¿Qué implica murmurar?, ¿De qué manera afecta la dignidad humana?, Alejo Fernández Pérez nos responde.
Por: Alejo Fernández Pérez | Fuente: Arbil.org
Algunos efectos de las murmuraciones, en
cualquier tipo de actividad, son las divisiones personales y la pérdida de
esfuerzos por luchas intestinales. Especialmente graves resultan en los
terrenos religiosos y políticos, donde los efectos de las murmuraciones pueden
adquirir serios daños sociales de enorme amplitud.
Afortunadamente, por muy temprano que sea, siempre tenemos algo de que hablar:
O del tiempo para quejarnos, o de alguna persona conocida para despellejarla.
Existen casos extremos de personas que, si no están hablando mal de algo o de
alguien, dan la sensación de ser mudos o estar muertos
Por murmuración entenderemos aquí la conversación un poco denigrante, en voz
baja, en ausencia del sujeto denigrado y con un tanto de regodeo o recochineo
sobre el ausente. Se corroe la buena fama de personas o cosas, sin razones y
con cierta mala voluntad sobre ellas. La murmuración tiene muchos nombres:
maledicencia, trapisonda,
enredos, chismes, calumnias, despellejar, poner como hoja de perejil… todas ellas son primas entre si y de la mentira y el engaño.
Generalmente, la murmuración no produce graves daños; pero en ocasiones puede
causar verdaderas tragedias. Extender las ideas de que: “Me han dicho que tal empresa está arruinada… Me acabo de enterar que
la mujer de X se entiende con Y… Se de buena tinta que Z le está robando a su
empresa,…” y otras análogas, sin pruebas de ningún tipo, pueden causar
por desprestigio la ruina de esa empresa, que X se separe de su esposa o que Z
sea expulsado de su empresa sin que los afectados sepan ni por qué.
¿Por qué se murmura? Por envidia, por odio,
por intereses, por vanidad… Es muy
corriente que cuando varias personas empiezan a hablar mal de alguien, este
alguien no importe a ninguno ni un comino. Solo les importa el propio YO a cada uno. Si decimos que Fulano es feo, torpe,
necio, pobre… en el fondo estamos dando a
entender que nosotros somos guapos, ágiles, inteligentes y ricos. Algo que nos
alegra y llena de satisfacción. Con frecuencia, la causa es un complejo de
inferioridad, adobado con la cobardía de quien es incapaz de dar la cara.
En la costumbre de murmurar interviene en buena medida la aquiescencia de
quienes les escuchan y jalean con agrado por miedo a ir contracorriente. A
Jesús le condenaron los mismos que unas horas antes le aclamaban. Bastó que una
mayoría pidiese la muerte de Cristo para que, incapaces de oponerse, gritaran
como “todos”: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!
De vez en cuando surge una de esas personas a quienes desagrada el trapicheo y
termina encarándose con el chismoso. Resultado: se
expone a perder las amistades con él o, si no lo hace, se convertirá en un
cómplice. Mal embrollo moral “tío”. Todas
las cosas se pueden decir sin empeorar las situaciones, pero cuando hay algo
que decir, ¡se dice claramente y sin pamplinas!
Y si hay que perder a ciertos amigos, no perderíamos gran cosa. Hay una forma
de quedar siempre mal ante los demás : andar con subterfugios y medias tintas.
Cuando iniciamos ciertos comentarios, sin importancia aparente ¿Sabemos el daño y los perjuicios que podemos ocasionar?
La mentira tiene muchas facetas: reticencia,
cabildeo, murmuración... Pero es siempre arma de cobardes. Son los mismo
que tras despellejar a Don Fulano corren a decirle: Oye
se dice por ahí que tu… Te lo digo para que estés sobre aviso. Al final todo termina sabiéndose, pero ¿y mientras tanto? Pues ese final puede tardar
años y los perjuicios familiares, sociales y económicos pueden ser
irreversibles
¿Y qué puede hacer el ofendido? Más bien poco, pues suele ser el último que se entera de lo
que se dice y de quien lo dice. Y si se entera, carecerá de pruebas para ir a
juicio. Si además es un alma noble, de prestigio y con autoridad habrá
encontrado una dura cruz que sobrellevar. Es el momento de recurrir a Cristo,
el único amigo que nunca falla.
¡Ay, esos medios de comunicación! Vendidos
al poder político, empresarial o social a los que sirven contra sus rivales a
base de susurraciones, murmuraciones, trapisondas, enredos, chismes, cuentos,
insidias, calumnias… envileciéndose hasta grados animalescos. No hay que
preocuparse, como son muy listos: Todo lo justificarán muy bien y en todos los
casos.
