El miedo es libre, el amor más libre aún. En ocasiones, el miedo se
transforma en terror, sentimiento que hiere y paraliza y que nos coloca ante
nuestra propia debilidad. Entonces, otros aparecen a nuestro lado para sostenernos
en la desolación: un padre, una esposa, un amigo… pero también un desconocido
que se conmueve y supera su miedo para acompañarnos. No lo hace con palabras
sino con gestos silenciosos que claman a gritos y que tocan el corazón del que
sufre.
En el reciente ataque terrorista de Londres –como antes en Barcelona o
en París–, se vieron escenas de enorme solidaridad. Como la de esta foto, donde
una chica consuela a otra, que está herida. ¿Se
conocen o nunca se han visto? ¿Son compañeras de trabajo o quizá turistas?
¿Cómo son sus vidas? Nada de eso importa ante la crueldad del asesino,
secuestrado por un fanatismo que invoca a Dios para justificar sus delirios
homicidas. Sin embargo, ante lo peor surge lo mejor, con el mal llega el bien,
y la misericordia se adueña del miedo, ahogándolo con su abundancia.
Pese a todo, la maldad no se rinde, empeñada en robarnos la esperanza y
extender su ponzoña, susurrando que nos rindamos. ¿Acaso
no es el hombre un lobo para el hombre? Al menos eso decía Plauto en una
de sus comedias, pero añadía que eso sucede «cuando
se desconoce quién es el otro.» La ignorancia es uno de los grandes
males de nuestro tiempo: la ignorancia como desprecio y como necedad. Si de
verdad conociéramos el don de Dios…
Sebastián Castellio, un teólogo reformado del siglo XVI, se enfrentó a
Calvino cuando este ordenó quemar vivo a Miguel Servet por negar el misterio de
la Trinidad. Entonces, como ahora los islamistas, se asesinaba en nombre de la
fe, lo que iluminó a Castellio para formular una de las reflexiones más lúcidas
de la Historia: «Matar a un hombre no es defender
una doctrina, es matar a un hombre. […] No se hace profesión de fe quemando a
nadie, sino dejándose quemar por la fe».
Ante la desolación del terror, la consolación del
hermano.
Ignacio Uría
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