jueves, 4 de febrero de 2021

INSTITUIR MUJERES COMO LECTORES Y ACÓLITOS ES UN GRAN PROBLEMA

 La tradición ininterrumpida de la Iglesia universal no sólo prohibió a las mujeres realizar los oficios litúrgicos de lector y acólito, sino que el Derecho Canónico de la iglesia de hecho prohibía que las mujeres recibieran las órdenes menores del ministerio de lector y acólito.

1. EL PRINCIPIO DE LA LEY DIVINA EN LA LITURGIA

Con respecto a la naturaleza de la sagrada liturgia, es decir, del culto divino, Dios mismo nos ha hablado a través de su Palabra Sagrada, y la Iglesia la ha explicado en su solemne Magisterio. El primer aspecto básico de la liturgia es este: Dios mismo les dice a los hombres cómo deben honrarlo; en otras palabras, es Dios quien da normas concretas y leyes para el desarrollo, incluso en externo, del culto a su Divina Majestad.

De hecho, el hombre está herido por el pecado original y por esta razón está profundamente caracterizado por el orgullo y la ignorancia, e incluso más profundamente por la tentación y la tendencia a ponerse a sí mismo en el lugar de Dios en el centro del culto, es decir, a practicar el culto a sí mismo en sus diversas formas implícitas y explícitas. La ley y las normas litúrgicas son por lo tanto necesarias para el auténtico culto divino. Estas leyes y normas deben encontrarse en la Revelación Divina, en la Palabra de Dios escrita y en la Palabra de Dios transmitida por la Tradición.

La Revelación Divina nos transmite una rica y detallada legislación litúrgica. Un libro completo del Antiguo Testamento está dedicado a la ley litúrgica, el libro del Levítico; parcialmente también el libro del Éxodo. Las normas litúrgicas individuales del culto divino del Antiguo Testamento sólo tenían un valor transitorio, ya que su propósito era ser una figura, mirando al culto divino que alcanzaría su plenitud en el Nuevo Testamento. Sin embargo, hay elementos que tienen validez perenne; primero, el hecho mismo de la necesidad de una legislación litúrgica; en segundo lugar, que existe una detallada y rica legislación del culto divino; y finalmente, que el culto divino se desarrolla según un orden jerárquico. Este orden se presenta a sí mismo concretamente como tripartito: sumo sacerdote, sacerdote, levita; en el Nuevo Testamento obispo, presbítero, diácono/ministro, respectivamente.

Jesús no vino a abolir la ley, sino a darle pleno cumplimiento (cf Mt 5, 17). Él dijo: »Les aseguro que no desaparecerá ni una y ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice.» (Mt 5,18). Esto es particularmente válido para el culto divino, ya que la adoración a Dios constituye el primer mandamiento del Decálogo (cf Éxodo 20, 3-5). El propósito de toda creación es éste: los ángeles y los hombres e incluso las criaturas irracionales deben alabar y adorar a la Divina Majestad, como dice la oración revelada del Santo:» Los cielos y la tierra están llenos de Tu gloria» (cf Is 6,3).

2. JESUCRISTO, SUPREMO ADORADOR Y SUPREMO MINISTRO DE LA LITURGIA.

El primer y más perfecto adorador del Padre es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Su obra de salvación tenía como propósito principal dar honor y gloria a Dios en lugar de la humanidad pecadora, incapaz de dar un culto válido y aceptable a Dios. El restablecimiento del verdadero culto divino y la expiación de la Majestad divina, ofendida debido a las innumerables formas de perversión del culto, constituyeron el propósito primordial de la Encarnación y la obra de Redención.

Al constituir a Sus apóstoles como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza. Jesús dejó Su sacerdocio a Su Iglesia y con él, el culto público del Nuevo Testamento, que tiene como culminación ritual la ofrenda del sacrificio eucarístico. Les enseñó a los apóstoles por medio del Espíritu Santo que el culto del Nuevo Testamento debía ser el cumplimiento del culto del Antiguo Testamento. Así, los apóstoles transmitieron su poder y su servicio litúrgico en tres grados, es decir, en tres órdenes jerárquicos, en analogía con los tres grados de los ministerios del culto del Antiguo Testamento.

El ejecutor supremo de la liturgia es Cristo (en griego: hó liturgós). Él contiene en sí mismo y ejerce todo el culto divino, incluso en las funciones más pequeñas. Las siguientes palabras de Cristo también se pueden referir a este hecho: «Yo estoy entre ustedes como el que sirve.» (Lc 22,27). Cristo es el ministro; él es también el «diácono» por excelencia. También lo es el obispo, como supremo poseedor del servicio litúrgico de Cristo. El episcopado contiene todos los ministerios y servicios del culto público: el ministerio del presbiterado, el del diaconado y el de las órdenes menores, es decir, también, el servicio de los ministros («monaguillos»). En la misa pontifical según las formas más antiguas del rito romano, el obispo se reviste con todos los ornamentos, incluso con los de las órdenes menores. En ausencia de todos los ministros menores, el obispo mismo realiza todas las funciones litúrgicas del presbítero, del diácono e incluso de las órdenes menores, es decir, de los servidores del altar. En ausencia del diácono, el presbítero mismo realiza todas las funciones litúrgicas del diácono y de los titulares de las órdenes menores, es decir, de los servidores del altar. En ausencia del diácono, el subdiácono, los titulares de las órdenes menores o los monaguillos pueden realizar algunas de las funciones del diácono.

