Vocación es el
llamado que Dios nos hace constantemente de vivir en Él desde el lugar
específico en que vivimos.
Por: Luisa Restrepo | Fuente: Catholic-link.com
Por: Luisa Restrepo | Fuente: Catholic-link.com
Son pocos los que reconocen haber nacido para
ser lo que son y los que no cambiarían de tarea si volvieran a nacer. Todos
hemos sido llamados a vivir. Entre los miles de millones de seres posibles
fuimos nosotros los invitados a la existencia. Cada uno a un lugar específico
en este mundo. Eso es la
vocación. Ésta, no solo se refiere a los que sienten un llamado particular
a entregar su corazón a Dios, sino al llamado que nos hace constantemente de
vivir en Él.
Leamos un texto que nos puede ayudar a entender
mejor lo que estoy queriendo decir:
«(…) Fuimos llamados a realizar en este mundo
una tarea muy concreta, cada uno la suya. Todas son igualmente importantes,
pero para cada persona solo hay una -la suya- verdaderamente importante y
necesaria. Porque la vocación no es un lujo de elegidos ni un sueño de
quiméricos. Todos llevan dentro encendida una estrella. Pero a muchos les pasa
lo que ocurrió en tiempos de Jesús: en el cielo apareció una estrella
anunciando su llegada y sólo la vieron los tres Magos. Y es que –como comenta
Rosales en un verso milagroso– “la estrella es tan clara que mucha gente no la
ve”. Efectivamente, no es que la luz de la propia vocación suela ser oscura. Lo
que pasa es que muchos las confunden con las tenues estrellas del capricho o de
las ilusiones superficiales. Y que, con frecuencia, como les ocurrió también a
los Magos, la estrella de la vocación suele ocultarse a veces -y entonces hay
que seguir buscando a tientas- o que avanza por los extraños vericuetos de las
circunstancias. Y, sin embargo, ninguna
búsqueda es más importante que ésta y ninguna fidelidad más decisiva» (José
Martín Descalzo).
Una
vocación no es un sueño, ni un capricho pasajero. Es la respuesta a un amor, una
exigencia que arde en el interior y que tiene que realizarse. Tiene vocación el
que no sería capaz de vivir sin realizarla. Esto brota de la experiencia más
profunda y esencial de lo que la vocación consagrada significa para mí; pero
también sé que estas palabras pueden ser bonitas e inspiradoras, pero a la vez
poco comprensibles. Y es que la vocación requiere mucho realismo, pues (para
que negarlo) todas las aventuras espirituales tienen mucho de calvario.
El que se embarca en una verdadera vocación sabe que será feliz, pero
sabe también que no vivirá cómodo, sabe que compartirá la Cruz de Cristo y
llevara en él sus heridas.
El testimonio de Almudena, una linda y joven
monja carmelita, producido por nuestros amigos de arguments, es una prueba de ello. La vocación no llega de
la nada, nadie te la impone y no es un camino de rosas. Es un camino arduo
y serio que requiere estar dispuesto a morir un poco cada día. Se llega a él a través de una profunda
historia de amistad y de amor con Jesús. A través de una comunión
profunda entre dos personas en la Eucaristía. Es algo entre Dios y tú. Existe
la mediación de los seres humanos, pero quien pide la vida es Él y a quien le
entregas el corazón es a Él. La vocación implica realizar en tu propia
vida ese paradójico éxodo: adentrarte en lo más profundo de ti mismo para
salir. Una salida guiada por el amor cuando descubres que hay alguien que te
ama y a quien tú amas más que a tu propia vida. Cuando descubres que es un amor que te atrae y te expande, un amor
que te concentra y te agiganta y, a la vez, te hace ser profundamente
pequeño.
«En la raíz de toda
vocación cristiana se encuentra este movimiento fundamental de la experiencia
de fe: creer quiere decir renunciar a uno mismo, salir de la comodidad y
rigidez del propio yo para centrar nuestra vida en Jesucristo; abandonar, como
Abrahán, la propia tierra poniéndose en camino con confianza, sabiendo que Dios
indicará el camino hacia la tierra nueva. Esta «salida» no hay que entenderla
como un desprecio de la propia vida, del propio modo sentir las cosas, de la
propia humanidad; todo lo contrario, quien emprende el camino siguiendo a
Cristo encuentra vida en abundancia, poniéndose del todo a disposición de Dios
y de su reino. Dice Jesús: «El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre
o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna» (Mt 19,29).
La raíz profunda de todo
esto es el amor. En efecto, la vocación
cristiana es sobre todo una llamada de amor que atrae y que se refiere a algo
más allá de uno mismo, descentra a la persona, inicia un «camino permanente,
como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de
sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún,
hacia el descubrimiento de Dios» (Benedicto XVI).
Y como nos dice Descalzo: «Benditos los que saben adónde van, para qué viven y qué
es lo que quieren, aunque lo que quieran sea pequeño. De ellos es el reino de
estar vivos».
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