"Nos creaste
para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en
ti"
Confesiones es el libro a través del
cual conocí a san Agustín. Es el que más recomiendo cuando de
conversión y lucha se trata. Además de ser un hermoso diálogo entre san Agustín
y Dios, esta autobiografía demuestra que los santos también fueron pecadores
así como tú y como yo. Entre sus líneas muchos hemos encontrado reflejadas
nuestras historias y nuestras caídas. Ha servido y sirve de inspiración y aliento
para la conversión de tantos.
Les dejo una reflexión a
modo de galería sobre las Confesiones.
Que estas palabras nos sigan inspirando hoy como ayer en la búsqueda por la
verdad, que no es sino la búsqueda de Dios.
1. Los tiempos
de conversión son los tiempos de Dios.
Cuántos de nosotros, habiendo
nacido en hogares católicos, hemos conocido a Dios ya siendo adultos. Para
volver a Él nunca es tarde, Dios está siempre con nosotros. Éramos
nosotros los que no estábamos con Él.
“¡Tarde te
amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y
yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era me lanzaba sobre estas
cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo;
me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú
me llamaste y clamaste hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor
espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y
ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed
de ese gusto. Me tocaste y con tu tacto me encendiste en tu paz”.
2. Dios es quien
siempre llama, quien siempre busca y quien se encarga personalmente de cada uno
de nosotros.
Cuántas veces no entendemos lo
que nos sucede en la vida. Cuántas caídas, cuántos dolores. Aunque pareciera
que estuviésemos solos en medio de la incertidumbre, Dios estaba siempre ahí.
Dios habla, consuela y forma cuidadosamente, incluso en medio del dolor.
“Entonces tú,
[mi Dios], tratándome con mano suavísima y llena de misericordia, fuiste
modelando poco a poco mi corazón”.
3. Pedir a Dios
significa también estar dispuestos a escuchar y recibir lo que Él nos da. Dios
nunca se equivoca.
Cuántas veces hemos elevado
los ojos al cielo pidiéndole algo a Dios. Le hemos confiado nuestros deseos,
nuestros sueños. Le hemos pedido que aligere nuestra carga. A veces parece que
no nos escucha. Pero Él siempre lo hace y otorga lo que sabe es mejor
para cada uno.
“[Dios mío],
los hombres te consultan sobre lo que quieren oír, pero no siempre quieren oír
lo que tú les respondes. Y el buen siervo tuyo es aquel que no se empeña en
oírte decir lo que a él le gustaría, sino que está sinceramente dispuesto a oír
lo que tú le digas”.
4. Dios conoce
lo más profundo de nuestro ser, es Él quién lo ha modelado con sus propias
manos.
Cuesta creer que
verdaderamente somos hijos de Dios, todos y cada uno de nosotros. Incluso los
que no creen en Él. Dios conoce cada rincón de nuestro ser, cada
pensamiento, cada sueño, cada anhelo, cada caída, cada lucha. Él está ahí
porque fueron sus propias manos las que modelaron nuestra existencia.
“[Señor Dios
mío], tú eres interior a mi más honda interioridad”.
“[Tú, oh
Dios,] estás presente también en aquellos que huyen de ti”.
“¡Oh Señor
omnipotente y bueno, que cuidas de cada uno de tus hijos como si fuera el
único, y que de todos cuidas como si fueran uno solo!”
“Tú eres, [oh
Dios mío], inaccesible y próximo, secretísimo y presentísimo”.
5. Dios nos forma a
través de otros. La responsabilidad del amor incondicional.
Las que somos mamás sabemos
cuánto cuesta criar un hijo. Es necesaria nuestra confianza en Dios para
formarlos en la libertad y la verdad. Santa Mónica, madre de San Agustín, nos
enseña que todos los dolores y los miedos en la crianza de nuestros hijos,
cuando son entregados a Dios, dan fruto. Todos estamos llamados a ser santos y
todas las madres están llamadas a criar hijos santos para Dios.