3. LA TRADICIÓN DE LOS APÓSTOLES

La tradición apostólica ha visto en el triple orden jerárquico de la Iglesia la culminación de la tipología del triple orden jerárquico del culto divino en la Antigua Alianza. Así nos lo atestigua el Papa San Clemente I, el discípulo de los Apóstoles y tercer sucesor del apóstol Pedro.

En su Carta a los Corintios, San Clemente presenta el orden litúrgico divinamente establecido en la Antigua Alianza como ejemplo para el correcto orden de la jerarquía y el culto de toda comunidad cristiana. Hablando del culto divino, afirma:

«Deberíamos hacer todas las cosas en orden, todas las que el Señor nos ha mandado que hiciéramos a su debida sazón. Que las ofrendas y servicios que Él ordena sean ejecutados con cuidado, y no precipitadamente o en desorden, sino a su tiempo y sazón debida. Y dónde y por quien Él quiere que sean realizados, Él mismo lo ha establecido con su voluntad suprema; que todas las cosas sean hechas con piedad, en conformidad con su beneplácito para que puedan ser aceptables a su voluntad. Porque al sumo sacerdote se le asignan sus servicios propios (liturghíai), a los sacerdotes se les asigna su oficio propio, y a los levitas sus propias ministraciones  (diakonía). El lego (ho laikòs ànthropos) debe someterse a las ordenanzas para el lego (laikóis prostágmasin). (1Clem 40 1-3.5)

El Papa Clemente comprende que los principios del orden divinamente establecido en la Antigua Alianza deben seguir operando en la vida de la Iglesia. El reflejo más evidente de este orden se debería encontrar en la vida litúrgica, en el culto público de la Iglesia. Así, el Santo Pontífice saca esta conclusión, aplicada a la vida y al culto de los cristianos:

«Cada uno de nosotros, pues, hermanos, en su propio orden demos gracias a Dios, manteniendo una conciencia recta y sin transgredir la regla designada de su servicio litúrgico (kanón tes leiturghías(1 Clem 41,1).

Más adelante (cf Clem 41,1ss) el Papa Clemente describe la jerarquía de la Nueva Alianza, contenida en nuestro Señor Jesucristo mismo y concretada en la misión de los apóstoles. Esta realidad corresponde al orden (táxis) querido por Dios. Aquí San Clemente usa los mismos términos con los que él había descrito el orden litúrgico y jerárquico de la Antigua Alianza.

Desde los primeros siglos, la Iglesia era consciente de que el culto divino debía realizarse de acuerdo a un orden establecido por Dios siguiendo el ejemplo del orden divino establecido en la Antigua Alianza. Por lo tanto, para llevar a cabo una tarea en el culto público, era necesario pertenecer al orden jerárquico. En consecuencia, el culto cristiano, es decir, la liturgia eucarística, era realizada de una forma jerárquicamente ordenada por personas oficialmente designadas para este propósito. Por esta razón, estos agentes del culto constituían un orden, un orden sagrado, dividido en tres grados: episcopado, presbiterado y diaconado, paralelos a los tres grados de ministros del culto de la Antigua Alianza: sumo sacerdote, sacerdotes y levitas. El Papa San Clemente, en el siglo I, designó el servicio de los levitas del Antiguo Testamento con la palabra «diakonia» (1 Clem 40,5). Nosotros, por lo tanto, podemos identificar aquí el fundamento de la antigua tradición eclesiástica, al menos desde el s V, de designar a los diáconos cristianos con la palabra «levita» como por ejemplo en las Constitutiones Apostolicae (2,26,3) y en los escritos del Papa León Magno (cf Ep. 6,6; Ep 14,4; Serm.59,7;85,2).

4. EL DIACONADO

Un testimonio muy claro e importante de este paralelismo entre los grados de la jerarquía en el Antiguo y el Nuevo Testamento se encuentra en los ritos de ordenación. Los textos de los ritos de ordenación se remontan a tiempos muy antiguos, como se puede ver en el caso de los de la Traditio Apostolica y posteriormente en los de Sacramentarios de la Iglesia Romana. Estos textos y ritos han permanecido casi intactos en sus fórmulas esenciales, durante muchos siglos, hasta nuestros días. Los prefacios o plegarias consagratorias de todas las órdenes sacramentales se refieren al orden jerárquico y litúrgico de la Antigua Alianza.

