accidental suponga siempre lo esencial permite una definición más precisa del azar. Podría decirse que el azar es la concurrencia accidental, o sin intención, ni, por tanto, sin razón de ser o inteligibilidad, de dos acciones, que son intencionales. Con ello, no se niega la existencia del azar en el mundo, porque se dan hechos que se producen por azar, sin razón de ser o de inteligibilidad, que incluso parecen ocurrir fuera de toda intención, y que son efectos fortuitos, y como tales excepcionales.
Las acciones azarosas o fortuitas se distinguen de las naturales por la constancia o persistencia de estas últimas. Así: «en las obras de la naturaleza vemos que siempre o casi siempre ocurre lo mejor, como sucede en las plantas, cuyas hojas están de tal manera dispuestas que protegen el fruto, y como ocurre en la disposición de las partes del animal, aptas para que éste se defienda. Si esto sucediera sin intentarlo el agente natural, habría de proceder de la casualidad o del azar. Lo cual es imposible, porque lo que ocurre siempre o de ordinario no es casual ni fortuito; lo que ocurre rara vez, si lo es» [27].
No pueden explicarse todos los efectos por el azar, porque, por ser accidental, no puede causar lo que ocurre siempre. Los agentes naturales obran siempre de una misma manera para conseguir lo que mejor les conviene, que es su bien. El azar no puede considerarse, por tanto, como principio de todas las cosas. Por el contrario, hay que afirmar que el principio de finalidad, y el de conveniencia, son universales y necesarios. Borrar la finalidad de toda la realidad supondría negar toda ley, porque todo sería accidental. Incluso, con ello, también desaparecería lo accidental, ya que carecería de punto de apoyo, pues lo accidental cuenta con la existencia de lo esencial y necesario, que modifica, al igual que no tendría sentido la dispensa de una ley, si no hubiese ley.
Escribía, por ello, «Para borrar toda finalidad en la naturaleza, hay que sostener que al menos en el principio del mundo no hubo ninguna ley; que todo, todo en absoluto era accidental; pero con esto, lo accidental también desaparece, ya que carece de punto de apoyo. La modificación accidental de una cosa cuenta con la existencia de dicha cosa; de otro modo sería necesario tratar del sueño sin durmiente, de un vuelo sin volátil, de una corriente sin fluido» [28].
Con toda esta explicación de la finalidad en la realidad, dirá Santo Tomás: «se rechaza el error de los antiguos naturalistas, quienes sostenían que todo se hace por necesidad de la materia, negando, en consecuencia, la causa final en las cosas» [29] (c. 2). En la naturaleza, reducida a materia, encontraban únicamente causas eficientes. Explicaban lo superior por lo inferior, al no reconocer la finalidad que subordina lo imperfecto a lo perfecto. El acontecer de la naturaleza y la estructura interna de los cuerpos naturales se intentaba explicar por fuerzas mecánicas que hacían cambiar de lugar o la cantidad de sus partes invariables. El mecanicismo se oponía con ello, como también lo hizo su reaparición en la modernidad, al finalismo o teleologismo.
Eudaldo Forment


[1] Sal 94, 3-5.
[2] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 1.
[3] San Agustín, Sermón 125A, 1.
[4] ÍDEM, Sermón, 125, 4.
[5] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 1
[6] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 103, a. 1, in c.
[7] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 1.
[8] Ramón García de Haro, La vida cristiana. Curso de Teología Moral Fundamental, Pamplona, EUNSA, 1992, p. 176,
[9] Ibíd., p. 177.
[10] Ibíd., p. 175.
[11] Ibíd., pp. 195-196.
[12] Ibíd., p. 196.
[13] Santo Tomás, Exposición del símbolo de los apóstoles, art. 1.
[14] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 1.
[15] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 1, a. 1, ad 1.
[16] Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., El realismo del principio de finalidad, Buenos Aires, Desclée de Bouwer, 1947, p. 83.
[17] Ibíd., p. 85.
[18] Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 6, a. 2, in c.
[19] Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., El realismo del principio de finalidad , op. cit., p. 86.
[20] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 2.
[21] Ibíd., III, c. 3.
[22] Cf. Ibíd., III, c. 16
[23] Ibíd., III, c. 3.
[24] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 64, a. 8, in c.
[25] Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., El realismo del principio de finalidad , op. cit., pp. 37-38.
[26] Ibíd., p. 40.
[27] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 3.
[28] Réginald Garrigou-Lagrange, O.P., El realismo del principio de finalidad , op. cit., p. 41.

[29] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, III, c. 2.

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