El actual Pontífice declara que desea proseguir todavía más en la constante búsqueda de la comunión eclesial y para hacer efectivo este propósito, ¡elimina la obra de sus predecesores poniendo límites arbitrarios y obstáculos a lo que aquellos establecieron con intención ecuménica intraeclesial y de respeto a la libertad de sacerdotes y fieles! Promueve la comunión eclesial al revés. Las nuevas medidas implican un lamentable retroceso.
He sido ordenado presbítero para
la arquidiócesis de Buenos Aires el 25 de noviembre de 1972; celebré mi primera
misa al día siguiente en la parroquia San Isidro labrador (barrio de Saavedra),
en la que residí todo ese año ejerciendo el diaconado. Obviamente celebré según
el Novus Ordo
promulgado en 1970. Nunca he celebrado «la Misa de
antes», ni siquiera después del motu
proprio Summorum Pontificum; tendría que estudiar el rito, del que
conservo lejanos recuerdos por haber servido de niño como monaguillo. Recientemente, al asistir a la Divina Liturgia
de la Iglesia Ortodoxa Siria, me pareció advertir una cierta semejanza con la
Misa Solemne latina, con diácono y subdiácono, en la que ayude muchas veces,
sobre todo en funerales, que en mi parroquia se celebraban a menudo con
especial solemnidad. Insisto: siempre he celebrado
con la mayor devoción que puedo, el rito vigente en la Iglesia Universal.
Siendo Arzobispo de La Plata, todos los sábados, en el Seminario Mayor «San
José» solía cantar en latín la plegaria eucarística, valiéndome del precioso
Misal publicado por la Santa Sede. Habíamos formado, según la
recomendación del Concilio Vaticano II en la Constitución Sacrosanctum Concilium
n. 114, una schola cantorum, que ha sido eliminada a mi retiro. En Traditionis custodes
(A 3§ 4) se habla de un
sacerdote delegado del obispo para encargarse de las celebraciones de la Misa y
del cuidado pastoral de los fieles en los grupos autorizados al uso del Misal
anterior a la reforma de 1970. Se dice allí que «tenga
conocimiento de la lengua latina». Habría que recordar que es posible
celebrar en latín la Misa actualmente vigente en toda la Iglesia. El Concilio
afirmaba en Sacrosanctum Concilium 36 §
1, «Se conservará el uso de la lengua latina en los
ritos latinos, salvo derecho particular». Desgraciadamente, el «derecho particular» parece ser prohibir el latín,
como de hecho se hace (esto no es una boutade).
Si alguien se atreve a proponer que se celebre en latín, es mirado como un
desubicado, como un troglodita imperdonable.
El
latín fue durante siglos el vínculo de unidad y comunicación en la Iglesia de
Occidente. En la actualidad no sólo es abandonado, sino también odiado. En los seminarios se descuida
su estudio, precisamente porque no se le encuentra utilidad. No se advierte que
así se cierra el acceso directo a los Padres de la Iglesia de Occidente; muy
importantes para los estudios teológicos: pienso,
por ejemplo en San Agustín y San León Magno, y en autores medievales como San
Anselmo y San Bernardo. Esta situación me parece una señal de pobreza
cultural y de ignorancia voluntaria.
Apunté aquellas noticias sobre
mis inicios en el ministerio para mostrar que nunca he alimentado en mi vida
sacerdotal nostalgia por no poder emplear el rito anterior, que tantos
sacerdotes y muchos santos celebraron durante siglos. Sin embargo mis estudios
teológicos y muchas lecturas y constante reflexión sobre la liturgia eclesial,
me permiten juzgar y sostener que en lugar de crear una misa nueva, pudo
haberse actualizado la anterior en una reforma discreta que marcase fuertemente
la continuidad. A propósito recuerdo una anécdota elocuente. El eximio teólogo
Louis Bouyer relata que el presidente del Consilium
ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, Mons. Annibale
Bugnini (reputado frecuente y ampliamente como masón), encargó a los miembros
de esa Comisión presentar como ejercicio proyectos de plegaria eucarística.
Cuenta Bouyer que él, con el benedictino liturgista Dom Botte, compusieron en
una trattoria
del Trastevere, un texto que para su asombro fue incluido en el nuevo
Misal como Plegaria Eucarística II. Es la que suele elegir la mayoría de los
sacerdotes, porque a causa de su brevedad les da la impresión de acortar la
Misa en unos segundos. Me parece un texto muy bello, solo lamento que no
aparezca en él la palabra sacrificium, sino la noción de memorial, e indirectamente, ya
que después de la consagración se dice memores; los fieles no pueden identificar el memorial con
el sacrificio que se ofrece.