En el rito de la consagración del episcopado, el antiguo Pontifical Romano pronuncia esta afirmación esencial: «La gloria de Dios debe ser servida con las órdenes sagradas» (gloriae Tuae sacris famulantur ordinibus). El antiguo Pontifical establece expresamente el paralelismo entre Aaron, el sumo sacerdote, y el orden episcopal; en el nuevo Pontifical sólo hay una referencia genérica a esto. En la ordenación presbiteral en ambos Pontificales, se hace referencia explícita a los setenta ancianos, que ayudaron a Moisés en el desierto. Con respecto al diácono, el antiguo Pontifical dice expresamente que los diáconos tienen el nombre y el oficio de los levitas del Antiguo Testamento: «quorum ( levitarum) et nomen et officium tenetis». El Pontifical antiguo lo dice aún más claramente: »Elegidos para el oficio levítico» ( eligimini in levítico officio). El Pontifical nuevo en la oración de la ordenación también compara a los diáconos con los levitas.

En el culto del Antiguo Testamento, los levitas realizaban toda una variedad de servicios litúrgicos secundarios de ayuda y asistencia a los sacerdotes. Los diáconos tenían la misma tarea, como la fe orante y la práctica litúrgica de la Iglesia testifica desde los primeros siglos. Quien no había recibido una solemne designación para el culto divino no podía realizar función litúrgica alguna, incluso aunque fuese secundaria o meramente de asistencia. Estas funciones secundarias y de asistencia eran realizadas por los diáconos, los levitas del Nuevo Testamento, que no eran considerados sacerdotes. Así es como la Iglesia siempre ha creído y rezado: el diácono es ordenado: «non ad sacerdotium, sed ad ministerium» (Traditio Apostolica,9). La misma Traditio Apostolica (s.II , principios del s.III) dice de nuevo: «el diácono no recibe el espíritu común del presbiterio del cual participan los que son presbíteros, sino que le es dado bajo la potestad del obispo» (n.8).

El Papa Benedicto XV aportó una aclaración doctrinal y canónica con respecto al diaconado. Con el Motu proprio Omnium in Mentem del 26 de octubre de 2009, el Supremo Pontífice corrigió el texto de los cánones 1008 y 1009 del Código de Derecho Canónico. El texto previo del canon 1008 decía que todos los ministros sagrados que reciben el sacramento del orden ejercen la función de enseñar, santificar y gobernar «in persona Christi Capitis». En la nueva formulación de este canon, la expresión in persona Christi Capitis y la mención a la triple función ( tria munera) han sido quitadas. Se añadió un tercer párrafo al canon 1009:

«Aquellos que han sido constituidos en el orden del episcopado o del presbiterado reciben la misión y la facultad de actuar en la persona de Cristo Cabeza; los diáconos, en cambio, son habilitados para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad (vim populo Dei serviendi)»ⁿ

El Magisterio de la Iglesia ha aportado esta aclaración necesaria para que el diaconado sea entendido tanto doctrinal como litúrgicamente de un modo más conforme a la tradición apostólica y a la gran tradición de la Iglesia. En efecto, Santo Tomás de Aquino decía que el diácono no tiene el poder de enseñar, es decir, no tiene el «munus docendi» en sentido estricto. Hay una diferencia entre la naturaleza del sermón del obispo o el sacerdote por una parte y de los del diácono por otra. El diácono sólo puede predicar «per modum catechizantis»; en cambio el «modus docendi», la exposición doctrinal del evangelio y de la fe corresponde al obispo y al presbítero, dijo Santo Tomás (cf S. Th.III,67,1,ad1).

Con respecto al orden jerárquico de la Iglesia, el Concilio de Trento distinguió claramente entre los sacerdotes y aquellos que son llamados ministros. El Concilio afirma: «Además del sacerdocio, hay otros órdenes mayores y menores en la Iglesia católica« ( sesión XXIII,can.2). »En la Iglesia católica hay una jerarquía establecida por disposición divina, y compuesta de obispos, sacerdotes y ministros.»  ibid. can 6). La palabra «ministros» incluye ciertamente a los diáconos en primer lugar, y se puede deducir del citado cánon 2 que las órdenes menores también están incluidas en la jerarquía, aunque no pertenezcan al sacerdocio ministerial como lo hace el episcopado y el presbiterado. Los diáconos no son «sacrificatores», no son sacerdotes, y por esta razón la gran tradición de la Iglesia no ha considerado a los diáconos ministros «ordinarios» de los sacramentos del bautismo y de la distribución de la sagrada comunión.

