Ayer estaba hablando con un amigo, por teléfono, antes de acostarme y le pregunté: ¿Te imaginas un cristianismo sin Encarnación?
Me puse
darle vueltas a tal hipótesis. Que Dios nunca hubiera anunciado la venida de un
Mesías, sino la manifestación definitiva que culminaría todas las teofanías
anteriores.
Que, en
el año 33, Dios, llamándolos como a Samuel o Ezequiel u otros, hubiera reunido
un grupo de cuarenta profetas de todas las tierras de Israel. Que estos
hubieran vivido en un desierto, dedicados a la oración y la enseñanza del
Espíritu de Dios. El cual con visiones y locuciones les hubiera enseñado las
parábolas y todas las enseñanzas.
Muchas
veces, esos sueños, esas visiones, habrían estado corroborados por cinco, por
nueve, compañeros.
La gente
habría empezado a acudir a ese lugar a recibir enseñanza. Esos cuarenta sabios,
algunas veces, harían milagros como Elías u otorgarían profecías al que les
viniese a consultar.
Al acabar
los tres años, tendría lugar la manifestación más grande. Una columna de fuego
se manifestaría a las afueras de Jerusalén. Una columna como la que vieron en
el Éxodo. Desde ese torbellino, la Voz les hablaría a todos los presentes, no
solo a los cuarenta elegidos.
Lenguas
de fuego se desprenderían y se posarían sobre las cabezas de los profetas,
otorgándoles el poder de los siete sacramentos; sobre los cuales, ya habrían
sido previamente instruidos.
Al no
producirse la Encarnación, no habría sacramento de la Eucaristía. Pero podría
continuar el sabat judío, pero transformado en sacramento. Es decir,
el pan y el vino no serían la presencia de Cristo, pero si conferiría gracias
como alimento espiritual.
La Iglesia
comenzaría y tendríamos un Nuevo Testamento con un Evangelio único (un solo
libro) donde se narrase la historia, portentos y manifestación final de esos
tres años de desvelamiento de los misterios. Ese “Evangelio”
sería una obra coral de los cuarenta. Mientras que los continuadores,
el siguiente círculo concéntrico de colaboradores, escribirían su versión de Hechos de los Cuarenta Profetas y distintos tratados que glosarían el “Evangelio”. Pudiendo acabar todo con un
apocalipsis.
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Ojo, esta
hipótesis de lo que pudo suceder, de las opciones que tuvo la libertad divina,
no la propongo para hacer de menos a
la Encarnación. Todo lo contrario. Reflexionando teológicamente sobre un
cristianismo sin Cristo nos damos cuenta de que lo mejor fue la Encarnación. Fue
la opción más generosa por parte de Dios.
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Otra
versión de esa hipótesis, sería que el Espíritu hubiera escogido a los Doce
Apóstoles y estos hubieran hecho lo que hicieron en Hechos de los Apóstoles.
Incluso los libros del Nuevo Testamento serían exactamente los mismos (las
mismas cartas), solo que sin referencia alguna a Cristo, sino solo a la Gran
Manifestación. También habría existido san Pablo y con los mismos viajes.
En la primera
hipótesis y en la segunda, les habría revelado la Trinidad. Existiría la misma
organización eclesiástica.
Incluso
podría haber existido Judas Iscariote traicionando el mensaje de los cuarenta
profetas, poniéndose al servicio de la casta sacerdotal que no aceptaría ese
cambio de cosas.
También
podría haber existido María, como Vaso Espiritual, pero sin Encarnación.
La
división entre el Templo y los “cristianos” hubiera
podido seguir el mismo curso que ha tenido.
Pero de
todas las opciones la que mejor manifiesta el amor divino es la de la
Encarnación. No es una opción más, es la mejor.
P. FORTEA
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