Lo escrito hasta aquí es una
especie de prólogo, a modo de justificación, al rápido comentario crítico que
sigue del motu propio Traditionis custodes,
de fecha 16 de julio del corriente año, que establece nuevas disposiciones para
el uso del misal editado en 1962 por San Juan XXIII. Se reconoce que San Juan
Pablo II y Benedicto XVI han querido promover la
concordia y la unidad de la Iglesia, y que procedieron con paterna solicitud para
con quienes adherían a las formas litúrgicas anteriores al Vaticano II. El
actual Pontífice declara que desea proseguir
todavía más en la constante búsqueda de la comunión eclesial (Prólogo de Traditionis
custodes) y para hacer efectivo este propósito, ¡elimina la obra de sus predecesores poniendo límites
arbitrarios y obstáculos a lo que aquellos establecieron con intención ecuménica
intraeclesial y de respeto a la libertad de sacerdotes y fieles! Promueve
la comunión eclesial al revés. Las nuevas medidas implican un lamentable
retroceso.
El fundamento de esta
intervención - se dice en el prólogo- es una consulta de la Congregación de la
Doctrina de la Fe dirigido a los obispos en 2020 sobre la aplicación del motu proprio de
Benedicto XVI Summorum Pontificum, cuyos resultados han sido considerados ponderadamente. Sería interesante
conocer cuáles han sido los auspicios formulados
por el Episcopado.
Así es como en el primer
artículo se elimina la forma extraordinaria del Rito Romano. El propósito de
Benedicto XVI al oficializar el uso libre del Misal de 1962 fue -según
entiendo- atraer o mantener en la unidad de la Iglesia a quienes escandalizados
por la devastación litúrgica universal se habían apartado o corrían el riesgo
de apartarse porque no deseaban aceptar esta situación de hecho; un afecto de
comunión eclesial determinó la apertura de una vía razonable para la vivencia
litúrgica. Ahora queda en manos de los obispos diocesanos conceder la
autorización del uso del misal antecedente. Todo comienza de nuevo, y es de
temer que los obispos sean avaros en la concesión de los permisos. Muchos
obispos no son traditionis custodes,
sino traditionis ignari (ignorantes),
obliviosi (olvidadizos), y peor aún traditionis evertores, destructores.
Me parece muy bien que se
exija no excluir la validez y la legitimidad de los decretos del Vaticano II,
de la reforma litúrgica y del magisterio de los Sumos Pontífices. Para quienes
ya empleaban la forma extraordinaria del Rito Romano, ¿no
bastaba la vigilancia ordinaria de los obispos y la eventual corrección de los
infractores? Habría que hacer uso de caridad y paciencia con los
rebeldes; no faltan los buenos argumentos. Este designio completaría la justa
exigencia expresada en el Artículo 3 § 1.
La
limitación de lugares y días para celebrar según el Misal de 1962 (Art 3 § 2 y
§ 3) son restricciones injustas y antipáticas. Todo sacerdote debería poder
emplear la forma extraordinaria del Rito Romano (esto implica volver atrás de
la interdicción), en primer lugar cuando celebra solo y además en público donde
los fieles ya lo están recibiendo si el sacerdote ha explicado que utilizaría
ese Ordo destacando su venerable antigüedad y su valor religioso. La vigilancia del obispo bastaría para que esa facultad no se ejerza
contra la utilidad pastoral de los fieles. El § 6 de ese Artículo 3 es una restricción injusta y
dolorosa al impedir que otros grupos de fieles puedan gozar de la participación
de la misa celebrada según el misal de 1962. Es curioso que
mientras oficialmente se promueve una estructura «poliédrica» de la Iglesia, con la facilidad que esta actitud
implica para la difusión de disidencias y errores contra la
Tradición católica, se imponga una uniformidad litúrgica que parece únicamente
escogida en contra de esa tradición. Me consta que muchos jóvenes de nuestras
parroquias están hartos de los abusos litúrgicos que la jerarquía permite sin
corregirlos; desean una celebración eucarística que garantice una participación
seria y profundamente religiosa. No hay en esta aspiración nada de ideológico. También me parece antipático que el sacerdote que ya tiene el permiso y
lo ha ejercido correctamente, deba gestionarlo de nuevo (Art. 5. I).
