La emoción es un auténtico motor moral,
pero debe ser pasada por el filtro de la razón, del discernimiento.
La inteligencia es una de las potencialidades humanas más estudiadas,
por su complejidad, amplitud, variantes y profundidad. No es de extrañar que, a
lo largo del tiempo, hayan surgido diversas teorías para explicarla. Un grupo
de eminentes científicos (Mainstream Science on
Intelligence, 1994) consensuó esta definición de inteligencia: capacidad mental que implica habilidad de razonar,
planear, resolver problemas, pensar de manera abstracta, comprender ideas
complejas, aprender rápidamente y de la experiencia.
Pero antes y después han aparecido teorías para explicarla. El modelo de
las inteligencias múltiples, de H. Gardner, afirma que los humanos poseemos
hasta ocho, específicamente distintas pero relacionadas entre sí. Todos tenemos
esas inteligencias, en grados distintos, y todas pueden ser desarrolladas.
Gardner llegó a estas conclusiones tras numerosas investigaciones, casando
datos de diversas disciplinas, como la psicología, la neurología, la medicina y
otras. Su teoría se ha popularizado y aplicado a muchos campos, especialmente
al de la educación, y los enfoques pedagógicos a partir de ella están dando
excelentes frutos.
Otra teoría, cuyos postulados se aplican a numerosos campos de la
actividad humana, como la empresa, el trabajo, la escuela, la terapia, la
autoayuda, el coaching, el deporte, las relaciones interpersonales, etcétera,
es la de la inteligencia emocional, cuyo autor más representativo es otro
psicólogo, Goleman, que habla también de la inteligencia social.
UNA INTELIGENCIA DE SIEMPRE
Además de las aplicaciones que estas teorías han generado, contribuyen a
seguir indagando sobre la existencia de otras posibles inteligencias. Con una
advertencia: no se trata de llamar inteligencia a
cualquier habilidad humana, para hablar de inteligencia hay que situarse en lo
que se sostiene en consensos científicos como el aludido. A propósito de
esto, piénsese en el abuso que, al abrigo de estas teorías, se ha hecho del
adjetivo inteligente, tan repetido en infinidad de anuncios
publicitarios.
Pero sí cabe hablar de una vieja-nueva inteligencia, a la que algunos
psicólogos y filósofos nos hemos atrevido a ponerle nombre y explicar su
naturaleza: la inteligencia moral. En alguna de sus publicaciones, Gardner se
refiere a ella, aunque sin extenderse en explicarla. Existe en el ser humano la
inteligencia moral, una inteligencia de siempre y vieja, en el sentido de que nunca
ha faltado en hombres y mujeres de todos los tiempos, aunque no se la llamara
así; y nueva
porque, con datos científicos provenientes de diversas disciplinas,
entre los que las neurociencias nos están abriendo espectacularmente los ojos,
podemos hoy identificarla y explicar en qué consiste, sin salirnos de las
intuiciones que autores como los citados han aportado.
La inteligencia moral es una de las inteligencias con las que
potencialmente está dotado el ser humano, pero debe desarrollarse, como las
demás, para que se haga visible a través de nuestros actos. Es la capacidad para razonar en términos de bondad y
justicia, de lo que humaniza y nos hace mejores como personas; es la capacidad
para deliberar acerca de lo que es debido hacer, razonando y argumentando; una
habilidad mental, que ayudada de la habilidad emocional y social, impulsa a
llevar a cabo el bien; es la competencia para resolver dilemas morales y hacer
juicios morales correctos. Pregúntese el lector por los motivos que han
podido llevarle a consultar a una determinada persona, y no a otras, acerca de
una decisión importante que haya tenido que tomar y que le implique en toda su globalidad
como sujeto humano. No es aventurado afirmar que habrá buscado a alguien
con notable inteligencia moral, lo que con otras palabras se ha denominado como
autoridad moral. Todos conocemos a personas dotadas de esta, de
inteligencia moral, por eso acudimos a ellas ante una decisión importante que
tomar.
La inteligencia moral engloba diversos componentes. Primero, su
hermanamiento con la inteligencia lógica entendida como capacidad de
discernimiento; con la inteligencia emocional, capacidad para entenderse a sí
mismo, a los demás y gestionar los sentimientos; con la inteligencia social,
diseño neurológico y psicológico según el cual estamos construidos para
relacionarnos con los otros. Esos anclajes son el sustrato en el que se sitúa
el espacio de la inteligencia moral. Esta busca, desde su vertiente lógica,
encontrar soluciones equilibradas en los conflictos éticos en los que se
involucran los individuos; y desde las vertientes emocional y social tiene
presente la dimensión de la empatía; la emoción es un auténtico motor moral,
pero debe ser pasada por el filtro de la razón, del discernimiento. En segundo
lugar, la inteligencia moral incluye otros componentes, como la ponderación,
moderación y mesura, el equilibrio y la templanza, la cordura, el saber
escuchar, un cierto distanciamiento de lo inmediato para ganar en objetividad,
y la armonía en el sentido platónico de este concepto.
Nuestro mundo tiene innumerables ausencias morales. Hay personas que desconectan en
sus vidas de la dimensión moral para justificarse, como nos ha recordado A.
Bandura. Incluso asistimos atónitos a veces ante una desconexión moral
sistémica, como la corrupción, la violencia, la xenofobia, la discriminación o
la indiferencia ante las injusticias. Vivir con inteligencia moral es estar
despierto ante estas situaciones y actitudes y cultivar como contrapartida una
serie de valores. Hay profesiones en las que debiera exigirse un plus de
inteligencia moral: jueces, profesores, médicos y
otros. Pero todos debiéramos cultivar esa cualidad que habita en lo más
profundo de nosotros. Es cuestión de despertarla, educarla y obrar en
consecuencia.
Luis Fernando
Vílchez
Autor de Inteligencia moral. Perspectivas (PPC)
Autor de Inteligencia moral. Perspectivas (PPC)
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