–Danos, Señor, sacerdotes
–¡Danos sacerdotes santos!
–JESÚS SALVARÁ AL PUEBLO DE SUS PECADOS
«Un ángel del
Señor le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque
lo que ella ha concebido es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le
pondrás por nombre Jesús, porque él salvará de sus pecados al pueblo»
(Mt
1,20-21). Y Juan Bautista, al bautizar a Jesús junto al río Jordán, lo presentó
a los penitentes que habían venido a recibir de Juan el bautismo: «Éste es el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo» (Jn 1,29).
San Juan María Vianney (1786-1859),
como alter Christus, dedicó también
su vida principalmente a quitar el pecado del mundo por el sacramento de la
penitencia, con la gracia de Cristo Salvador único de los hombres. Bueno será,
pues, que recordemos –aunque sea a vuelapluma, pues escribo después de la Misa–
su fisonomía sacerdotal y pastoral en un tiempo en que la soteriología (salvación / condenación) [ver en mi blog 08 y 09] se ha casi eliminado de la predicación
y de la catequesis, y un tiempo, en consecuencia, en que el sacramento de
la penitencia ha desaparecido
prácticamente en no pocas Iglesias locales.
¡Santo cura de Ars,
Patrono de los sacerdotes parroquiales, ruega por nosotros!
–Nace
en Dardilly, un pueblo
cerca de Lion, en el seno de una familia muy cristiana de agricultores,
piadosos y compasivos con los pobres, que siempre recibían con servicial
amabilidad. En una ocasión atendieron así a San Benito Labre, que acababa de
salir de la Trapa, para hacer su vida mendicante.
Juan-María, uno de los seis
hijos de esta familia, fue bautizado el mismo día de su nacimiento. Gracias a
su madre, pudo decir después: «La Santísima Virgen
es mi mayor afecto; la amaba aun antes de conocerla» (Proceso
Ordinario 677).
–En su infancia, el Estado perseguía a la Iglesia,
y exigía al clero jurar la infame Constitución Civil, que en la comarca de Lión
entró en vigor en 1791. La guillotina funcionaba sin descanso: eran los años de El Terror (1793-1794). La
iglesia de Dardilly permanecía cerrada. Juan-María, con una hermana suya,
pronto fue encargado de sacar el ganado. Arrodillados en el campo hacían sus
oraciones.
–A los nueve años Juan-María apenas sabía leer, enseñado por su hermana mayor. En 1794 se
abrió por fin en el pueblo una escuela, donde el niño recibió una instrucción
básica. Varios sacerdotes no juramentados vivían cerca, en Ecully, disimulando
su condición con otros trabajos. Con uno de ellos, que visitó Dardilly, hizo su
primera confesión a los once años.
–El general Bonaparte, en un
golpe de Estado (1799), devolvió la libertad cívica a la Iglesia. Juan-María trabaja entonces con su padre en las faenas agrícolas. El Concordato logrado
entre Roma y París (1801) hizo sonar las campanas de Francia. Juan-María pudo
mejorar su formación cristiana, sobre todo con los Evangelios y la Imitación de
Cristo.
A los diecisiete años,
teniendo solamente conocimientos incompletos de la enseñanza primaria, quería ser sacerdote.
A los diecinueve años, el buen sacerdote Balley, que había sido nombrado
párroco de Ecully, lo recibió en un improvisado seminario. Carente de los
conocimientos más básicos, aunque era muy aplicado e inteligente, en los comienzos
progresaba con gran dificultad, y se estrellaba con el latín. Más tarde su
estudio se hizo más provechoso.
El Arzobispo de Lión consiguió
que los inscritos en el seminario quedaran exentos del servicio militar. Y en
esa lista entró Juan-María, que recibió la confirmación a los 20 años de edad.
Por un error, que no fue subsanado, en 1807 fue llamado como recluta al cuartel
de Lión. Pronto cayó enfermo, tras una serie de complicadas vicisitudes, no
llegó a reincorporarse a tiempo, y se vió convertido en prófugo sin haberlo
pretendido. En 1810, una amnistía liberó a Juan María de su delictiva
situación.