Toda la tradición de la Iglesia, tanto oriental como occidental, ha reiterado siempre el siguiente principio: »el diácono prepara, asiste, presta su ayuda a la acción litúrgica del obispo o del presbítero (ver, por ejemplo, Didascalia Apostolorum,11). Ya el primer Concilio Ecuménico de Nicea afirmó inequívocamente esta verdad y esta práctica recibida de la tradición, diciendo: «Este gran y santo Concilio ha tenido conocimiento de que en algunos lugares y ciudades los diáconos administran la gracia de la sagrada comunión a los sacerdotes ( gratiam sacrae communionis). Ni las normas canónicas (regula, kánon) ni la costumbre permiten que aquellos que no tienen el poder de ofrecer el sacrificio ( potestatem offerendi) den el cuerpo de Cristo a aquellos que tienen el poder de ofrecer el sacrificio. (Can.18)»

El diácono sirve, en el obispo y en los presbíteros, al sacerdocio único e indivisible del mismo modo que los levitas servían al sumo sacerdote y a los sacerdotes mosaicos.

5. EL DIACONADO Y LAS ÓRDENES MENORES.

Sin ser realmente un sacerdote, el diácono, sin embargo, pertenece al orden sacramental y jerárquico. Este hecho expresa la verdad de que las funciones litúrgicas subordinadas o inferiores también pertenecen al único y verdadero sacerdote Jesucristo, ya que él, en el ejercicio de su sacerdocio, por el sacrificio de la cruz, se convirtió en servidor, ministro, «diácono». De hecho, durante la Última Cena, Cristo dijo a los apóstoles, a los sacerdotes de la Nueva Alianza: «Yo estoy entre ustedes como el que sirve (ho diakonòn)» (Lc 22,27), es decir, como «diácono». Para realizar los servicios de asistencia durante la liturgia, esto es, las funciones que no requieren el poder propiamente sacerdotal, se estableció en la Iglesia, por ordenación divina, una ordenación sacramental que es el diaconado. Los servicios litúrgicos del diaconado, con la excepción de la proclamación del Evangelio, fueron a lo largo del tiempo distribuidos a otros servidores del altar para los cuales la Iglesia creó ordenaciones no sacramentales, especialmente el subdiaconado, el lectorado y el acolitado. Por lo tanto, el principio según el cual se dice que todas las funciones litúrgicas que no requieren el poder propiamente sacerdotal, pertenecen, por ley y naturaleza, al sacerdocio común del fiel no es válido.

Además, esta afirmación contradice el principio establecido por la Revelación Divina en la Antigua Alianza, en la que Dios instituyó (a través de Moisés) el orden de los levitas para las funciones inferiores y no sacerdotales, y en la Nueva Alianza, en la que instituye (a través de los apóstoles) el orden de los diáconos para este propósito, es decir, para las funciones no sacerdotales en la liturgia. El servicio litúrgico del diácono también contiene en sí mismo las funciones litúrgicas menores o más humildes, ya que expresan la verdadera naturaleza de su orden y de su nombre: sirviente, diákonos. Estas funciones litúrgicas menores o más humildes pueden ser, por ejemplo, traer velas, agua, y vino al altar (subdiácono, acólito), leer lecciones (subdiácono, lector), asistir en los exorcismos y pronunciar oraciones exorcistas (exorcista), vigilar las puertas de la iglesia y tocar las campanas (portero). En tiempos de los apóstoles eran los diáconos los que realizaban todos estos servicios inferiores durante el culto divino, pero ya en el s.II, la Iglesia, por una sabia disposición, usando el poder que Dios le había conferido, empezó a reservar para el diácono las funciones litúrgicas no sacerdotales más elevadas, y abrió, por así decirlo, el tesoro del diaconado, distribuyendo su riqueza, disgregando el diaconado mismo y creando así las órdenes menores (cf Dom Adrien Gréa, L´Eglise et sa divine constitution, prefacio de Louis Bouyer de l´Oratoire, ed. Casterman, Montreal 1965,p.326).

Durante mucho tiempo, un pequeño número de diáconos pudo así ser preservado multiplicando las otras órdenes menores. En los primeros siglos, la Iglesia de Roma, por reverencia a la tradición de los apóstoles, no quiso exceder en siete el número de los diáconos. Así, en Roma en el s. III el Papa Cornelio escribió que la Iglesia romana tenía siete diáconos (cf Eusebius, Storia ecclesiastica, I,6,43). Aún en el s.IV, un sínodo provincial, el de Neocesarea (entre el 314 y el 325), estableció la misma norma (cf Mansi II,544). Dom Adrien Gréa dio esta explicación espiritual y teológicamente profunda para el nexo orgánico entre el diaconado y las otras órdenes menores: »A medida que el árbol de la Iglesia creció, esta rama principal del diaconado, obedeciendo las leyes de una expansión divina, se abrió y dividió en varias ramas, que eran el subdiaconado y las otras órdenes menores» (op.cit., p.326).