¿No será éste un ardid para quitárselo? Se
me ocurre que quizá haya no pocos obispos (nuevos, por ejemplo) remisos a
concederlo.
Todas
las disposiciones de Traditionis
custodes serían gustosamente aceptables si la Santa Sede atendiera a lo
que yo llamo devastación de la liturgia, que se verifica en múltiples casos. Puedo hablar de lo que ocurre
en la Argentina. En general, es bastante común que la celebración eucarística
asuma un tono de banalidad, como si fuera una conversación que el sacerdote
mantiene con los fieles, y en la que resulta fundamental la simpatía de
aquel; en ciertos lugares se convierte en una especie de show presidido
por el «animador» que es el celebrante, y la
misa de niños en una fiestita como las de cumpleaños. Entre nosotros se ha
registrado un hecho que espero sea excepcional; no tengo noticia de que haya
ocurrido algo semejante en otras partes del mundo. Un obispo celebró misa en la
playa, vestido con hábito playero sobre el cual calzó una estola; un mantelito
sobre la arena (o un corporal), y en lugar del cáliz un mate. Aclaración
para extranjeros: el mate es una calabacita seca y vaciada que se emplea para
tomar una infusión de yerba mate, y mate se llama también al acto de beber la
infusión mediante una bombilla; suele ser un ejercicio comunitario: el mate
circula entre los presentes y alguien se ocupa de cebarlo. Otros casos que se
han difundido muestran la celebración como cierre de una reunión; sobre la mesa
quedan papeles, vasos, bebidas gaseosas; los fieles se sirven la comunión ellos
mismos. En general se puede decir desde este ángulo
geográfico de visión, que cada sacerdote tiene «su» misa; los fieles pueden
elegir: «yo voy a la misa del Padre NN». De estas realidades no se ocupan los
obispos, que sin embargo son rápidos en reaccionar contra un sacerdote que con
la máxima piedad celebra en latín: «eso» está prohibido. ¿Será esta
prohibición el «derecho particular» a que se refiere la Constitución Sacrosanctum
Concilium 36 § 1, en el pasaje donde se habla de la conservación del latín?
En virtud de ese criterio han desaparecido del uso cantos latinos que la
gente sencilla cantaba corrientemente en las parroquias, como el Tantum ergo en
la bendición eucarística. La falta de corrección de los abusos llevan a la
persuasión de que «ahora la liturgia es así».
Bastaría simplemente hacer cumplir lo que el Concilio determinó, con sabiduría
profética: «que nadie, aunque sea sacerdote, añada,
quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (Const.
Sacrosanctum Concilium 22 § 3).
No
se puede negar que la celebración eucarística ha perdido exactitud, solemnidad
y belleza. Y el silencio ha desaparecido en muchísimos casos. Un capítulo aparte merecería la música sagrada (¿sagrada?),
según el Capítulo VI de Sacrosanctum
Concilium. Insisto: Roma debería ocuparse, pronunciarse sobre estos desarreglos.
Para concluir, me parece notar
una relación en el tono del decreto resolutivo y el discurso pronunciado por el
Santo Padre el 7 de junio pasado, dirigido a la comunidad de sacerdotes de San
Luis de los Franceses, de Roma. Percibo en ambos textos (puedo equivocarme, por
supuesto) una falta de afecto, a pesar de ciertas apariencias. Es verdad que el
motu proprio, por la naturaleza de su
género no permite efusiones pastorales; sin embargo, en su concisión podía
haberse presentado como signo de amor pastoral. La comparación no me parece
arbitraria; en ambos casos sería deseable advertir esa actitud misericordiosa
que es tan celebrada en el actual Pontífice. Pareciera que el
juicio que la Iglesia hace, en su máxima instancia, del decurso de
la vida eclesial procede según dos pesos y dos medidas: tolerancia, y
aun aprecio e identificación con las posturas heterogéneas respecto de la gran
Tradición («progresistas», como
se las ha llamado) y distancia o disgusto respecto
de las personas o grupos que cultivan una posición «tradicional». Me viene
a la memoria el propósito que un célebre político argentino enunció
brutalmente: «para los amigos, todo; al enemigo, ni
justicia». Digo esto con el máximo respeto y amor, pero con una inmensa
pena.
+ Héctor Aguer
Arzobispo emérito de La Plata
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