Acelero
mi narración por necesidad. Animado por el cura Balley, hizo Juan-María el curso de Filosofía en
Verrières (1812-1813). Ingresó en el Seminario Mayor de Lión (1813-1814), pero
seis meses después le rogaron que se retirara. Grande fue su pena. Sin embargo,
Dios movió el corazón del Vicario General, Mons. Courbon, y enterado de la
profunda vida espiritual de Vianney, se decidió a recibirlo: «¿Es un modelo de piedad? Pues bien, yo lo admito. La
gracia de Dios hará lo que falte».
Fue
encomendado al buen cura Balley, que se encargó de su
formación durante el año escolar (1814-1815). Recibió el diaconado en 1815 y
a los 32 añosde edad fue ordenado sacerdote el 13 de agosto de 1815,
y destinado coadjutor del párroco Balley en Ecully. En febrero de (1818) fue
destinado como párroco a Ars, donde permaneció hasta su muerte, en 1859.
–FISONOMÍA ESPIRITUAL Y PASTORAL
Ars
era un pueblo pequeño, cuya parroquia se hallaba en muy mala situación
espiritual, pues había
sido atendido los últimos decenios por sacerdotes «juramentados».
En los comienzos de su ministerio, San Juan-María se centró en visitar
las familias y en rezar durante horas en la iglesia ante el sagrario. Su
santidad humilde y atrayente, fue acercando a la iglesia a la feligresía.
Pasado un tiempo, la parroquia salió de su situación miserable a una
considerable vida espiritual. Llegó un momento en que los que habían conocido
Ars hace años, apenas daban crédito a lo que después veían: «Ahora parece ser un convento».
El Santo Cura era sumamente penitente. Dormía poco más de dos horas. Su
alimentación era extremadamente sobria. Nunca tomó vacaciones. Ayudaba con
esfuerzo en las parroquias de los pueblos vecinos cuando el cura estaba enfermo
o ausente. El clero vecino lo estimaba, y en ocasiones recibía de buen grado
sus correcciones amables. A un cura que se quejaba de la frialdad de sus
feligreses le dijo:
«¿Ha predicado
usted? ¿Ha orado? ¿Ha ayunado? ¿Ha tomado disciplinas? ¿Ha dormido sobre duro? Mientras no se
resuelva a esto no tiene derecho a quejarse».
También a los feligreses les
inculcaba la penitencia. Pero sobre todo la Misa y los sacramentos,
especialmente el de la penitencia y el ayuno del pecado y de las diversiones
peligrosas. Acabó con la blasfemia, con la profanación del domingo, con el
baile y las modas indecentes. Al mismo tiempo que exhortaba con entusiasmo a la
oración:
«El alma no
puede alimentarse sino de Dios. Sólo Dios puede bastarle. Sólo Dios puede
llenarla. Fuera de Dios no hay nada que pueda saciar su hambre. Necesita
absolutamente de Dios… ¡Qué felices son las almas puras que se unen a Dios por
la comunión!… ¡Oh hombre, qué grande eres!… Id, pues, a comulgar, hijos míos».
Cada
año iba creciendo el número de penitentes que acudían a su confesonario. Incluso comenzaron a llegar de fuera de
la parroquia, más aún, de muchos lugares de Francia y del extranjero. Llegaron
tiempos en los que pasaba días recluido 10 o 12 horas en el confesonario,
atendiendo de día a los hombres, y por la noche, antes de amanecer, a las
mujeres. Ayudaba a los más alejados pecadores, que ni siquiera eran capaces de
declarar sus pecados, diciéndoselos él mismo, pues, como Cristo, «los conocía a todos… y sabía lo que en el
hombre había» (Jn 2,4; +Mt 9,4). Era tal el flujo de penitentes, que se
veía en la necesidad de ser breve en la administración del sacramento de la
penitencia.