¿Cuál puede ser la razón por esta admirable fecundidad del diaconado, para el que nacieron las órdenes menores? La respuesta según Dom Gréa radica en el hecho de que hay una diferencia esencial entre el sacerdocio y el ministerio. Podemos ver dicha diferencia en el hecho de que sólo el sacerdote actúa in persona Christi Capitis; el ministerio del diaconado, por otra parte, no puede hacer esto, como el Papa Benedicto XVI reiteró en el Motu proprio Omnium in Mentem. El sacerdocio es simple e indivisible por su naturaleza. El sacerdocio no puede ser parcialmente transmitido, aunque puede poseerse en varios grados. El obispo posee el sacerdocio como cabeza, y el presbítero como participante. En su esencia, el sacerdocio no puede ser desmembrado (cf Dom Gréa, op. cit. p. 327). El diácono, por otra parte, posee el ministerio totalmente, y está indefinidamente abierto a la participación, ya que las múltiples funciones de los ministros están dirigidas al sacerdocio, al que deben servir La sabiduría divina ha imprimido el carácter de divisibilidad en el servicio litúrgico que no es estrictamente sacerdotal y lo ha fundado en el diaconado sacramental, dejando, sin embargo, a la Iglesia la libertad de distribuir, según las necesidades y las circunstancias, de forma no sacramental, las diferentes partes del diaconado que se encuentran en las órdenes inferiores o menores, especialmente los ministerios del lectorado y del acolitado.

Al definir dogmáticamente la estructura de la jerarquía divinamente establecida, el Concilio de Trento eligió el término «ministros» junto con los términos «obispos» y «sacerdotes» evitando el término «diáconos». Probablemente el Concilio quería incluir en el término «ministros» tanto al diaconado como las órdenes menores, para decir implícitamente que las órdenes menores son parte del diaconado. Esta es la formulación del canon 6 de la sesión XXIII: «Si alguno dijera, que en la Iglesia católica no hay jerarquía establecida por institución divina por institución divina, la cual consta de obispos, presbíteros y ministros, sea anatema.» Se puede decir, por lo tanto, que las órdenes menores tales como el lectorado y el acolitado tienen sus raíces en el diaconado por institución divina, pero han sido formadas y distribuidas en varios grados por la institución eclesial (Dom Gréa,loc.cit.).

6. EL DESARROLLO HISTÓRICO DE LAS ÓRDENES MENORES.

Ya en el s.II, el oficio diferenciado de lector se encuentra en las celebraciones litúrgicas como una categoría estable de ministros litúrgicos, tal como atestigua Tertuliano (cf Praescr. 41). Antes de Tertuliano, San Justino menciona a los que tienen el oficio de leer las sagradas Escrituras en la liturgia eucarística (cf,1 Apol.67,3). En el s.III en la Iglesia romana existían todas las órdenes menores y mayores de la tradición posterior de la Iglesia, como se evidencia en la carta el Papa Cornelio del año 251: «En la Iglesia de Roma hay 46 presbíteros, siete diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos acólitos, cincuenta y dos exorcistas, lectores y porteros». (Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, IV, 43,11).

Se debe tener en cuenta que esta estructura jerárquica con sus varios grados no podía ser una innovación, sino un reflejo de la tradición, ya que tres años más tarde el Papa Esteban I escribió a San Cipriano de Cartago que en la Iglesia de Roma no hay innovaciones, formulando la famosa expresión: nihil innovetur nisi quod traditum est» (en Cipriano, Ep. 74). Eusebio de Cesarea describió la actitud del Papa Esteban I, que ciertamente también caracterizó a sus predecesores, los Romanos Pontífices, con estas palabras: «Stephanus nihil adversus traditionem, quae iam ab ultimis temporibus obtinuerat, innovandum ratus est» (Esteban decidió no aprobar ninguna innovación contra la tradición, que él recibió de los tiempos anteriores) (Historia Eclesiástica, VII,3,1).

En un aspecto de gran peso como el de la estructura jerárquica, la existencia de cinco grados de ministerios por debajo del diaconado no podía haber sido una innovación contra la tradición a mitad del s.III. La existencia pacífica de estos grados por debajo del diaconado, por lo tanto, presupone una tradición más o menos larga y tenía que datar en la Iglesia romana al menos del s.II, es decir, de los tiempos inmediatamente posteriores a los Apóstoles. Según los testimonios de todos los documentos litúrgicos y de los Padres de la Iglesia desde el s.II en adelante, el lector y después los otros ministerios litúrgicos menores (porteros, exorcistas, acólitos, subdiáconos) pertenecían al clero y el oficio se les confería mediante una ordenación, aunque sin la imposición de las manos. La Iglesia oriental usaba y aún usa dos expresiones diferentes. Para las ordenaciones sacramentales del episcopado, el presbiterado y el diaconado, se usa la palabra cheirotenia mientras que para la ordenación de los clérigos menores    (subdiáconos, acólitos, lectores) se usa cheirotesia. Para designar que las funciones de los ministros inferiores al diácono están, en cierto modo, contenidas en la del ministerio del diácono mismo y se originan en él, la Iglesia ha atribuido también a los ministros litúrgicos menores el término ordo, el mismo con el que son designados los ministerios jerárquicos del orden sacramental, aunque con la especificación «órdenes menores» para distinguirlas de las tres mayores (diaconado, presbiterado, episcopado) que tienen un carácter sacramental.

