De la predicación ordinaria ha desaparecido la consideración de los Diez Mandamientos, especialmente del Sexto. He oído decir que antaño se abusó de ese argumento; no me consta, no tengo registro de ello en mis recuerdos infantiles. Lo cierto es que ahora se mutila la exposición de la moral cristiana; se impone la obsesión por las cuestiones acerca de la justicia, la ecología y la fraternidad universal.
Encabezo deliberadamente
esta nota con un título chocante; lo es porque la palabra empleada ha caído en
desuso y puede causar extrañeza. No cito la definición del Catecismo sino la
del diccionario de la Real Academia Española: «Tener
ayuntamiento o cópula carnal fuera del matrimonio». Este vicio se ha
convertido en algo trivial, común, insustancial. Lo llamo vicio porque el
diccionario define «fornicario: que tiene el vicio
de fornicar». Él o ella en principio; aunque hoy en día la «igualdad de género» permite otras combinaciones,
antinaturales.
Indico dos ejemplos de banalización. En la sección
Espectáculos de algunos diarios se
puede seguir una crónica cotidiana de la fornicación en el mundo de la
farándula; hay records notables de señoritas (no estoy seguro de que sea ésta
la identificación que corresponde) que cambian de «novio»
cinco o seis veces al año; se supone que no se reúnen con ellos a leer
la Biblia. Antes, a estos comportamientos y a las personas que los practicaban
se les aplicaban otros nombres. Se puede pensar que son casos extremos, que se
exhiben en un escaparate para suscitar envidia y la ilusión de llegar a
imitarlos. Escándalo, como se lo llamaba antes: inducir a otros
al mal, más intenso cuando la conducta desviada es promovida como una moda. La
superficialidad de esos casos resulta irrisoria: escarceos,
idas y vueltas, traiciones y arrepentimientos, cada tanto algún rumor de
embarazo que no se confirma. Felizmente, la mayor parte de la gente no
tiene tiempo ni plata para gastar en esas placenteras ociosidades. Pero el mal
ejemplo cunde, fascina, lo anormal se puede ir convirtiendo en deseable
primero, luego en moralmente neutro y finalmente en normal. «Lo hacen todos», ese es el lema.
El segundo ejemplo prometido procede de los
Juegos Olímpicos de 2016, de los que guardo recortes de algunas publicaciones.
El Ministerio de Salud de Brasil envió, en esa ocasión, a Río de Janeiro, nueve
millones de profilácticos, 450.000 destinados a la Villa de los Atletas, donde
se hospedaban 10.500 deportistas de todo el mundo, más los técnicos. La prensa
brasileña, en su hora, hizo un cálculo: 42 condones
por cada atleta, teniendo en cuenta los 17 días de duración de las
competencias. La preparación para las mismas impone, como es lógico, la
abstinencia, pero después de cada competición: ¡a
fornicar atléticamente! Cabría en este lugar otro verbo: el que se emplea en voz baja, en una conversación
familiar; omito escribirlo porque es muy grosero. El Diccionario de la
Academia, en la acepción 24 del término señala que es un vulgarismo americano: «realizar el acto sexual»; pero en la acepción 19 define:
«cubrir el macho a la hembra»; aquí entonces aparece en el significado
de la palabra un matiz de animalidad. La cultura fornicaria que se va
extendiendo sin escrúpulo alguno es un signo de deshumanización, no es propia
de mujeres y varones como deben ser según su condición personal. Algo de no
humano, de animaloide aparecería en esa conducta.
La deshumanización del eros,
que por su propia naturaleza es carnal y espiritual, comienza por el descarte
del pudor, de la honestidad, de la modestia, del recato. En estos valores cifra
la plena humanidad de la actuación sexual, que no se exhibe obscenamente, ni en
sus preparaciones. Pienso en el «petting» descontrolado
en lugares públicos. Valga una muestra del impudor hodierno: los «trajes» de
baño femeninos que se reducen a tres trocitos simbólicos de tela; ¿no sería más sincero que en la playa o la pileta se
presentasen desnudas? No cargo la cuenta sobre el bello sexo; era
tradicional que el varón tomara la iniciativa, y lo hace muchas veces abusando
de su vigor, aunque las artes de la seducción no le sean ajenas, ahora
desplegando instrumentos cosméticos, gimnásticos y hasta quirúrgicos. Por no hablar del cine, la televisión y las series de internet, y otras
plataformas; a la pornografía la camuflan verbalmente hablando de «escenas
fuertes».
La banalización que he
señalado implica, asimismo, una confusión fatal acerca del
amor: no es éste una mera efusión sentimental, ni la sola atracción física,
sino especial y esencialmente un acto electivo de la voluntad, en el que se
ejercita en pleno la libertad, una libertad lúcida, consciente, una decisión de
permanencia que aquieta para siempre en el bien amado. La seducción de
la belleza, por cierto, cumple su papel -Platón
asociaba sabiamente belleza y eros- en el conjunto de la elección personal. Lo propiamente humano es que tal decisión electiva sea
para siempre, como signo de madurez, preparada en una educación para el respeto mutuo,
la amistad sin fingimiento, la disposición a afrontar juntos -él y ella- las
dificultades de la vida tanto como las infaltables alegrías. Entonces cobra
sentido la unión sexual de un varón y una mujer.