En una ocasión, terminada la
acusación larga y terrible, el penitente empecatado esperaba su exhortación,
que no llegaba. Miró por la rejilla preocupado, y halló que el Santo Cura
estaba llorando. Lloraba al ver ofendido a Dios de tantos modos infames, y
lloraba al ver al pecador, tan aplastado por sus culpas –«la maldad da muerte al malvado» (Sal 33,22)–, y que se abría
entonces al perdón de Dios…
Pero
la alegría de ser el mediador sacramental de ese perdón de Dios era inmensa. En cierta ocasión el señor del
Castillo de Ars, Próspero des Garets, que siempre fue muy amigo y ayudante del
Cura de Ars en cuanto le era posible, como quien no quiere sonsacar, le
preguntó a solas a cuántos calculaba que había convertido en un año. El Cura,
con tanta sinceridad como humildad, le contestó: «Más de
setecientos». ¡Unos dos por día!… Y así muchos años.
Conversiones firmes y perdurables… Él no daba mayor importancia a los milagros
corporales que hizo, porque ante todo se gozaba de los milagros espirituales
que por él estaba haciendo el Señor.
Con una vida tan orante y
laboriosa, todavía halló tiempo para ejercitarse como mendigo y limosnero, pues
quiso fundar y sostener la Casa de Providencia,
una escuela para educación de niñas ¡y de las que
habían de ser sus maestras! Una obra que visitaba todos los días, y que
era para él predilecta.
No sigo, por falta de tiempo. Pero quiero añadir el texto de una predicación del Santo Cura de
Ars sobre la oración. Lo copio/pego del que hoy trae la Liturgia de las Horas.
Así «oyen» su voz.
DE UNA CATEQUESIS DE SAN JUAN MARÍA VIANNEY,
PRESBÍTERO, SOBRE LA ORACIÓN
Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano
no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre
orientado hacia allí donde está nuestro tesoro.
El hombre tiene un hermoso
deber y obligación: orar y amar. Si oráis y
amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo.
La
oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el
corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura
que embriaga; se siente como rodeado de una luz admirable. En esta íntima
unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya
nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre
criatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión.
Nosotros nos habíamos hecho
indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él.
Nuestra oración es el incienso que más le agrada.
Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo
hace capaz de amar a Dios. La oración una degustación
anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca
nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo
endulza todo. En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la
nieve ante el sol.
Otro beneficio de la oración
es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite,
que ni se percibe su duración. Mirad:
cuando era párroco en Bresse, en cierta
ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer
largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el
tiempo se me hacía corto.
Hay personas que se sumergen totalmente en la oración, como los peces en el
agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está
dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San
Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con él, del
mismo modo que hablamos entre nosotros.
Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos
a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo,
cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay
algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo dos palabras, para deshacerme de ti…» Muchas
veces pienso que, cuando venimos a adorar al Señor,
obtendríamos todo lo que le pedimos si
se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.
ORACIÓN
Dios de
poder y misericordia, que hiciste admirable a san Juan María Vianney por su
celo pastoral, concédenos por su intercesión y su ejemplo, ganar para Cristo a
nuestros hermanos y alcanzar, juntamente con ellos, los premios de la vida
eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.
José María Iraburu, sacerdote
Post
post.–
Se han escrito numerosas biografías sobre el Cura de Ars. Yo recomiendo la
antigua y clásica del presbítero Francisco
Trochu, El Cura de Ars (Ed. Palabra, Madrid, col. Arcaduz, 1984,
12ª ed., 672 pgs). El benemérito portal Mercaba, ofrece en .pdf gratuitamente la versión íntegra de la 9ª edición de esa obra.
Más moderna, y con gran abundancia de documentos fontales, es la obra de Mgr. René Fourrey, Evêque de Belley, Le
Curé d’Ars authentique (Librairie Arthème Fayard, Paris 1965, 557 pgs).
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