7. LA SITUACIÓN ACTUAL DE LAS ÓRDENES MENORES

Desde los primeros siglos, durante casi mil setecientos años, la Iglesia ha designado ininterrumpidamente con el término «ordines» a los ministros litúrgicos por debajo del diaconado tanto en los libros litúrgicos como en los canónicos. Esta tradición duró hasta el Motu proprio del Papa Pablo VI, Ministeria Quaedam, de 1972, con el que se suprimieron las órdenes menores y el subdiaconado y, en su lugar, fueron creados los «ministerios» del lectorado y el acolitado para promover la participación activa de los fieles laicos en la liturgia, a pesar de que tal opinión no encuentra ningún apoyo en los textos del Concilio Vaticano II. Estos servicios del lector y del acólito entonces recibieron la calificación de «ministerios laicos». Además, se ha extendido la pretensión de que el servicio litúrgico del lector y del acólito sería una expresión propia del sacerdocio común de los laicos. Sobre la base de este argumento, no se pueden dar razones convincentes para excluir a las mujeres del servicio oficial de lector y de acólito.

Este razonamiento, sin embargo, no se corresponde con el sensus perennis Eclesia, ya que hasta el Papa Pablo VI, la Iglesia nunca enseñó que el servicio litúrgico del lector y del acólito fuera una expresión del sacerdocio común de los laicos. La tradición ininterrumpida de la Iglesia universal no sólo prohibió a las mujeres realizar los oficios litúrgicos de lector y acólito, sino que el Derecho Canónico de la iglesia de hecho prohibía que las mujeres recibieran las órdenes menores del ministerio de lector y acólito.

Mediante un gesto de gran y clara ruptura con la tradición ininterrumpida y universal tanto de la Iglesia de Oriente tanto como la de Occidente, el Papa Francisco con el Motu proprio Spiritus Domini del 10 de enero de 2021, modificó el can. 230 #1 del Código de Derecho Canónico, permitiendo el acceso de las mujeres a los ministerios instituidos de lectorado y acolitado.Sin embargo, esta ruptura con la tradición ininterrumpida y universal de la Iglesia convertida en ley por el Papa Francisco, ya había sido llevada a cabo o tolerada en la práctica por predecesores el Papa Pablo VI, el Papa Juan Pablo II y el Papa Benedicto XVI.

Una consecuencia lógica más sería la proposición de pedir el diaconado sacramental para las mujeres. El hecho de que el Papa Benedicto XVI haya reiterado la doctrina tradicional según la cual el diácono no tiene el poder de actuar in persona Christi capitis, al no estar ordenado para el sacerdocio sino para el ministerio, ha proporcionado a algunos teólogos la oportunidad de pedir que les sea concedido a las mujeres, basándose en este argumento, el acceso al diaconado sacramental. Ellos argumentan que, ya que el diácono no tiene el sacerdocio ministerial en él, la prohibición de la ordenación sacerdotal, definitivamente confirmada por el Papa Juan Pablo II en el documento Ordinatio Sacerdotalis del año 1994, no se aplicaría al diaconado, según ellos.

Debe decirse que una ordenación diaconal sacramental de mujeres iría en contra de toda la tradición de la Iglesia universal tanto de Oriente como de Occidente y sería contraria al orden divinamente establecido de la Iglesia, ya que el Concilio de Trento definió dogmáticamente la siguiente verdad: la jerarquía divinamente establecida está compuesta por obispos, sacerdotes y ministros, es decir, al menos también por diáconos (cf ses.XXIII, can.6). Además, el famoso liturgista Aimé Georges Martimort refutó con convincente evidencia histórica y teológica la teoría y la pretensión de la existencia de un diaconado sacramental femenino (ver Deaconess: An Historical Study, San Francisco, Ignatius Press 1986; cf también Gerhard Ludwig Müller,»Können Frauen die sakramentale Diakonenweihe gültig empfangen?» in Leo Cardinal Scheffczyk, ed., Diakonat und Diakonissen,St. Ottilien 2002,pp.67-106).

El argumento teológico según el cual el servicio de lector y acólito es propio del sacerdocio común de los laicos contradice el principio divinamente establecido ya en el Antiguo Testamento, que dice: para realizar cualquier servicio en el culto público, incluso el más humilde, es necesario que el ministro reciba una designación estable o sagrada. Los Apóstoles preservaron este principio al establecer el orden de diáconos por revelación divina en analogía con los levitas del Antiguo Testamento. Este hecho se hace también evidente en las alusiones del Papa Clemente I, discípulo de los apóstoles (cf.op.cit.). La Iglesia de los primeros siglos y después la tradición ininterrumpida ha preservado este principio teológico del culto divino, que afirma que para realizar cualquier servicio del altar o en el culto público, es necesario pertenecer al orden de los ministros, designados para tales funciones con un rito especial llamado «ordenación».

