El Papa Francisco presidió este domingo 29 de noviembre en el altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro del Vaticano, la celebración de la Misa del Primer Domingo de Adviento, concelebrada junto con los cardenales creados en el Consistorio Ordinario Público celebrado ayer sábado 28.
A continuación, el texto completo de la homilía del
Papa Francisco:
Las lecturas de hoy sugieren dos palabras clave para el tiempo de
Adviento: cercanía y vigilancia. La cercanía de Dios y vigilancia nuestra.
Mientras el profeta Isaías dice que Dios está cerca de nosotros, Jesús en el
Evangelio nos invita a vigilar esperando en Él.
Cercanía. Isaías comienza tuteando a Dios: «¡Tú
eres nuestro padre!» (63,16), y continúa: «Nunca
se oyó [...] que otro dios fuera de ti
actuara así a favor de quien espera en él» (64,3). Vienen a la mente las
palabras del Deuteronomio: ¿Quién «está tan cerca
como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?» (4,7).
El Adviento es el tiempo para hacer memoria de la cercanía de Dios, que
ha descendido hasta nosotros. Pero el profeta supera esto y le pide a Dios que
se acerque más: «¡Ojalá rasgaras los cielos y
descendieras!» (Is 63,19). Lo hemos pedido también en el Salmo: “Vuelve, visítanos, ven a salvarnos” (cf. Sal
79,15.3). “Dios mío, ven en mi auxilio” es a menudo el comienzo de nuestra
oración: el primer paso de la fe es decirle al
Señor que lo necesitamos, necesitamos su cercanía.
Es también el primer mensaje del Adviento y del Año Litúrgico, reconocer
que Dios está cerca, y decirle: “¡Acércate más!”. Él
quiere acercarse a nosotros, pero se ofrece, no se impone. Nos corresponde a
nosotros decir sin cesar: “¡Ven!”. Nos
corresponde a nosotros. Es la oración del Adviento: “¡Ven!”.
El Adviento nos recuerda que Jesús vino a nosotros y volverá al final de
los tiempos, pero nos preguntamos: ¿De qué sirven
estas venidas si no viene hoy a nuestra vida? Invitémoslo.
Hagamos nuestra la invocación propia del Adviento: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20). Con esa invocación
finaliza el Apocalipsis: «Ven, Señor Jesús».
Podemos decirla al principio de cada día y repetirla a menudo, antes de
las reuniones, del estudio, del trabajo y de las decisiones que debemos tomar,
en los momentos importantes y en los difíciles: Ven,
Señor Jesús.
Es una pequeña oración, pero nace del corazón. Digámosla, repitámosla en
este tiempo de Adviento: «Ven, Señor Jesús».
De este modo, invocando su cercanía, ejercitaremos nuestra vigilancia.
El Evangelio de Marcos nos propuso hoy la parte final del último discurso de
Jesús, que se concentra en una sola palabra: “¡Vigilen!”.
El Señor la repite cuatro veces en cinco versículos (cf. Mc
13,33-35.37). Es importante estar vigilantes, porque un error de la vida es el
perderse en mil cosas y no percatarse de Dios.
San Agustín decía: «Timeo Iesum transeuntem»
(Sermones, 88,14,13), “Tengo miedo de que
Jesús pase y no me dé cuenta”. Atraídos por nuestros intereses y distraídos por
tantas vanidades, corremos el riesgo de perder lo esencial. Por eso hoy el
Señor repite «a todos: ¡estén vigilantes!» (Mc 13,37).
Pero, si debemos vigilar, esto quiere decir que es de noche. Sí, ahora
no vivimos en el día, sino en la espera del día, en medio de la oscuridad y los
trabajos. Llegará el día cuando estemos con el Señor. Vendrá, no nos
desanimemos. Pasará la noche, aparecerá el Señor; Él, que murió en la cruz por
nosotros, nos juzgará. Estar vigilantes es esperar esto, es no dejarse llevar
por el desánimo, es vivir en la esperanza.
Así como antes de nacer nos esperaban quienes nos amaban, ahora nos
espera el Amor mismo. Y si nos esperan en el Cielo, ¿por
qué vivir con pretensiones terrenales? ¿Por qué agobiarse por alcanzar un poco
de dinero, fama, éxito, todas cosas efímeras? ¿Por qué perder el tiempo
quejándose de la noche mientras nos espera la luz del día?
¿Por qué buscar ‘padrinos’ para hacer una
promoción, crecer y hacer carrera? Todo
pasa. Vigilad, dice el Señor.
