Me habría quedado en la cama cuando estaba enfermo en vez de pensar que el mundo se derrumbaría si no iba a trabajar ese día.
Hubiera
encendido la vela rosa tallada en forma de flor antes de que se derritiera por
estar guardada.
Habría
dicho menos y escuchado más Hubiera invitado a amigos a cenar aunque mi
alfombra estuviera manchada o que el sofá estuviera desvanecido.
Hubiera
comido palomitas en la sala “buena” y me
preocupaba mucho menos por la suciedad cuando alguien quisiera encender la
chimenea.
Habría
escuchado con más atención las historias que mi padre contaba sobre su
juventud.
Habría
compartido más responsabilidades con mi marido Nunca insistiría en que las
ventanas del auto fueran cerradas en un día de verano porque mi cabello estaba
bien peinado.
Hubiera
reído y llorado menos frente a la televisión y más mientras observaba la vida.
Me habría
sentado en el pasto aunque tuviera la ropa manchada.
Jamás
habría comprado algo solo por ser práctico, disfrazar la suciedad o con
garantía de duración toda la vida.
En vez de
desear que pasaran pronto los nueve meses de embarazo, habría apreciado cada
momento y comprendido que la maravilla que crecía dentro de mí era mi única
oportunidad en la vida de ayudar a Dios a hacer un milagro.
Cuando
mis niños me besaran impetuosamente, nunca diría: “Después
Ahora, ve a lavarte las manos para la cena”. Habría más “Te amo”. Más “Lo
siento”.
Pero más
que nada, si tuviera otra oportunidad, aprovecharía cada minuto, prestaría
atención, viviría intensamente.
Deja de
preocuparte por cosas insignificantes No le des importancia a quien no le
gustas, a quien tiene más, o quien está haciendo qué. En cambio, aprecia y
valora las relaciones que tienes con aquellos que te quieren bien.
Pensemos
en las bendiciones que recibimos, y lo que hacemos todos los días para mejorar
mentalmente, físicamente, emocionalmente.
Erma Bombeck
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