En el contexto de una recta
antropología, de una idea completa del ser humano en la que se asume su
realidad biológica y psicológica, es fácil comprender que el acto sexual tiene
una doble finalidad: es unitivo y procreativo. El gesto de la
unión corporal acompaña, ratifica e incentiva la unión de las almas. La
fornicación lo convierte en una gimnasia superficial y provisoria,
propia de parejas desparejas, sin el compromiso de por vida que integra la
expresión sexual en el conjunto de la convivencia matrimonial, con la apertura
a los hijos.
Una señal alarmante de
deshumanización se manifiesta en el lenguaje: novio-novia; ex novio-ex novia; pareja-ex pareja, ya no marido y
mujer, esposo y esposa; aquello debe llamarse, en realidad, concubinato.
Las consecuencias personales y sociales se pueden percibir en la orfandad
afectiva -e, incluso, efectiva- de tantos niños y adolescentes, y la cantidad
superior de abusos que se registra precisamente en el interior de esas formas
de «rejunte», que no son verdaderas
familias. Además la generalización de las relaciones sexuales entre
adolescentes no permite augurar nada bueno. Comienza cada vez más temprano la
banalización del sexo.
La
finalidad procreativa del acto sexual es frecuentemente bloqueada, de modo expreso, intencional,
en las fornicaciones ocasionales, pero también en la convivencia
marital. El negocio de los
anticonceptivos ha ocultado la sabia disposición de la naturaleza, que ordena
en la mujer los ritmos de fertilidad. Todo ha sido bien hecho por el Creador, y
el capricho humano se niega a utilizarlo, lo burla a su placer. La misma
etimología lo esclarece de manera indiscutible: «genital»,
«generación», «génesis» integran una familia de palabras; en griego, en
latín y en español: los órganos genitales y su uso sirven para dar origen a un
nuevo ser.
Existe, además -no lo
olvidemos-, la fornicación «contra naturam», ahora
avalada por las leyes inicuas que han destruido la realidad natural del
matrimonio, y que se fundan en la negación del concepto mismo de naturaleza, y
de la noción de ley natural. La razón comprende que el cuerpo del varón y el de
la mujer se ensamblan complementariamente porque están hechos el uno para el
otro; y también sus almas. La discriminación de los
antidiscriminadores ha llegado a límites inconcebibles, como el de
negar el derecho de los niños a ser criados y educados por un padre y una
madre; así se ha visto en la entrega en adopción de niños a «matrimonios igualitarios». Los enciclopedistas anticatólicos
del siglo XVIII se horrorizarían de semejante atentado a la razón.
El
laborioso remedio de una cultura fornicaria, del desenfreno, akolasía, como lo llama Aristóteles, es la sofrosyne, la templanza;
según el mismo Filósofo lo explicaba en el Libro III de su Ética a Nicómaco, varios siglos antes de
Cristo. Para nosotros, cristianos, a la destemplanza del incontinente la sana
una especie concretísima de la templanza que se llama castidad. Aquel gran
pensador observaba que hay algo de infantil, por la irreflexión, en el
desenfreno, en la intemperancia; y añadía, además, con sencilla perspicacia,
que «se da en nosotros no en cuanto somos hombres,
sino en cuanto animales». Lo propiamente humano es que la
potencia sexual y su actuación se integren armoniosamente a la riqueza de la
personalidad, y que ese ejercicio se desarrolle en el orden familiar. Es éste el logro de la virtud.
Tengo pleno respeto por las
personas concernidas en todo lo que he dicho, y comprendo con cercanía y afecto
sus conflictos, pero no puedo dejar de proclamar la verdad. Mal que le pese, si
se entera, al organismo que en Argentina ejerce la policía del pensamiento: el Instituto Nacional de Antidiscriminación (INADI).
Algún lector podría asombrarse
de la ocurrencia que me ha llevado a ocuparme del tema aquí expuesto. Esbozo
una justificación. De la predicación ordinaria ha
desaparecido la consideración de los Diez Mandamientos, especialmente del Sexto.
He oído decir que antaño se abusó de ese argumento; no me consta, no tengo
registro de ello en mis recuerdos infantiles. Lo cierto es que ahora se mutila
la exposición de la moral cristiana; se impone la obsesión por las cuestiones
acerca de la justicia, la ecología y la fraternidad universal. ¡Ocúpate de esto, pero no te olvides de aquello!
Héctor
Aguer,
arzobispo de La Plata
Académico de
Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico
Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San
Isidro. Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de
Aquino (Roma).
Martes 3 de
noviembre de 2020.
Memoria de San
Martín de Porres, religioso.
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