Los jefes no deberían consentir jamás la murmuración, que debería ser castigada
severamente y con rapidez. Muchas veces, es suficiente la presencia de un solo
hombre o mujer “decente” para cambiar un
ambiente bajuno. A la larga, la murmuración es un negocio donde todo son
pérdidas.
En el campo del catolicismo la murmuración, los chismes, la maledicencia, la
calumnia… están bien definidas, se las considera siempre de más o menos
gravedad, según los casos, pero todo el mundo sabe, o debería saber, a qué atenerse. El Catecismo de la Iglesia Católica no deja dudas
al respecto, y los confesores no deberían ser transigentes con los aparentes
casos leves, que por su continua repetición, abren la puerta a más graves
situaciones. Supuesto que se confiesen de esos “casos
leves”.
En el terreno de la política, los políticos saben los daños que causan las
murmuraciones y calumnias; sin embargo, los utilizan descaradamente como armas
de combate contra los rivales políticos. Aprovechando los medios de
comunicación afines se puede incidir en el voto de los ciudadanos y modificar
así el rumbo de cualquier política. Se juega en estos casos con la vida y el
porvenir de millones de personas. Los políticos carentes de toda moral, los
seguidores de la Nueva Era, del Relativismo Moral y de cualquiera de las
sociedades secretas o sectas conocidas como perjudiciales no deberían ser
votados ¡jamás!. Son como el caballo de
Atila, por donde pasan no crece la hierba. No es difícil detectarlos: “Por sus hechos los conoceréis” Un buen político
ha sido primero un buen hombre, lo que antes se llamaba un hombre cabal, un
hombre en el que se puede confiar. Si lleva estas virtudes a la política será
un buen político; si no, se quedará como otros muchos en políticos de
rastrojera, cuando no terminan en simples alimañas.
La murmuración es una roña que ensucia y entorpece el engranaje social, resta
fuerzas, quita la paz, y hace perder la amistad entre las personas. Es difícil
de eliminar; pero, como a la malas hierbas, podemos reducirla a dimensiones
soportables. El sucio ambiente de la murmuración se transforma radicalmente
cuando nos acostumbramos a hablar de forma cordial de todo y de todos. Todos
tenemos algo bueno. Si no fuera posible, callémonos, así no tendremos que
arrepentirnos.
Hagamos una prueba durante una semana: Empecemos a
hablar bien de todos nuestros conocidos, con naturalidad, sin coba – la falta
de sinceridad se nota rápidamente-, sonriamos levemente con agrado, pocas
palabras, consideremos como hermanos a los que nos rodean – en realidad lo
son-. Hagamos un esfuerzo por comprenderlos y quererlos. Algo así como
lo que hacía la hermana Teresa de Calcuta o como lo hacen las madres con sus
niños pequeños. ¿Qué es difícil? Naturalmente,
y mucho más de lo que nos imaginamos. Hablar bien de lo bueno que tengan
nuestros amigos es algo que a algunos les cuesta muchísimo trabajo. Si a ellos
los elevamos, parece como si nosotros bajásemos. Por lo menos, intentémoslo.
Sin olvidar que para hacer el bien hay que entrenarse diariamente, no menos que
para meter goles. El principio físico de “Toda
acción tiene una reacción igual y contraria”, también se da en las
relaciones humanas: Sonría y le sonreirán; ame y le amarán, de y le darán;
gruña, y le gruñirán;…
Bastaría ser un poco inteligente para comprobar que nos “conviene” cambiar seriamente y de verdad nuestra actitud para
con los que nos rodean. Si se nos ocurriese utilizar la “coba” nos pasaríamos de listos y caeríamos en un repugnante
fariseísmo. La única arma válida es la del amor, la que nos recordó Jesús: “Amar al prójimo como a sí mismo”. Aun no se ha
inventado nada mejor. Solución: Jamás hablemos mal
de nadie, pues como cuando escupimos al cielo, antes o después la saliva nos
caerá en la cara. No hablar mal, no es suficiente. Las personas
queremos, necesitamos ser amados, estimados y que alguien hable bien de
nosotros y reconozca lo poco o mucho bueno que tenemos. Deseamos ser alguien,
no algo.
Reconozcamos con sinceridad lo guapa que está María, lo buen trabajador que es
nuestro amigo Juan, lo elegante que va y lo bien que guisa nuestra mujer o
madre, lo bien que juega al fútbol nuestro hijo… Podríamos asegurar que muy
pronto subiremos varios puntos sobre el concepto que tenían de nosotros. Hasta
nos mirarán con un poquito más de cariño. Y todo, por un precio bastante
módico.
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