Mantenerse despiertos, sin embargo, es difícil. De hecho, es algo muy
difícil. Por la noche es natural dormir. No lo lograron los discípulos de
Jesús, a quienes Él les había pedido que velaran “al
atardecer, a medianoche, al canto del gallo, de madrugada” (cf. v. 35).
Y precisamente a esas horas no estuvieron vigilantes.
Al atardecer, en la última cena, traicionaron a Jesús; por la noche se
durmieron; al canto del gallo lo negaron; de madrugada dejaron que lo
condenaran a muerte. No vigilaron. Se quedaron dormidos. Pero sobre nosotros
puede caer el mismo sopor.
Hay un sueño peligroso: el sueño de la mediocridad. Llega cuando
olvidamos nuestro primer amor y seguimos adelante por inercia, preocupándonos
sólo por tener una vida tranquila.
Pero sin impulsos de amor a Dios, sin esperar su novedad, nos volvemos
mediocres, tibios, mundanos. Y esto carcome la fe, porque la fe es lo opuesto a
la mediocridad: es el ardiente deseo de Dios, es la valentía perseverante para
convertirse, es valor para amar, es salir siempre adelante.
La fe no es agua que apaga, sino fuego que arde; no es un calmante para
los que están estresados, sino una historia de amor para los que están
enamorados. Por eso Jesús odia la tibieza más que cualquier otra cosa (cf. Ap
3,16). Se ve el desprecio de Dios por los tibios.
Y entonces, ¿cómo podemos despertarnos del
sueño de la mediocridad? Con la vigilancia de la oración. Rezar es
encender una luz en la noche. La oración nos despierta de la tibieza de una
vida horizontal, eleva nuestra mirada hacia lo alto, nos sintoniza con el
Señor.
La oración permite que Dios esté cerca de nosotros; por eso, nos libra
de la soledad y nos da esperanza. La oración oxigena la vida: así como no se
puede vivir sin respirar, tampoco se puede ser cristiano sin rezar. Y hay mucha
necesidad de cristianos que velen por los que duermen, de adoradores, de
intercesores que día y noche lleven ante Jesús, luz del mundo, las tinieblas de
la historia.
Hay necesidad de adoradores. Hemos perdido un poco el sentido de la
adoración, de estar en silencio ante el Señor, adorando.
Esta es la mediocridad, la tibieza, pero hay también un segundo sueño
interior: el sueño de la indiferencia. El que es indiferente ve todo igual,
como de noche, y no le importa quién está cerca. Cuando sólo giramos alrededor
de nosotros mismos y de nuestras necesidades, indiferentes a las de los demás,
la noche cae en el corazón.
Comenzamos rápido a quejarnos de todo, luego sentimos que somos víctimas
de los otros y al final hacemos complots de todo. Lamentos, victimismo, y
complot. Es una cadena, es lo mismo. Hoy parece que esta noche ha caído sobre
muchos, que exigen sólo para sí mismos y se desinteresan de los demás.
¿Cómo podemos despertar de este sueño de
indiferencia? Con la vigilancia de la caridad.
Para dar luz a aquel sueño de la mediocridad, de la tibieza, está la vigilancia
de la oración, para despertarnos de este sueño de la indiferencia está la
vigilancia de la caridad. La caridad es el corazón palpitante del cristiano.
Así como no se puede vivir sin el latido del corazón, tampoco se puede ser
cristiano sin caridad.
Algunos piensan que sentir compasión, ayudar, servir sea algo para
perdedores; en realidad es la apuesta segura, porque ya está proyectada hacia
el futuro, hacia el día del Señor, cuando todo pasará y sólo quedará el amor.
Es con obras de misericordia que nos acercamos al Señor. Se lo pedimos
hoy en la oración colecta: «Aviva en tus fieles […]
el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas
obras». Jesús viene y el camino para ir a su encuentro está señalado:
son las obras de caridad.
Rezar y amar, he aquí la vigilancia. Cuando la Iglesia adora a Dios y
sirve al prójimo, no vive en la noche. Aunque esté cansada y abatida, camina
hacia el Señor.
Invoquémoslo: Ven, Señor Jesús, te
necesitamos. Acércate a nosotros. Tú eres la luz: despiértanos del sueño de la
mediocridad, despiértanos de la oscuridad de la indiferencia. Ven, Señor Jesús,
haz que nuestros corazones distraídos estén vigilantes: haznos sentir el deseo
de rezar y la necesidad de amar.
Redacción ACI Prensa
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