“Ella lloraba
por mi muerte espiritual, [Dios mío], con la fe que tú le habías dado, y tú
escuchaste su clamor. La oíste cuando ella con sus lágrimas regaba la tierra
ante tus ojos; ella oraba por mí en todas partes, y tú oíste su plegaria… Sus
preces llegaban a tu presencia, pero tú me dejabas todavía volverme y
revolverme en la oscuridad”.
“¿Cómo podía
ser que tú desoyeras y rechazaras las lágrimas de la que [Mónica, mi madre] no
te pedía oro ni plata ni bien alguno pasajero sino la salud espiritual de su
hijo, que era suyo porque tú se lo habías dado?”.
6. Dios es nuestro
único consuelo ante la muerte.
Perder a alguien a quien
amamos profundamente es tan doloroso que incluso se desea la propia muerte. Sin
Dios quedamos perdidos, solos. Pero Él entiende este dolor y nos promete un
encuentro futuro y sin separaciones en la vida eterna. Esa promesa es la que
nos debe llenar de esperanza y restaurar la alegría perdida por la ausencia
física de los que ya han partido.
“El único que
no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no
se pierde. ¿Y quién es este sino tú, nuestro Dios, el que hizo el cielo y la
tierra y los llena, pues llenándolos los hizo?”.
7. La misericordia
de Dios es infinita. Nunca nos cansemos de pedir perdón.
Existen días en los que
queremos darnos por vencidos. Es una lucha que parece vamos perdiendo una y
otra vez, cansados de caer y de pedir perdón siempre por lo mismo. Dios no se
cansa de perdonarnos, somos nosotros los que pensamos que no somos más dignos
de perdón. Su misericordia es infinita.
“A ti la
alabanza y la gloria, ¡oh Dios, fuente de las misericordias! Yo me hacía cada
vez más miserable y tú te me hacías más cercano. Tu mano estaba pronta a
sacarme del cieno y lavarme, pero yo no lo sabía”.
8. La generosidad en
la comunidad cristiana es un verdadero camino de conversión.
Sobre todo en este tiempo, qué
importante es volver la mirada a nuestros hermanos necesitados de nuestra
generosidad y amor. ¡Tanta gente que muere de hambre, mientras que algunos
están llenos de riquezas!
“Habíamos
pensado contribuir con lo que cada uno tuviera para formar con lo de todos un
patrimonio común, de modo que por nuestra sincera amistad no hubiera entre
nosotros tuyo y mío, sino que todo fuera de todos y de cada uno”.
9. A Dios solo
lo encuentran los humildes, los más pequeños.
En un mundo en el que el valor
está puesto en la imagen y en lo que se tiene, san Agustín nos recuerda que es
a los humildes a los que Dios mira con agrado.
“No te
acercas, [oh Dios], sino a los de corazón contrito, ni te dejas encontrar por
los soberbios por más que en su curiosidad y pericia sean capaces de contar las
estrellas y conocer y medir los caminos de los astros por las regiones
siderales”.
10. La muerte no es
el final. La verdadera vida está junto a Dios.
Deseoso de ser inmortal, el
ser humano lucha por evitar la muerte, por prolongar la juventud, y desprecia
todo lo que le recuerda que la vida es pasajera, que el cuerpo se deteriora y
que tendrá un final. San Agustín nos recuerda que nuestro verdadero hogar es el
Cielo.
“Nuestra casa no se
derrumba por nuestra ausencia, pues nuestra casa es tu eternidad”.
11. El descanso y el
sentido de nuestra existencia solo se verá saciado en Dios.
Ese deseo de infinito que
tiene el ser humano no es sino una expresión de esa nostalgia de Dios, de ese
llamado a ser eterno. Solo lograremos saciar ese anhelo, esa hambre,
alimentándonos de Dios.
“[Señor
Dios], nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras
no descanse en ti”.
Artículo publicado
originalmente por Catholic Link
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