Jesús nos enseña que no existe oposición entre ser buen católico y servir fielmente a la sociedad.
I. Narra el
Evangelio [1] que se acercaron unos fariseos a Jesús para sorprenderle en
alguna palabra, algo con qué poder acusarle. Con este fin, le preguntan
maliciosamente si es lícito pagar el tributo al César. Se trataba del impuesto
que todos los judíos debían pagar a Roma, y que les recordaba su dependencia de
un poder extranjero. No era muy gravoso, pero planteaba un problema político y
moral; los mismos judíos estaban divididos acerca de su obligatoriedad. Y
quieren ahora que Jesús tome partido a favor o en contra de este impuesto
romano. Maestro -le dicen-, ¿nos es lícito dar el tributo al César, o no? Si el
Señor dice que sí, podrán acusarle de que colabora con el poder romano, que los
judíos odiaban puesto que era el invasor; si contesta que no, podrán acusarle
de rebelión ante Pilato, la autoridad romana. Tomar partido a favor o en contra
del impuesto significaba, en el fondo, manifestarse a favor o en contra de la
legalidad de la situación político-social por la que pasaba el pueblo judío:
colaborar con el poder ocupante o alentar la rebelión latente en el seno del
pueblo. Más tarde le acusarán, diciendo con falsedad manifiesta: Hemos
encontrado a éste pervirtiendo al pueblo; prohíbe pagar el tributo al César
[2].
En esta
ocasión, Jesús, conociendo la malicia de su pregunta, les dice: Mostradme un
denario. ¿De quién es la imagen y la inscripción que tiene? Ellos contestaron:
Del César. Y Jesús les dejó desconcertados por la sencillez y la hondura de la
respuesta: Pues bien, dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios. Jesús no elude la cuestión, sino que la sitúa en sus verdaderos términos.
Se trata de que el Estado no se eleve al plano de lo divino, y de que la
Iglesia no tome partido en cuestiones temporales cambiantes y relativas. De
este modo, se opone igualmente al error difundido entre los fariseos de un
mesianismo político y al error de la injerencia del Estado romano -de cualquier
Estado- en el terreno religioso [3]. Con su respuesta, el Señor establece con
claridad dos esferas de competencia. «Cada una en su ámbito propio, son
mutuamente independientes y autónomas. Sin embargo, ambas, aunque por título
diverso, están al servicio de la vocación personal y social de unos mismos
hombres» [4].
La
Iglesia, en cuanto tal, no tiene por misión dar soluciones concretas a los
asuntos temporales. Sigue así a Cristo, quien, afirmando que su reino no es de
este mundo [5], se negó expresamente a ser constituido juez en cuestiones
terrenas [6]. Así no caeremos nunca los cristianos en lo que Jesucristo evitaba
con todo cuidado: unir el mensaje evangélico, que es universal, a un sistema, a
un César. Es decir, debemos evitar que cuantos no pertenecen al sistema, al
partido o al César, se sientan con dificultades comprensibles para aceptar un
mensaje que tiene como fin último la vida eterna. La misión de la Iglesia, que
continúa en el tiempo la obra redentora de Jesucristo, es la de llevar a los
hombres a ese destino sobrenatural y eterno: la justa y debida preocupación por
los problemas de la sociedad deriva de su misión espiritual y se mantiene en
los límites de esa misión.
Nos toca
a los cristianos, metidos en la entraña de la sociedad, con plenitud de
derechos y de deberes, dar solución a los problemas temporales, formar a
nuestro alrededor un mundo cada vez más humano y más cristiano, siendo ciudadanos
ejemplares que exigen sus derechos y saben cumplir todos los deberes con la
sociedad. Es más, en muchas ocasiones, la manera de actuar de los cristianos en
la vida pública no puede limitarse al mero cumplimiento de las normas legales,
de lo que está dispuesto. La diferencia entre el orden legal y los criterios
morales de la propia conducta obliga a veces a adoptar comportamientos más
exigentes o distintos de los criterios estrictamente jurídicos [7]: sueldos
excesivamente bajos, situaciones injustas no contempladas en la ley, dedicación
del médico a los enfermos que lo necesitan por encima de un horario
estrictamente exigido por el reglamento o las disposiciones del hospital, etc.