Por esta razón, la Iglesia, ya en el s.II, comenzó a distribuir los diferentes deberes litúrgicos del diácono, es decir, del levita del Nuevo Testamento, entre varios ministros u órdenes menores. La admisión al servicio litúrgico sin haber recibido una orden menor fue siempre considerada una excepción. Como substituto de las órdenes menores, los hombres adultos o los chicos podrían servir en el altar. En estos casos, el sexo masculino reemplaza de algún modo menor a una ordenación no sacramental, ya que el servicio diaconal y todas las otras órdenes menores, que estaban incluidas en el diaconado, no eran servicios sacerdotales. El sexo masculino, sin embargo, era necesario porque, en ausencia de una ordenación menor, es el último vínculo que unía a los ministros litúrgicos inferiores o adjuntos con el diaconado a nivel de símbolo. En otras palabras, el sexo masculino de los ministros litúrgicos inferiores estaba ligado al principio del servicio litúrgico levítico, que a su vez estaba estrictamente ordenado al sacerdocio y al mismo tiempo subordinado a él y reservado para el sexo masculino por disposición divina en la Antigua Alianza.

De hecho, Jesucristo, propiamente el «diácono» y el «ministro» de todos los servicios del culto público en la Nueva Alianza, era varón. Por esta razón, la tradición universal e ininterrumpida de dos mil años de la Iglesia tanto en oriente como en occidente ha reservado el ministerio del servicio público litúrgico al sexo masculino en el orden sacramental del episcopado, el presbiterado y el diaconado y también en las órdenes menores de los ministros inferiores tales como el lectorado y el acolitado. El sexo femenino encuentra su modelo de ministerio y servicio en la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, que se designó a sí misma con la palabra «sierva», ancilla (latín), doúle (griego), el equivalente al masculino diákonos. Es significativo que María no dijera «soy la diákona del Señor» sino «soy la sierva del Señor».

El servicio litúrgico de las mujeres en la liturgia eucarística, como lector y como acólito y servidor del altar, estaba totalmente excluido en el razonamiento teológico de las tradiciones del Antiguo y del Nuevo Testamento, así como de la tradición bimilenaria de la Iglesia de oriente y occidente (ver el citado estudio de Marimort). Había algunas excepciones en los casos de los monasterios de las monjas de clausura, donde podían hacer la lectura; sin embargo, no la hacían en el presbiterio o santuario, sino detrás de una reja cerrada, como por ejemplo en algunos conventos de monjas cartujas. (ver Martimort,op.cit. pp. 231 ss).

La proclamación de la Sagrada Escritura durante la celebración de la Eucaristía nunca fue confiada por la Iglesia a personas que no estuvieran constituidas al menos en las órdenes menores. El segundo Concilio Ecuménico de Nicea prohibió una costumbre contraria, diciendo: «El orden (taxis) debe ser preservado en las cosas sagradas y agrada a Dios que las diferentes tareas del sacerdocio sean observadas con diligencia. Ya que algunos, habiendo recibido la tonsura clerical desde la niñez, sin ninguna otra imposición de manos por el obispo (me cheirotesian labóntas), leen desde el ambón durante la liturgia eucarística (super ambonem irregulariter in collecta legentes; en griego: en te synaxei ) contrariamente a los sagrados cánones ( en griego: a-kanonìstos), ordenamos que desde este momento, esto no sea más permitido» (can. XVI).

Esta norma siempre ha sido preservada por la Iglesia universal y especialmente por la Iglesia Romana hasta el momento en que, tras la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II, se permitió que los laicos, es decir, aquellos que no estaban constituidos en órdenes mayores ni menores, leyeran públicamente también en las misas solemnes, y esto se permitió gradualmente incluso a las mujeres. Queriendo preservar el principio de la gran tradición que requería que los servicios litúrgicos fueran realizados por los ministros de las órdenes menores, el Concilio de Trento recomendaba fuertemente que los obispos aseguraran «que las funciones de las órdenes sagradas, desde el diaconado al ostariado, en la Iglesia desde tiempos apostólicos, sean ejercidas sólo por aquellos constituidos en tales órdenes» (ver ses.XXIII, decreto de reforma, can. 17). El Concilio permitió incluso que los hombres casados fueran ordenados como clérigos menores:» Si no hay clérigos célibes que ejerzan el ministerio de las cuatro órdenes menores, también pueden ser reemplazados por clérigos casados» (loc.cit.). En la liturgia romana según la forma más antigua o extraordinaria, la proclamación de la lectura en la liturgia de la Eucaristía sólo puede ser realizada por aquellos que están constituidos o bien en las órdenes menores o en las mayores; de hecho, hasta el día de hoy, las órdenes menores siguen siendo conferidas aún pontificalmente en las comunidades que se adhieren al usus antiquior. Esta forma de la liturgia romana conserva este principio transmitido desde tiempos apostólicos y reafirmado por el segundo Concilio de Nicea en el s.VIII y por el Concilio de Trento en el s.XVI.

