Recuerda certeramente Castellani, en sus Domingueras prédicas, «que las cosas malas no son malas porque Dios las prohíba, sino que Dios las prohíbe porque son malas». Con esta máxima precisa nos previene del error de los nominalistas, que entienden que en Dios hay potencia absoluta, esto es, que puede tanto el bien como el mal, y que basta su voluntad para que una cosa mala sea buena y una buena mala. No. No es como dicen los nominalistas. Las cosas malas son malas, por eso Dios las prohibe, y si un tipo se empeña en ellas hasta su último momento, Dios le condena y castiga.
Todo lo bueno que debe
hacerse, puede hacerse, por muy difícil que parezca, en Aquel que nos conforta
(Cf. Fil 4, 13)
Es un indicio de ceguera de
mente colectiva, que tantos católicos piensen que pueda ser voluntad de Dios
que uno haga lo que a Dios ofende. Porque, dicen, dado que supuestamente no
puede actuar de otra manera, hace el mal porque no puede hacer el bien. Es una
blasfemia como la copa de un pino, y un determinismo ofensivo a los oídos
católicos.
Parece que muchos, muchos
católicos, pensando de esta manera, engañados por malos textos
docentes y malas predicaciones,
viven como si Dios no existiera. Hay que decir bien alto, sin embargo, que Dios
no niega su gracia a quien, movido por ella, la pide sinceramente, y que porque
siempre es posible un acto de virtud, Dios premia a los buenos y castiga a los
malos.
Así que todo aquel que viva
con vana presunción, confiando en la misericordia de Dios y al mismo tiempo
obstinándose en el pecado, vive ciego y es un insensato.
En la misma obra, dice Castellani: «Pero esa cuestión de si Ateo Fulano tiene culpa o
no, pertenece a Dios, que es el único que penetra en el fondo de
los corazones; para nosotros es una cuestión ociosa». Lo mismo
vale para el adulterio. Si el adúltero Mengano es muy culpable o poco culpable,
pertenece a Dios saberlo, que es el único que puede penetrar en su corazón.
Para la Iglesia es una cuestión ociosa. Lo que sí sabemos es que el adulterio
es un pecado intrínsecamente malo y que Dios lo aborrece y jamás quiere
positivamente que alguien adultere. Como tampoco quiere positivamente que nadie
adultere con falsos ídolos, es decir, tenga falsas religiones por verdaderas.
Por eso la negativa de
comunión a los que viven en adulterio público y permanente no se
basa en el grado de culpabilidad interior de los adúlteros (juicio reservado a Dios), sino en la
evidencia objetiva de la contradicción en que viven, que repugna a la unión de
Cristo y su Iglesia y es mala en sí misma. Sí, el adulterio, al margen del grado de culpabilidad
subjetiva de los adúlteros, agrede la unidad indisoluble de Cristo y su
Iglesia, imagen viva del matrimonio y está mal. Y por eso si un tipo casado
vive con una que no es su mujer, no puede comulgar, porque su forma de vida
aborrece, por sí misma, al margen de la subjetividad personal de cada sujeto,
aborrece, digo, la vida sobrenatural con que Cristo eleva el matrimonio, vida
de unión reflejada en su unidad indisoluble con la Iglesia.
Dios
no es potencia desordenada. Dios no quiere el mal. Dios quiere el bien, Dios quiere que el
matrimonio ejemplarice la unidad que tiene con su Iglesia, que ES la católica;
y para eso da la gracia, para eso hace del matrimonio un sacramento. Quien no
cree posible la fidelidad al propio cónyuge, no cree, primero, en el sacramento
del matrimonio, ni, segundo, en la eficacia de la gracia. Por ello, más allá
del grado de culpabilidad que se tenga, quien permanece en adulterio no puede
comulgar.
Alonso Gracián
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