¿Se nos conoce en nuestro trabajo -cualquiera que éste sea- por ser personas
que se exceden, por amor a Dios y a los hombres, en aquello que señala la
obligación estricta: horario, dedicación, interés, preocupación sincera por las
personas y por sus problemas…?
II. Dad al César lo que es del César… El Señor
distingue los deberes relacionados con la sociedad y los que se refieren a
Dios, pero de ninguna manera quiso imponer a sus discípulos como una doble
existencia. El hombre es uno, con un solo corazón y una sola alma, con sus
virtudes y sus defectos que influyen en todo su actuar, y «tanto en la vida
pública como en la privada, el cristiano debe inspirarse en la doctrina y
seguimiento de Jesucristo» [8], que tornará siempre más humano y noble su
actuar. La Iglesia ha proclamado siempre la justa autonomía de las realidades temporales,
pero entendida, claro está, en el sentido de que «las cosas creadas y la
sociedad misma gozan de propias leyes y valores (… ). Pero si “autonomía de lo
temporal” quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que
los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a
quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura, sin el
Creador, desaparece» [9]; y la misma sociedad se vuelve inhumana y difícilmente
habitable, como se puede comprobar.
El
cristiano elige sus opciones políticas, sociales, profesionales, desde sus
convicciones más íntimas. Y lo que aporta a la sociedad en la que vive es una
visión recta del hombre y de la sociedad, porque sólo la doctrina cristiana le
ofrece la verdad completa sobre el hombre, sobre su dignidad y el destino
eterno para el que fue creado. Sin embargo, son muchos los que en ocasiones
querrían que los cristianos tuvieran como una doble vida: una en sus
actuaciones temporales y públicas, y otra en su vida de fe; incluso afirman,
con palabras o hechos sectarios y discriminatorios, la incompatibilidad entre
los deberes civiles y las obligaciones que comporta el seguimiento de Cristo.
Nosotros los cristianos debemos proclamar, con palabras y con el testimonio de
una vida coherente, que «no es verdad que haya oposición entre ser buen
católico y servir fielmente a la sociedad civil. Como no tienen por qué chocar
la Iglesia y el Estado, en el ejercicio legítimo de su autoridad respectiva,
cara a la misión que Dios les ha confiado.
»Mienten
-¡así: mienten!- los que afirman lo contrario. Son los mismos que, en aras de
una falsa libertad, querrían “amablemente” que los católicos volviéramos a las
catacumbas» [10], al silencio.
Nuestro
testimonio en medio del mundo se ha de manifestar en una profunda unidad de
vida. El amor a Dios ha de llevarnos a cumplir con fidelidad nuestras
obligaciones como ciudadanos: pagar los tributos justos, votar en conciencia
buscando el bien común, etc. Desentenderse de manifestar, a todos los niveles,
la propia opinión -por dejadez, pereza o falsas excusas- a través del voto o
del medio equivalente, es una falta contra la justicia, pues supone la dejación
de unos derechos que, por sus consecuencias de cara a los demás, son también
deberes. Esa dejación puede ser grave en la medida en que con esa inhibición se
contribuya al triunfo -en el colegio profesional, en la agrupación de padres de
la institución donde estudian los hijos, en la vida política nacional- de una
candidatura cuyo ideario está en contraste con los principios cristianos.
«Vivid
vosotros -exhortaba Juan Pablo II- e infundid en las realidades temporales la
savia de la fe de Cristo, conscientes de que esa fe no destruye nada
auténticamente humano, sino que lo refuerza, lo purifica, lo eleva.