8. EL SERVICIO DE LAS ÓRDENES MENORES Y EL SACERDOCIO DE CRISTO

Jesucristo, el único y verdadero sumo sacerdote de Dios, es al mismo tiempo el supremo diácono. Se podría decir, en cierta forma, que Cristo es también el supremo subdiácono, el supremo acólito y exorcista, Cristo es el supremo lector y portero, Cristo es el supremo monaguillo en la liturgia, ya que toda su existencia y obra salvífica fue un humilde servicio. Su sacerdocio en el sacerdocio ministerial de la Iglesia debe por tanto incluir también las funciones litúrgicas menores o las más humildes, tales como las del lector o el acólito. Por esa razón, el diaconado con sus funciones es parte del sacramento del orden e implícitamente también los grados litúrgicos menores con sus funciones, que siempre han sido justamente llamados «ordines» aunque formalmente no sacramentales.

Aquí tenemos otra razón teológica para el hecho de que la Iglesia universal nunca haya admitido a las mujeres al servicio litúrgico público, ni siquiera en los grados inferiores de lector o acólito. En la vida de Cristo uno puede ver cómo realiza la función de lector cuando leyó las Sagradas Escrituras durante el culto en la sinagoga,( cf Lc 4,16). Se puede decir que Cristo ejerció la función de ostario cuando expulsó a los mercaderes del Templo de Dios (cf Jn 2,15). Cristo a menudo realizó las funciones de exorcista, expulsando a los espíritus inmundos. La función de subdiácono o diácono fue ejercida por Cristo, por ejemplo, durante la Última Cena, cuando se ciñó él mismo un delantal de sirviente y lavó los pies a los apóstoles, durante la misma Cena en la que fueron constituidos por él mismo verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento (cf Concilio de Trento, ses.XXIII,cap.1).

Los servicios litúrgicos inferiores y humildes también pertenecen a la grandeza y naturaleza del sacerdocio ministerial y al sacramento del orden. Sería un error, y un pensamiento humano y mundano, afirmar que sólo las funciones litúrgicas mayores  (proclamar el Evangelio, decir las palabras de la consagración) son propias del sacerdocio ministerial ,mientras que las funciones litúrgicas menores más humildes  (hacer las lecturas y servir en el altar) son propias del sacerdocio común de los laicos. En el reino de Cristo no hay discriminación, no hay competencia para tener más poderes en el ejercicio del culto divino; más bien, todo se concentra en la realidad y en la necesidad de humildad, conforme al modelo de Cristo, Eterno Sumo Sacerdote.

DOM GRÉA NOS DEJÓ LA SIGUIENTE ADMIRABLE REFLEXIÓN:

«Cuando el obispo o el sacerdote realiza alguna función de simple ministro, lo ejerce con toda la grandeza que su sacerdocio confiere a su acción. El jefe divino de los obispos, Jesucristo mismo, no despreció el ejercicio de las acciones de los ministerios inferiores elevándolo todo a la sublimidad de Su sumo sacerdocio. Él, sacerdote en la plenitud del sacerdocio que había recibido del Padre (Sal 109,4, Heb 5, 1-10), quiso santificar en Su persona las funciones de los ministros menores. Al ejercer estas funciones menores, Jesús las elevó a la dignidad de Su sumo sacerdocio. Rebajándose él mismo a estas funciones ministeriales menores, ni las ha disminuido ni las ha degradado». (Op.cit, p.109)

Todos los servicios litúrgicos dentro del santuario de la iglesia representan a Cristo, supremo diácono, y por tanto, según el sensus perennis de la Iglesia y su tradición ininterrumpida, tanto los servicios litúrgicos mayores como los menores son realizados por varones, que son constituidos en el orden sacramental del episcopado, el presbiterado y el diaconado, o en los ministerios menores del altar, especialmente dl lectorado y el acolitado.

El sacerdocio común, por otra parte, es representado por aquellas personas que, durante la liturgia, están reunidos en la nave de la iglesia, representando a María, «la esclava del Señor» que recibe la Palabra y la hace fructificar en el mundo. A la Santísima Virgen María nunca le hubiese gustado desempeñar, ni de hecho desempeñó nunca, la función de lector o acólito en la liturgia de la Iglesia primitiva. Y Ella podría haber sido muy digna para tal servicio, siendo toda santa e inmaculada. La participación en la liturgia según el modelo de María es la participación más activa y fructífera posible por parte del sacerdocio común y especialmente de las mujeres, ya que «la Iglesia ve en María la más alta expresión del genio femenino». (Papa Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 10).

+ Mons. Athanasius Schneider, Obispo auxiliar de la Archidiócesis de Santa María en Astana.

Traducido al español por Ana María Rodríguez y Manuel Pérez Peña

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