Un libro que, hace años, me produjo una impresión estética formidable fue el Bestiario de Aberdeen. Las representaciones de este códice del siglo XII son excepcionales. Las pinturas de estos días proceden de él. En ese libro todo tiene interés: no importa si representa un águila o un murciélago, una hormiga o un árbol rebosante de serpientes.
Lo
maravilloso de una obra como esta, la primera vez que la observas, es que
tienes la impresión de que cualquier cosa es posible que aparezca en la
siguiente página. Después, al mirar más bestiarios, uno ve que siguen un
esquema fijo según cinco obras de siglos anteriores. Además, el primer
bestiario que conocí es el citado. Todos los demás tenían unas ilustraciones
mucho menos interesantes.
Puedo
imaginarme la satisfacción del amanuense, del ilustrador, mientras la obra iba
avanzando. La satisfacción ante el libro que surgía de sus manos. Uno, después
de tantos siglos, puede sentir esa emoción, ese entusiasmo creativo, el amor
por el pequeño detalle.
Siempre
desee haber escrito un bestiario del siglo XXI. Pero, francamente, solo tenía
esa idea en la mente, nada más concreto. Y cuando me sentaba a tratar de
concretar, la obra se atascaba intentando responder a cuáles serían sus líneas
generales: ¿bestias simbólicas de mi cosecha?
Borges
escribió un bestiario con Bioy Casares y fue una obra totalmente fallida. Los goblins del Laberinto está mucho mejor.
Magníficas pinturas de Brian Froud, y geniales textos de Terry Jones. No sé,
tal vez antes de morir escriba yo algún bestiario sin pinturas.
P. FORTEA
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