»Demostrad
ese espíritu en la atención prestada a los problemas cruciales. En el ámbito de
la familia, viviendo y defendiendo la indisolubilidad y los demás valores del
matrimonio, promoviendo el respeto a toda vida desde el momento de la concepción.
En el mundo de la cultura, de la educación y de la enseñanza, eligiendo para
vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la fe cristiana.
»Sed
también fuertes y generosos a la hora de contribuir a que desaparezcan las
injusticias y las discriminaciones sociales y económicas; a la hora de
participar en una tarea positiva de incremento y justa distribución de los
bienes. Esforzaos por que las leyes y costumbres no vuelvan la espalda al
sentido trascendente del hombre ni a los aspectos morales de la vida» [11].
III. … y a Dios lo que es de Dios. También insiste el
Señor en esto, aunque no se lo preguntaron. «El César busca su imagen, dádsela.
Dios busca la suya: devolvédsela. No pierda el César su moneda por vosotros; no
pierda Dios la suya en vosotros» [12], comenta San Agustín. Y de Dios es toda
nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras preocupaciones, nuestras alegrías…
Todo lo nuestro es suyo. De modo particular esos momentos -como este rato de
oración- que dedicamos exclusivamente a Él. Ser buenos cristianos nos impulsará
a ser buenos ciudadanos, pues nuestra fe nos mueve constantemente a ser buenos
estudiantes, madres de familia abnegadas que sacan fuerzas de su fe y de su
amor para llevar la familia adelante, empresarios justos, etc.; el ejemplo de
Cristo a todos nos lleva a ser laboriosos, cordiales, alegres, optimistas, a
excedernos en nuestras obligaciones, a ser leales con la empresa, en el
matrimonio, con el partido o la agrupación a la que pertenecemos. El amor a
Dios, si es verdadero, es garantía del amor a los hombres, y se manifiesta en
hechos.
«Se ha
promulgado un edicto de César Augusto, que manda empadronarse a todos los
habitantes de Israel. Caminan María y José hacia Belén… -¿No has pensado que el
Señor se sirvió del acatamiento puntual a una ley, para dar cumplimiento a su
profecía?
»Ama y
respeta las normas de una convivencia honrada, y no dudes de que tu sumisión
leal al deber será, también, vehículo para que otros descubran la honradez
cristiana, fruto del amor divino, y encuentren a Dios» [13].
[1] Mc
12, 13-17.
[2] Lc 23, 2.
[3] Cfr. J. M. CASCIARO, Jesucristo y la sociedad política, Palabra, 3ª ed., Madrid 1973.
[4] CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 76.
[5] Jn 19, 36.
[6] Cfr. Lc 12, 13 ss.
[7] Cfr CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los cristianos en la vida pública, 22-IV-1986, 85.
[8] lbídem.
[9] CONC VAT II, LOC. cit, 36.
[10] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 301.
[11] JUAN PABLO II, Homilía en la Misa celebrada en el Nou Camp, Barcelona, 7-XI-1982.
[12] SAN AGUSTÍN, Comentario al Salmo 57, 11.
[13] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, o. c., n. 322.
[2] Lc 23, 2.
[3] Cfr. J. M. CASCIARO, Jesucristo y la sociedad política, Palabra, 3ª ed., Madrid 1973.
[4] CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 76.
[5] Jn 19, 36.
[6] Cfr. Lc 12, 13 ss.
[7] Cfr CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los cristianos en la vida pública, 22-IV-1986, 85.
[8] lbídem.
[9] CONC VAT II, LOC. cit, 36.
[10] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 301.
[11] JUAN PABLO II, Homilía en la Misa celebrada en el Nou Camp, Barcelona, 7-XI-1982.
[12] SAN AGUSTÍN, Comentario al Salmo 57, 11.
[13] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, o. c., n. 322.
Meditación
extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo III, 9a. Semana del T. O., por
Francisco Fernández Carvajal.
Puedes
adquirir la colección en:
www.edicionespalabra.es
o en www.beityala.com
Francisco
Fernández Carvajal
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