Como santa Mónica, a
veces una madre derrama muchas lágrimas cuando un hijo responde a su vocación
divina.
Antes de que san Agustín
regresara al ejercicio de la fe y fuera ordenado sacerdote, su madre lloró
abundantes lágrimas de intercesión. De similar forma, muchas madres del mundo actual harán innumerables sacrificios para que
sus hijos puedan responder libremente a cualquier vocación que Dios les tenga
guardada.
En reconocimiento de esta
realidad, una tradición piadosa ha ido pasando a lo largo de los años para
presentar respetos al papel que la madre tiene en la vida de un sacerdote.
Cuando un sacerdote es
ordenado, sus manos son ungidas con óleo por el obispo. Después, sus manos son
limpiadas con una toalla de lino blanca llamada maniturgium.
El óleo usado sobre las manos del sacerdote es sagrado, bendecido
previamente por el obispo, de modo que el maniturgium,
o manutergio, no puede desecharse en la basura. Aunque sí podría terminar en un
cesto de lavandería para ser limpiado, los sacerdotes de la historia tomaron la
costumbre de conservar estos paños de lino para presentarlos a sus madres
durante su primera misa.
Según una antigua tradición, la madre conserva la toalla en lugar seguro
hasta el día de su muerte. Luego, cuando su cuerpo es preparado para el funeral, el manutergio se
deposita entre las manos de la madre. Entonces, la tradición piadosa cuenta lo que sucede cuando la madre del
sacerdote llega a las nacaradas puertas del Cielo.
Cuando
llega a las puertas del Cielo, es acompañada directamente hasta nuestro Señor.
Nuestro Señor le dirá: “Te he dado vida. ¿Qué me has dado tú?”. Ella
entregará el manutergio para luego responder: “Te he dado a mi hijo como
sacerdote”. Y con ello Jesús le concede la entrada en el paraíso.
Es una tradición hermosa y
reconfortante que siempre conmueve a quien la presencia. También corren las
lágrimas cuando un joven sacerdote presenta el lienzo a su madre, lágrimas de
alegría en vez de pena.
Más recientemente ha crecido una tradición que reconoce el papel del
padre de un sacerdote. Consiste en que el recién ordenado sacerdote entrega a su padre una
estola confesional morada después de que el sacerdote escuche su primera
confesión. De hecho, en ocasiones el sacerdote escuchará también a su padre en
confesión, algo que resulta ser una experiencia muestra una gran humildad.
Esta tradición reconoce el
hecho de que los padres son esenciales para la formación de hombres buenos y
santos, ya que los hijos miran constantemente a sus padres para saber lo que
significa ser un hombre.
Estas dos costumbres están
siendo recuperadas por muchos jóvenes sacerdotes y son una magnífica forma de
honrar los numerosos sacrificios que hacen los padres para criar hijos santos.
Los sacerdotes no surgen de la nada, sino que dependen mucho de la educación
recibida en el hogar. A fin de cuentas, la única manera segura de incrementar
las vocaciones al sacerdocio es cultivar familias unidas y santas.
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